Pueden hacerse conjeturas equivalentes en México. La criminalidad no varía ni en el tiempo ni en el espacio en función de la pobreza de municipios o entidades federativas, ni tampoco de acuerdo al desempleo. Los estados hechos girones por la delincuencia resulta que tienden a ser ricos y a ostentar niveles bajos de desempleo: Nuevo León, Tamaulipas, Coahuila, Sinaloa. La tierra caliente de Michoacán, madriguera de La Familia y de los Caballeros Templarios, no se caracteriza por una honda pobreza relativa. Algunos de los estados más pobres, como Chiapas, Yucatán y Oaxaca, han visto pasar sin mayores rasguños la invasión de la criminalidad. Los pobres y los desempleados no tienden a ser delincuentes, como pregona la izquierda en boca de su Gran Líder o de su candidato a gobernador de Michoacán (Silvano Aureoles), quien ha sido capaz, en días recientes, de justificar y de condescender con delincuentes y asesinos. Tampoco los ricos son necesariamente santos o ciudadanos ejemplares, como se sigue de las presunciones de la izquierda mexicana. El haber asumido como doctrina la vulgaridad provinciana de su último mesías, le impide leer datos, analizarlos y obtener conclusiones lógicas. Al resto de nosotros nos ha paralizado una cultura política que desconoce y repudia a la esencia misma del Estado y de la democracia: el uso de su fuerza legítima en defensa de la legalidad. Tal vez nos gana un antiguo romanticismo justiciero, o el resentimiento tramposamente cultivado por excesos ocurridos muchas décadas atrás (1968). O pueden ser también la desconfianza y el relativismo con respecto a la ley, sembrados desde épocas coloniales.
Poco ayudan la proverbial corrupción, descrédito y desprestigio social de los cuerpos policiacos, hoy capturados por la delincuencia organizada. Es un juego de espejos: cerramos los ojos a la importancia de la legalidad y del uso de la fuerza legítima del Estado, por tanto, la hemos atomizado en 2,500 cuerpos miserables de policía municipal; festín para la los criminales. Increíble. Los últimos baluartes: el Ejército, la Marina, y la Policía Federal son denostados, se exige su capitulación o retiro, o se les niega el marco jurídico necesario para su actuación emergente. Sin cultura de legalidad, y sin otorgar legitimidad absoluta al uso de la fuerza contra quienes violan la ley por la razón que sea, nos persiguen la impunidad generalizada desde arriba hasta abajo, y la descomposición en las reservas morales de la sociedad.
Nueva York no cree en mitos. No predicó lugares comunes de corrección política, ni esperó estúpidamente a que desaparecieran la pobreza, la drogadicción y el desempleo. Abatió la criminalidad gracias a una policía unificada, más numerosa, capacitada, fuerte y eficaz; y a una actividad policiaca disuasiva, inteligente y abrumadora, focalizada a través de una estrategia geográfica bajo mandos directamente responsables, y escrutada por medio de datos duros. Desde luego esto no soslaya la relevancia de políticas sociales para la prevención del delito, ni de la legalización de las drogas; sólo las precede.