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viernes, 9 de septiembre de 2011

SEGURIDAD PÚBLICA, MITOS


El crimen se ha reducido espectacularmente en Nueva York, en un 80% entre 1990 y 2010, incluyendo el homicidio, la violación, el asalto a mano armada, y el robo de autos (Scientific American. Agosto, 2011). Y nada ha tenido que ver con la pobreza,  ni con el desempleo, ni con el consumo de drogas.  La experiencia de Nueva York confronta y desenmascara a la derecha moralista, y a la corrección política de izquierda (incluida la UNAM; ver su reciente colección de lugares comunes en materia de seguridad pública). Nueva York derrotó a la criminalidad, pero el consumo de drogas no varió significativamente durante el período. La pobreza tampoco se abatió; y el desempleo incluso aumentó. La tasa de detención y encarcelamiento por cada 100 mil habitantes disminuyó después de alcanzar un máximo en 1997. ¿Entonces?

Pueden hacerse conjeturas equivalentes en México. La criminalidad no varía ni en el tiempo ni en el espacio en función de la pobreza de municipios o  entidades federativas, ni tampoco de acuerdo al desempleo. Los estados hechos girones por la delincuencia resulta que tienden a ser ricos y a ostentar niveles bajos de desempleo: Nuevo León, Tamaulipas, Coahuila, Sinaloa. La tierra caliente de Michoacán, madriguera de La Familia y de los Caballeros Templarios, no se caracteriza por una honda pobreza relativa. Algunos de los estados más pobres, como Chiapas, Yucatán y Oaxaca, han visto pasar sin mayores rasguños la invasión de la criminalidad. Los pobres y los desempleados no tienden a ser delincuentes, como pregona la izquierda en boca de su Gran Líder  o de su candidato a gobernador de Michoacán (Silvano Aureoles), quien ha sido capaz, en días recientes,  de justificar y de condescender con delincuentes y asesinos. Tampoco los ricos  son necesariamente santos o ciudadanos ejemplares, como se sigue de las  presunciones de la izquierda mexicana. El haber asumido como doctrina la vulgaridad provinciana de su último mesías, le impide leer datos, analizarlos y obtener conclusiones lógicas. Al resto de nosotros nos ha paralizado una cultura política que desconoce y repudia a la esencia misma del Estado y de la democracia: el uso de su fuerza legítima en defensa de la legalidad. Tal vez nos gana un antiguo romanticismo justiciero, o el resentimiento tramposamente cultivado por excesos ocurridos muchas décadas atrás (1968). O pueden  ser también la desconfianza y el relativismo con respecto a la ley, sembrados desde épocas coloniales.

Poco ayudan la proverbial corrupción,  descrédito y desprestigio social de los cuerpos policiacos, hoy capturados por la delincuencia organizada. Es un juego de espejos: cerramos los ojos a la importancia de la legalidad y del uso de la fuerza legítima del Estado, por tanto, la hemos atomizado en 2,500 cuerpos miserables de policía municipal; festín para la los criminales. Increíble.  Los últimos baluartes: el Ejército, la Marina, y la Policía Federal son denostados, se exige su capitulación o retiro, o se les niega el marco jurídico necesario para su actuación emergente.  Sin cultura de legalidad, y sin otorgar legitimidad absoluta al uso de la fuerza contra quienes violan la ley por la razón que sea, nos persiguen la impunidad generalizada desde arriba hasta abajo, y la descomposición en las reservas morales de la sociedad.


Nueva York no cree en mitos. No predicó lugares comunes de corrección política, ni esperó estúpidamente a que desaparecieran la pobreza, la drogadicción y el desempleo. Abatió la criminalidad gracias a  una policía unificada, más numerosa, capacitada, fuerte y eficaz; y a una actividad policiaca disuasiva, inteligente y abrumadora,  focalizada a través de una estrategia geográfica bajo mandos directamente responsables, y escrutada por medio de datos duros.   Desde luego esto no soslaya la relevancia de políticas sociales para la prevención del delito, ni de la legalización de las drogas; sólo las precede.
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