lynx   »   [go: up one dir, main page]

Skip to main content

Full text of "Los raros"

See other formats


THE  LIBRARY  OF  THE 

UNIVERSITY  OF 

NORTH  CAROLINA 

AT  CHAPEL  HILL 


EJVDOWED  BY  THE 

DIALECTIC  AND  PHILANTHROPIC 

SOCIETIES 


PQ7319 
.D3 
1917 
v,6,c.2 


This  book  is  due  at  the  WALTER  R.  DAVIS  LIBRARY  on 
the  last  date  stamped  under  "Date  Due."  If  not  on  hold  it 
may  be  renewed  by  bringing  it  to  the  library. 


DATE 
DUE 


RET. 


=-mt- 


SEP  i  2 


'^í^Tiífeii^v'.'j^r^ 


1998r 


KU'a 


r: 


DATE 
DUE 


RET. 


Í-OS  RAROS 


Rubén  Darío 


Digitized  by  the  Internet  Archive 

in  2011  with  funding  from 

University  of  North  Carolina  at  Chapel  Hill 


http://www.archive.org/details/losraros06daro 


PRÓLOGO 

Fuera  de  las  notas  sobre  Mauclair  y  Adam,  todo 
lo  contenido  én  este  libro  fué  escrito  hace  doce  años, 
en  Buenos  Aires,  cuando  en  Francia  estaba  el  simbo- 
lismo en  pleno  desarrollo.  Me  tocó  dar  a  conocer  en 
América  ese  movimiento,  y  por  ello^ypor  mis  versos 
de  entonces,  fui  atacado  y  calificado  con  la  inevitable 
palabra  <decadente...^  Todo  eso  ha  pasado— como 
mi  fresca  juventud. 

Hay  en  estas  páginas  mucho  entusiasmo,  admira^ 
ción  sincera,  mucha  lectura  y  no  poca  buena  intención. 
En  la  evolución  natural  de  mi  pensamiento,  el  fondo 
ha  quedado  siempre  el  mismo.  Confesaré,  no  obstante, 
que  me  he  acercado  a  algunos  de  mis  ídolos  de  anta- 
ño  y  he  reconocido  más  de  un  engaño  de  mi  manera 
de  percibir. 


Restan  la  misma  pasión  de  arte,  el  mismo  recono- 
cimiento de  las  jerarquías  intelectuales,  el  mismo 
desdén  de  lo  xndgar  y  la  misma  religión  de  belleza. 
Pero  una  razón  autumnal  ha  sucedido  a  las  explosio- 
nes de  la  primavera. 

Rubén   Darío. 
París,  Enero  de  J90J. 


EL  ARTE  EN  SILENCIO 


o  se  ha  hecho  mucho  comentario  sobre 
VArt  en  stlence,  de  Camilo  Mauclair,  co- 
mo era  natural.  ¡El  "Arte  en  silencio",  en 
el  país  del  ruido!,  así  debía  ser.  Y  pocos 
libros  más  llenos  de  bien,  más  hermosos  y 
más  nobles  que  éste,  fruto  de  joven,  im- 
pregnado de  un  perfume  de  cordura  y  de  un  sabor  de  si- 
glos. AI  leerle,  he  aquí  ei  espectáculo  que  se  ha  pre- 
sentado a  mi  imaginación:  un  campo  inmenso  y  prepa- 
rado para  la  labor;  un  día  en  su  más  bello  instante,  y  un 
labrador  matinal  que  empuja  fuertemente  su  arado,  orgu- 
lloso de  que  su  virtud  triptolémica  trae  consigo  la  segu- 
ridad de  la  hora  de  paz  y  de  fecundidad  de  mañana.  En 
la  confusión  de  tentativas,  en  la  lucha  de  tendencias,  entre 
los  juglarismos  de  mal  convencidos  apóstoles  y  la  imita- 
ción de  titubeantes  sectarios,  la  voz  de  este  digno  traba- 
jador, de  este  sincero  intelectual,  en  el  absoluto  sentido 
del  vocablo,  es  de  una  transcendental  vibración.  No  pue- 
de haber  profesión  de  fe  más  transparente,  más  noble  y 
más  generosa. 

*Creo  en  la  vanidad  de  las  prerrogativas  sociales  de 
mi  profesión  y  del  talento  por  sí  mismo.  Creo  en  la  mi- 


R V      B     jE N  DARÍO 

sión  difícil,  agotadora  y  casi  siempre  ingrata  del  hombre 
de  letras,  del  artista,  del  circulador  de  ideas;  creo  que  el 
hombre  que,  en  nombre  del  talento  que  Dios  le  ha  pres- 
tado, descuida  su  carácter  y  se  juzga  exonerado  de  los 
deberes  urgentes  de  la  existencia  humana,  desobedece  a 
la  humanidad  y  es  castigado.  Creo  en  la  aceptación  de  to- 
dos los  deberes  por  la  ayuda  de  la  caridad  y  del  orgullo; 
creo  en  el  individualismo  artístico  y  social.  Creo  que  el 
arte,  ese  silencioso  apostolado,  esa  bella  penitencia  esco- 
gida por  algunos  seres  cuyos  cuerpos  les  fatigan  e  impi- 
den más  que  a  otros  encontrar  lo  infinito,  es  una  obliga- 
ción de  honor  que  es  necesario  llenar,  con  la  más  seria, 
la  más  circunspecta  probidad;  que  hay  buenos  o  malos 
artistas,  pero  que  no  tenemos  que  juzgar  sino  a  los  men- 
tirosos, y  los  sinceros  serán  premiados  en  el  altísimo 
cielo  de  la  paz,  en  tanto  que  los  brillantes,  los  satisfechos, 
los  mentirosos,  serán  castigados.  Creo  todo  eso,  porque 
ya  he  visto  pruebas  alrededor  mfo,  y  porque  he  sentido 
la  verdad  en  raí  mismo,  después  de  haber  escrito  varios 
libros,  no  sin  sinceridad  ni  trabajo,  pero  con  la  confianza 
precipitada  de  la  juventud.** 

En  efecto:  ¿quiénes  habrían  podido  prever,  en  el  autor 
de  tantas  páginas  de  ensueños — "corona  de  claridad**  o 
"sonatitas  de  otoño" — este  rumbo  hacia  un  ideal  de  mo- 
ral absoluta,  en  las  regiones  verdaderamente  intelectuales 
donde  no  hay  ninguna  necesidad  de  hacer  ruido  para  ser 
escuchado?  El  ha  agrupado  en  este  sano  volumen  a  varios 
artistas  aislados,  cuya  existencia  y  cuya  obra  pueden  ser- 
vir de  estimulantes  ejemplos  en  la  lucha  de  las  ideas  y 
de  las  aspiraciones  mentales.  Mallarnié,  Edgar  Poe,  Flau- 
bert,  Rodenbach,  Puvis  de  Chavannes  y  Rops,  entre  los 
muertos,  y  señaladas  y  activas  energías  jóvenes.  Antes, 
conocidos  son  sus  ensayos  magistrales,  de  tan  sagaz  ideo- 
logía, sobre  Jules  Laforgue  y  Auguste  Rodin. 

Cada  día  se  afirma  con  mayor  brillo  la  gloria  ya  sin 
sombras  de  Edgar  Poe,  desde  su  prestigiosa  introduc- 
ción por  Baudelaire,  coronada  luego  por  el  espíritu  trans- 
cendentalmente  comprensivo  y  seductor  de  Stcphane 
Mallarmé.  Mas  entre  lo  mucho  que  se  ha  escrito  respecto 

10 


L        O S  R A^_     R O^ S 

al  desgraciado  poeta  norteamericano,  muy  poco  llegará  a 
la  profundidad  y  belleza  que  se  contienen  en  el  ensayo 
de  Mauclair.  Es  un  bienhechor  capítulo  sobre  la  psicolo- 
gía de  la  desventura,  que  producirá  en  ciertas  almas  el 
bien  de  una  medicina,  la  sensación  de  una  onda  cordial  y 
vigorizante.  Luego,  el  espíritu  penetrante  y  buscador 
hace  ver  con  luz  nueva  la  ideología  poeana,  y  muchos 
puntos  que  antes  pudieran  aparecer  velados  u  obscuros, 
se  ven  en  una  dulce  semiluz  de  afección  que  despide  la 
elevada  y  pura  estética  del  comentarista. 

Una  de  las  principales  bondades  es  la  de  borrarla  ne- 
gra aureola  de  hermosura  un  tanto  macabra  que  las  dis- 
tulpas de  la  bohemia  han  querido  hacer  aparecer  a'rede 
dor  de  la  frente  del  gran  yanqui.  En  este  caso,  como  en 
otros,  como  en  el  de  Musset,  como  en  el  de  Verlaine,  por 
ejemplo,  el  vicio  es  malignamente  ocasional,  es  el  com- 
plemento de  la  fatal  desventura.  El  genio  original,  libre 
del  alcohol  u  otro  variativo  semejante,  se  desenvolvería 
siempre,  siendo  en  esa  virtud  sus  floraciones  libres  de 
obscuridades  y  trágicas  miserias.  En  resumen,  Poe  queda 
para  el  ensayista,  "sin  imitadores  y  sin  antecesores,  un 
fenómeno  literario  y  mental,  germinado  espontánea- 
mente en  una  tierra  ingrata,  místico  purificado  por  ese 
dolor  del  que  ha  dado  la  inolvidable  transposición,  levan- 
tado en  ultramar,  entre  Emerson  misericordioso  y  Whit- 
man  profético,  como  un  interrogador  del  porvenir." 

De  Flaubert — ese  vasto  espectáculo  —  presenta  una 
nueva  perspectiva.  La  suma  de  razonamientos  nos  con- 
duce a  este  resultado:  ''Flaubert  no  tiene  de  realista  sino 
la  apariencia,  de  artista  impasible  la  apariencia,  de  ro- 
mántico la  apariencia.  Idealista,  cristiano  y  lírico,  he  ahí 
sus  rasgos  ensenciales."  Y  las  demostraciones  son  lleva- 
das por  medio  de  la  amable  e  irresistible  lógica  de  Mau- 
clair, que  nos  presenta  la  figura  soberbia  del  "buen  gi- 
gante", por  ese  aspecto  que  permanece  ya  definitivo.  Es 
también  de  un  fin  reconfortante,  por  el  ejemplo  de  volun- 
tad 5'  de  sufrimientos,  en  la  pasión  invencible  de  las  le- 
tras, la  enfermedad  de  la  forma,  soportada  por  otros  do- 
nes de  fortaleza  y  de  método. 


RUBÉN  DARÍO 

Sobre  Mallarmé  la  lección  es  todavía  de  una  virtud 
que  concreta  una  moral  superior.  ¿Acaso  no  va  ya  desta- 
cándose en  toda  su  altura  y  hermosura  ese  poeta  a  quien 
la  vida  no  consentía  el  triunfo,  y  hoy  baña  la  gloria,  "el 
sol  de  los  muertos",  con  su  dorada  luz? 

La  simbólica  representación  está  en  la  gráfica  idea  de 
Felician  Rops:  el  arpa  ascendente,  a  la  cual  tienden  en 
el  éter  innumerables  manos  de  lo  invisible.  La  honorabi- 
lidad artística,  el  carácter  en  lo  ideal,  la  santidad,  si  posi- 
ble es  decir,  del  sacerdocio,  o  misión  de  belleza,  facultad 
inaudita  que  halló  su  singular  representación  en  el  mara- 
villoso maestro,  que  a  través  del  silencio  fué  hacia  la  in- 
mortalidad. Una  frase  de  Mme.  Perier  en  su  Vtda  de 
Pascal,  sirve  de  epígrafe  al  ensayo  afectuoso,  admirable 
y  admirativo,  justo,  consagrado  al  doctor  de  misterio: 
"Nous  n'avons  su  toutes  ees  choses  qu'aprés  sa  morte*. 

La  estética  mallarmeana  por  esta  vez  ha  encontrado  un 
opositor  que  se  aleje  de  las  fáciles  tentativas  de  un  Wi- 
sewa,  de  las  exégesis  divertidas  de  varios  teorizantes, 
como  de  las  blindadas  oposiciones  de  la  retórica  escolar, 
o  lo  que  es  peor,  junto  a  la  burda  risa  de  una  enemistad 
que  no  razona,  la  embrolladora  disertación  de  más  de  un 
pseudo-discípulo. 

Las  páginas  dedicadas  a  Rodenbach,  con  quien  la  ju- 
ventud le  une  más  cercanamente,  en  una  afección  artís- 
tica fraternal,  mitigan  su  tristeza  en  la  afirmación  de  un 
generoso  y  sereno  carácter,  de  una  vida  como  autumnal, 
iluminados  crepuscularraente  de  poesía  y  de  gracia  inte- 
rior. "Le  hemos  conocido  irónico,  entusiasta,  espiritual  y 
nervioso;  pero  era,  ante  todo,  un  meiacólico,  aun  en  la 
sonrisa.  Le  sentíamos  menos  extraño  por  su  voz  y  ciertos 
signos  exteriores,  que  lejano  por  una  singular  facultad 
de  reserva.  Ese  cordial  era  aislado  de  alma.  Había  en  esa 
faz  rubia  y  fina,  en  esa  boca  fina,  en  esos  ojos  atrayentes, 
una  languidez  y  un  fatalismo  que  no  dejaban  de  extra- 
ñar. Es  feliz,  pensábamos;  y,  sin  embargo,  ¿qué  tiene? 
Tenía  el  gusto  atento  y  la  comprensión  de  la  muerte.  Se 
detenía  en  el  dintel  de  la  existencia,  y  no  entraba,  y  desde 
ese  dintel  nos  miraba  a  todos  con  una  tristeza  profunda- 

12 


LOS RAROS 

mente  delicada.  Ha  vuelto  a  tomar  el  camino  eterno:  era 
un  transeúnte  encantador  que  no  ha  dicho  todo  su  pensa- 
miento en  este  mundo.  Estaba  "hanté"  por  su  misticismo 
minucioso  y  extraño,  evocaba  todo  lo  que  está  difunto, 
recogido,  purificado  por  la  inmóvil  palidez  de  los  reposos 
seculares.  Llevaba  por  todas  partes  su  claustro  interior, 
y  si  ha  deseado  ser  enterrado  en  esa  Bruges  que  amó 
tanto,  puede  decirse  que  su  alma  estaba  dormida  ya  en  la 
pacifica  belleza  de  una  muerte  harmoniosa.**  Decid  si  no 
es  este  camafeo  de  un  encanto  sutil  y  revelador,  y  si  no 
se  ve  a  su  través  el  alma  melancólica  del  malogrado  ani- 
mador de  "Bruges  la  muerta".  Estos  párrafos  de  Mau- 
clair  son  comparables,  como  retrato,  en  la  transposición 
de  la  pintura  a  la  prosa,  al  admirable  pastel  en  que  per- 
petúa la  triste  faz  del  desaparecido,  el  talento  compren- 
sivo de  Levy  Dhurmer. 

Algunos  vivos  son  también  presentados  y  estudiados, 
y  entre  ellos  uno  que  representa  bien  la  fuerza,  la  clari- 
dad, la  tradición  del  espíritu  francés,  del  alma  francesa, 
el  talento  más  vigoroso  de  los  actuales  escritores  de 
este  país. 

He  nombrado  a  Paul  Adam.  Así  sobre  Elemir  Bourges, 
de  obra  poco  resonante,  pero  muy  estimado  por  los  inte- 
lectuales, consagra  algunas  notas,  como  sobre  León 
Daudet. 

La  parte  que  denomina  "El  crepúsculo  de  las  técnicas" 
debía  traducirse  a  todos  los  idiomas  y  ser  conocida  por  la 
juventud  litei  aria  que  en  todos  los  países  busca  una  vía, 
y  mira  la  cultura  de  Francia  y  el  pensamiento  francés 
como  guías  y  modelos.  Es  la  historia  del  simbolismo, 
escrita  con  toda  sinceridad  y  con  toda  verdad;  y  de  ella 
se  desprenden  útilísimas  lecciones,  enseñanzas  cuyo  pro- 
vecho es  inmediato,  así  el  estudio  sobre  el  sentimentalis- 
mo literario,  en  que  el  alma  de  nuestro  siglo  está  anali- 
zada con  penetración  y  cordura  a  la  luz  de  una  filosofía 
amplia  y  generosa,  poco  conocida  en  estos  tiempos  de 
egotismos  superhombríos  y  otras  nieztschedades.  No  sa- 
bría alabar  suficientemente  los  capítulos  sobre  arte,  y  el 
homenaje  a  altos  artistas— artistas  en  silencio — como 


RUBÉN 


D 


R 


O 


Puvis  y  Felician  Rops,  Gustave  Moreau  y  Besnard,  así 
como  los  fragmentos  de  otros  estudios  y  ensayos  que  ayu- 
dan en  el  volumen  a  la  comprensión,  al  peso  y,  para  de- 
cirlo con  mi  sentimiento,  a  la  simpatía  que  se  ezperimenta 
por  un  sincero,  por  un  laborioso,  por  un  verdadero  y 
grande  expositor  de  saludables  ideas,  que  es  al  propio 
tiempo,  él  también,  un  señalado,  uno  que  ha  hallado  su 
rumbo  cierto,  y  como  él  gustará  que  se  le  llame  un  artista 
silencioso. 


14 


í 


Edgar  Allan  Poe 


EDGAR  ALLAN  POE 


)N  una  mañana  fría  y  húmeda  llegué  por  pri- 
mera vez  al  inmenso  país  de  los  Estados 
Unidos.  Iba  el  "steamer"  despacio,  y  la  sire- 
na aullaba  roncamente  por  temor  de  un  cho- 
que. Quedaba  atrás  Fire  Island  con  su  erecto 
faro;  estábamos  frente  a  Sandy  Hook.  de 
donde  nos  salió  al  paso  el  barco  de  sanidad.  El  ladrante 
slang  yanqui  sonaba  períodos  partes,  bajo  el  pabellón  de 
bandas  y  estrellas.  El  viento  frío,  los  pitos  arromadiza- 
dos, el  humo  de  las  chimeneas,  el  moviriienio  de  Ins  má- 
quinas, las  mismas  ondas  ventrudas  de  aquel  mar  esta- 
ñado, el  vapor  que  caminaba  rumbo  a  la  gran  bahía,  todo 
decía:  "aüright".  Entre  las  brumas  se  divisaban  islas  y 
barcos  Longisland  desarrollaba  la  inmensa  cinta  de  sus 
costas,  y  Staten  Island,  como  en  el  marco  de  una  viñeta, 
se  presentaba  en  su  hermosura,  tentando  al  lápiz,  ya  que 
no,  por  ía  falta  de  sol,  la  máquina  fotográñca.  Sobre  cu- 
bierta se  sgrup^an  ios  pasajeros:  el  comerciante  de  gruesa 
panza,  congestionado  como  un  pavo,  con  encorvadas 
■arices  israelitas;  el  clergyKüan  huesoso,  efjiu»dadc  en  su 

2  17 


RUBÉN  DARÍO 


largo  levitón  negro,  cubierto  con  su  ancho  sombrero  de 
fieltro,  y  en  la  mano  una  pequeña  Biblia;  la  muchacha  que 
usa  gorra  de  jockey  y  que  durante  toda  la  travesía  ha  can- 
tado con  voz  fonográfica,  al  son  de  un  banjo;  el  joven 
robusto,  lampiño  como  un  bebé,  y  que,  aficionado  al 
box,  tiene  los  puños  de  tal  modo,  que  bien  pudiera  des- 
quijar un  rinoceronte  de  un  solo  impulso...  En  los  Nar- 
rows  se  alcanza  a  ver  la  tierra  pintoresca  y  florida,  las 
fortalezas.  Luego,  levantando  sobre  su  cabeza  la  antor- 
cha simbólica,  queda  a  un  lado  la  gigantesca  Madona  de 
la  Libertad,  que  tiene  por  peana  un  islote.  De  mi  alma 
brota  entonces  la  salutación:  "A  ti,  prolífica,  enorme,  do- 
minadora. A  ti,  Nuestra  Señora  de  la  Libertad.  A  ti,  cu- 
yas mamas  de  bronce  alimentan  un  sinnúmero  de  al- 
mas y  corazones.  A  ti  que  te  alzas  solitaria  y  magnífica 
sobre  tu  isla,  levantando  la  divina  antorcha.  Yo  te  sa- 
ludo al  paso  de  mi  ''steamer",  prosternándome  delante 
de  tu  majestad.  ¡Ave:  Good  mnrning!  Yo  sé,  divino  icono, 
oh  magna  estatua,  que  tu  solo  nombre,  el  de  la  ex- 
celsa beldad  que  encarnas,  ha  hecho  brotar  estrellas  so- 
bre el  mundo,  a  la  manera  de\Jiot  del  Señor.  Allí  están 
entre  todas,  brillantes  sobre  las  listas  de  la  bandera,  las 
que  iluminan  el  vuelo  del  águila  de  América,  de  esta  tu 
América  formidable,  de  ojos  azules.  Ave,  Libertad,  llena 
de  fueiza;  el  Señor  es  contigo:  bendita  tú  eres.  Pero  ¿sa- 
bes? se  te  ha  herido  mucho  por  el  mundo,  divinidad, 
manchando  tu  esplendor.  Anda  en  la  tierra  otra  que  ha 
usurpado  tu  nombre,  y  que,  en  vez  de  la  antorcha,  lleva 
la  tea.  Aquélla  no  es  la  Diana  sagrada  de  las  incompara- 
bles flechas:  es  Hécate." 

Hecha  mi  salutación,  mi  vista  contempla  la  masa  enor- 
me que  está  al  frente,  aquella  tierra  coronada  de  torres, 
aquella  región  de  donde  casi  sentís  que  viene  un  soplo 
subyugador  y  terrible:  Manhattan,  la  isla  de  hierro,  New 
Yoik,  la  sanguínea,  la  ciclópea,  la  monstruosa,  la  tormen- 
tosa, la  irresistible  capital  del  cheque.  Rodeada  de  islas 
menores,  tiene  cerca  a  Jersey,  y  agarrada  a  Brookiin  con 
la  uña  enorme  del  puente;  Brookiin,  que  tiene  sobre  el 
palpitante  pecho  de  acero  un  ramillete  de  campanarios. 

18 


LOS RAROS 

Se  cree  oir  la  voz  de  New  York,  el  eco  de  un  vasto  so- 
liloquio de  cifras.  ¡Cuan  distinta  de  la  voz  de  París,  cuan- 
do uno  cree  escucharla,  al  acercarse,  halagadora  como 
una  canción  de  amor,  de  poesía  y  de  juventud!  Sobre  el 
suelo  de  Manhattan  parece  que  va  a  verse  surgir  de  pron- 
to un  colosal  Tío  Samuel,  que  llama  a  los  pueblos  todos 
a  un  inaudito  remate,  y  que  el  martillo  del  rematador  cae 
sobre  cúpulas  y  techumbres  produciendo  un  ensordece- 
dor trueno  metálico.  Antes  de  entrar  al  corazón  del  mons- 
truo, recuerdo  la  ciudad  que  vio  en  el  poema  bárbaro  el 
vidente  Thogorma: 

Thogorma  dans  ses  yeux  vit  monter  des  murailles 
De  fer  dont  s'enroulaient  des  spirales  des  tours 
£t  des  palais  cerclés  d^airain  sur  des  blocs  lourds; 
Ruche  enorme,  gékenne  aux  lúgubres  entrailles 
Oü  s'engouffraient  les  Forts,  princes  des  anciens  jours. 

Semejantes  a  los  Fuertes  de  los  días  antiguos,  viven 
en  sus  torres  de  piedra,  de  hierro  y  de  cristal,  los  hom- 
bres de  Manhattan. 

En  su  fabulosa  Babel,  gritan,  mugen,  resuenan,  bra- 
man, conmueven  la  Bolsa,  ¡a  locomotora,  la  fragua,  el 
banco,  la  imprenta,  el  dock  y  la  urna  electoral.  El  edificio 
Produce  Exchange  entre  sus  muros  de  hierro  y  granito 
reúne  tantas  almas  cuantas  hacen  un  pueblo...  He  allí 
Broadway.  Se  experimenta  casi  una  impresión  dolorosa; 
sentís  el  dominio  del  vértigo.  Por  un  gran  canal  cuyos 
lados  los  forman  casas  monumentales  que  ostentan  sus 
cien  ojos  de  vidrios  y  sus  tatuajes  de  rótulos,  pasa  un  río 
caudaloso,  confuso,  de  comerciantes,  corredores,  caballos, 
tranvías,  ómnibus,  hombres-sandwichs  vestidos  de  anun- 
cios, y  m*jjeres  bellísimas.  Abarcando  con  la  vista  la  in- 
mensa arteria  en  su  hervor  continuo,  llega  a  sentirse  la 
angustia  de  ciertas  pesadillas.  Reina  la  vida  del  hormi- 
guero: un  hormiguero  de  percherones  gigantescos,  de 
carros  monstruosos,  de  toda  clase  de  vehículos.  Ei  ven- 
dedor de  periódicos,  rosado  y  risueño,  salta  como  un  go- 
rrión, de  tranvía  en  tranvía,  y  grita  al  pasajero:  «jintanr» 

1# 


RUBÉN  DARÍO 

sooonv/oood!>,  lo  que  quiere  decirsi  gustáis  comprar  cual- 
quiera  de  e&os  tres  diarios:  el  Evcning  Telegram,  el  Sun 
o  el  World,  El  ruido  es  mareador  y  se  siente  en  el  aire 
una  trepiidación  incesante;  el  repiqueteo  de  los  cascos,  el 
vuelo  sonoro  de  las  ruedas,  parece  a  cada  instante  aumen- 
tarse. Temeríase  a  cada  momento  un  choque,  un  fracaso, 
si  no  se  conociese  que  este  inmenso  río  que  corre  con 
una  fuerza  de  alud  lleva  en  sus  ondas  la  exactitud  de  una 
máquina.  En  lo  más  intrincado  de  la  muchedumbre,  en  lo 
más  convulsivo  y  crespo  de  la  ola  de  movimiento,  sucede 
que  una  lady  anciana,  bajo  su  capota  negra,  o  una  raiss 
rubia,  o  una  nodriza  con  su  bebé,  quiere  pasar  de  una 
acera  a  otra.  Un  corpulento  policeman  alza  la  mano;  de- 
tiénese  el  torrente;  pasa  la  dama;  <¡all  right!» 

"Esos  cíclopes...",  dice  Groussac;  "esos  feroces  caliba' 
nes...",  escribe  Peladan.  ¿Tuvo  razón  el  raro  Sar  al  llamar 
así  a  estos  hombres  de  la  América  del  Norte?  Calibán 
reina  en  la  isla  de  Manhattan,  en  San  Francisco,  en  Bos- 
ton, en  Washington,  en  todo  el  país.  Ha  conseguido  esta- 
blecer el  imperio  de  la  materia  desde  su  estado  misterioso 
con  Edison  hasta  'a  apoteosis  del  puerco,  en  esa  abruma- 
dora ciudad  de  Chicago.  Calibán  se  satura  de  «whisky», 
como  en  el  drama  de  Shakespeare  de  vino;  se  desarrolla 
y  crece;  y  sin  ser  esclavo  de  ningún  Próspero,  ni  martiri- 
zado por  ningún  genio  del  aire,  engorda  y  se  multiplica; 
su  nombre  es  Legión.  Por  voluntad  de  Dios  suele  brotar 
de  entre  esos  poderosos  monstruos  algún  ser  de  superior 
naturaleza  que  tiende  las  alas  a  la  eterna  Miranda  de  lo 
ideal.  Entonces,  Calibán  mueve  contra  él  a  Sicorax,  y  se 
le  destierra  o  se  le  mata.  Esto  vio  el  mundo  con  Edgar 
Alian  Poe,  el  cisne  desdichado  que  mejor  ha  conocido  el 
ensueño  y  la  muerte. . 

¿Por  qué  vino  tu  imagen  a  mi  memoria,  Stella,  Alma, 
dulce  reina  mía,  tan  presto  ida  para  siempre,  el  día  en 
que,  después  de  recorrer  el  hirviente  Broadway,  me  puse 
a  leer  los  versos  de  Poe,  cuyo  nombre  de  Edgar,  armo- 
nioso y  legendario,  encierra  tan  vaga  y  triste  poesía,  y  he 
visto  desfilar  la  procesión  de  sus  castas  enamoradas  a 
través  del  polvo  de  plata  de  un  místico  ensueño?  Es  por- 

20 


L        OS RAROS 

que  tú  eres  hermana  de  las  liliales  vírgenes  cantadas  en 
brumosa  lengua  inglei;a  por  el  soñador  infeliz,  príncipe 
de  los  poetas  malditos.  Tú  como  eilas  eres  llama  del  infi- 
nito amor.  Frente  al  balcón,  vestido  de  rosas  blancas,  por 
donde  en  el  Paraíso  asoma  íu  faz  de  generosos  y  profun- 
dos ojos,  pasan  tus  hermanas  y  te  saludan  con  una  son- 
risa, en  !a  maravilla  de  tu  virtud,  joh  mi  ángel  consolador, 
oh  mi  esposa!  La  primera  que  pasa  es  Irene,  la  dama 
brillante  de  palidez  extraña,  venida  de  aiiá,  de  los  mares 
lejanos;  la  segunda  es  Eulalia,  la  dulce  Eulalia,  de  cabe- 
llos d<e  oro  y  ojos  de  violeta,  que  dirige  al  cielo  su  mirada; 
la  tercera  es  Leonora,  llamada  así  por  los  ángeles,  joven 
y  radiosa  en  el  Edén  distante;  la  otra  es  Francés,  la  ama- 
da que  calma  las  penas  con  su  recuerdo;  la  otra  es  Ula- 
lume,  cuya  sombra  yerra  en  la  nebulosa  región  de  Weir, 
cerca  d.;l  sombrío  lago  de  Auber;  la  otra  Helen,  la  que 
fué  vista  por  la  primera  vez  a  la  luz  de  perla  de  la  luna; 
la  otra,  Annie,  la  de  los  ósculos  y  las  caricias  y  oraciones 
por  el  adorado;  la  otra,  Annabel  Lee,  que  amó  con  un 
amor  envidia  de  los  serafines  del  cielo;  la  otra,  Isabel,  la 
de  los  amantes  coloquios  en  la  claridad  lunar;  Ligeia,  en 
fin,  meditabunda,  envuelta  en  un  velo  de  extraterrestre 
esplendor...  Ellas  son,  candido  coro  de  ideales  oceánidas, 
quienes  consuelan  y  enjugan  la  frente  al  lírico  Prometeo 
amarrado  a  la  montaña  Yaiikee,  cuyo  cuervo,  más  cruel 
aún  que  el  buitre  esquiliano,  sentado  sobre  el  busto  de 
Palas,  tortura  el  corazón  del  desdichado,  apuñalándole 
con  la  nr^onótona  palabra  de  la  desesperanza.  Así  tú  para 
mi.  En  medio  de  los  martirios  de  la  vida,  me  refrescas  y 
alientas  con  el  aire  de  tus  alas,  porque  si  partiste  en  tu 
forma  humana  al  viaje  sin  retorno,  siento  la  venida  de  tu 
ser  inmortal,  cuando  las  fuerzas  me  faltan  o  cuando  el  do- 
lor tiende  hacia  mí  el  negro  arco.  Entonces,  Alma,  Stella, 
oigo  sonar  cerca  de  mí  el  oro  invisible  de  tu  escudo  an- 
gélico. Tu  nombre  luminoso  y  simbólico  surge  en  el  cielo 
de  mis  noches  como  un  incomparable  guía,  y  por  tu  clari» 
dad  inefable  llevo  el  incienso  y  la  mirra  a  la  cuna  de  la 
eterna  Esperanza. 

21 


RUBÉN  DAR 


L— El  hombre 

La  influencia  de  Poe  en  el  arte  universal  ha  sido  sufi- 
cientemente honda  y  transcendente  para  que  su  nombre 
y  su  obra  no  sean  a  la  continua  recordados.  Desde  su 
muerte  acá,  no  hay  «ño  casi  en  que,  ya  en  el  libro  o  en  la 
revista,  no  se  ocupen  del  excelso  poeta  americano  críti- 
cos, ensayistas  y  poetas.  La  obra  de  Ingram  iluminó  la 
vida  del  hombre;  nada  puede  aumentar  la  gloria  del  soña- 
dor maravilloso.  Por  cierto  que  la  publicación  de  aquel 
libro  cuya  traducción  a  nuestra  lengua  hay  que  agradecer 
al  señor  Mayer,  estaba  destinada  al  grueso  público. 

¿Es  que  en  el  número  de  los  escogidos,  de  los  aristó- 
cratas del  espíritu,  no  estaba  ya  pesado  en  su  propio  va- 
lor el  odioso  fárrago  del  canino  Griswold?  La  infame 
autopsia  moral  que  se  hizo  del  ilustre  difunto  debía  tener 
esa  bella  protesta.  Ha  de  ver  ya  el  mundo  libre  de  man- 
cha al  cisne  inmaculado. 

Poe,  como  un  Ariel  hecho  hombre,  diríase  que  ha  pa- 
sado su  vida  bajo  el  fletante  influjo  de  un  extraño  miste- 
rio. Nacido  en  un  país  de  vida  práctica  y  material,  la  in- 
fluencia del  medio  obra  en  él  ai  contrario.  De  un  país  de 
cálculo  brota  imaginación  tan  estupenda.  El  don  mitológi- 
co parece  nacer  en  él  por  lejano  atavismo  y  vese  en  su 
poesía  un  claro  rayo  del  país  de  sol  y  azul  en  que  nacieron 
sus  antepasados.  Renace  en  él  el  alma  caballeresca  de  los 
Le  Poer  alabados  en  las  crónicas  de  Generaldo  Gambre- 
sio.  Amoldo  Le  Poer  lanza  en  la  Irlanda  de  1327  este 
terrible  insulto  al  caballero  Mauricio  de  Desmond:  "Sois 
un  rimador".  Por  lo  cual  se  empuñan  las  espadas  y  ss 
traba  una  riña  que  es  el  prólogo  de  guerra  sangrienta. 
Cinco  siglos  después^  un  descendiente  del  provocativo 
Amoldo  glorificará  a  su  raza,  erigiendo  sobre  el  rico  pe- 
destal de  la  lengua  inglesa,  y  en  un  nuevo  mundo,  el  pa- 
lacio de  oro  de  sus  rimas. 

El  noble  abolengo  de  Poe,  ciertamente,  no  interesa  sino 
a  "aquellos  que  tienen  gusto  de  averiguar  los  efectos  pro- 
ducidos por  el  país  y  el  linaje  en  las  peculiaridades  men- 

22 


os  RABO 


tales  y  constitucionales  de  los  hombres  de  genio",  según 
las  palabras  de  la  noble  señoia  Whitmavi.  Por  lo  demás, 
es  él  quien  hoy  da  valer  y  honra  a  todos  los  pastores  pro- 
testantes, tenderos,  rentistas  o  mercachifles  que  lleven  su 
apellido  en  la  tierra  del  honorable  padre  de  su  patria, 
Jorge  Washington. 

Sábese  que  en  el  linaje  de)  poeta  hubo  un  bravo  sir 
Rogerio  que  batalló  en  compañía  de  Strongbow;  un  osado 
sir  Amoldo,  que  defendió  a  una  lady  acusada  de  bruja; 
una  mujer  heroica  y  viril,  la  célebre  "condesa"  del  tiempo 
de  CromweII;  y  pasando  sobre  enredos  genealógicos  an- 
tiguos, un  general  de  ios  Estados  Unidos,  su  abuelo.  Des- 
pués de  todo,  ese  ser  trágico,  de  historia  tan  extraña  y 
romanesca,  dio  su  primer  vagido  entre  las  coronas  mar- 
chitas de  una  comedianta,  la  cual  le  dio  vida  bajo  el  im- 
perio del  más  ardiente  amor.  La  pobre  artista  había  que- 
dado huérfana  desde  muy  tierna  edad.  Amaba  el  teatro, 
era  inteligente  y  bella,  y  de  esa  dulce  gracia  nació  el  pá- 
lido y  melancólico  visionario  que  dio  al  arte  un  mundo 
nuevo. 

Poe  nació  con  el  envidiable  don  de  la  bell  ^za  corporal. 
De  todos  los  retratos  que  he  visto  suyos,  ninguno  da  idea 
de  aquella  especia!  hermosura  que  en  descripciones  han 
dejado  muchas  de  las  personas  que  le  conocieron.  No  hay 
duda  que  en  toda  la  iconografía  poeana,  el  retrato  que 
debe  representarle  mejor  es  el  que  sirvió  a  Mr.  Clarke 
para  publicar  un  grabado  que  copiaba  al  poeta  en  el  tiem- 
po en  que  éste  trabajaba  en  la  empresa  de  aquel  caballe- 
ro. El  mismo  Clarke  protestó  contra  los  falsoi  retratos 
de  Pue  que  después  de  su  muerte  se  publicaron.  Si  no 
tanto  como  los  que  calumniaron  su  hermosa  alma  poéti- 
ca, los  que  desfiguran  la  belleza  de  su  rostro  son  dignos 
déla  más  justa  censura.  De  todos  los  retratos  que  han 
llegado  a  mis  manos,  los  que  más  me  han  llamado  la 
atención  son  el  de  Chiffart,  publicado  en  la  edición  ilus- 
trada de  Qaantín,  de  los  Cuentos  extraordinarios,  y  el 
grabado  por  R.  Loncup  para  la  traducción  del  libro  de 
Ingram  por  Mayer.  En  ambos,  Poe  ha  llegado  ya  a  la  edad 
madura.  No  es  por  cierto  aquel  gallardo  jovencito  sensi- 

23 


RUBÉN  parí O 

tivo  que  al  conocer  a  Elena  Staneand,  quedó  trémulo  y 
sin  voz,  como  e!.  Dante  de  la  Vita  Nuova...  Es  el  hom- 
bre que  ha  suírido  ya,  que  conoce  por  sus  propias  des- 
garradas carnes  cómo  hieren  las  asperezas  de  la  vida  En 
el  primero,  el  artista  parece  haber  querido  hacer  una  ca- 
beza simbólica.  En  los  ojo?,  casi  ornitomorfos,  en  el  aire, 
en  la  expresión  trágica  del  rostro,  Chifíart  ha  intentado 
pintar  al  autor  deí  Cuervo,  ai  visionario,  al  "cnhappy 
Master*  más  que  al  hombre.  En  el  segundo  hay  más  rea- 
lidad: esa  mirada  triste,  de  tristeza  contagiosa,  esa  boca 
apretada,  ese  vago  gesto  de  dolor  y  esa  frente  ancha  y 
magnifica  en  donde  se  entronizó  la  palidez  fatal  del  sufri- 
miento, pintan  al  desgraciado  en  sus  días  de  mayor  infor- 
tunio, quizá  en  los  que  precedieron  a  su  muerte.  Los 
otros  retratos,  como  el  de  Haípia  para  la  edición  de  Ams- 
trong,  nos  dan  ya  tipos  de  lechuguinos  de  la  época,  ya 
caras  que  nada  tienen  que  ver  con  la  cabeza  bella  e  inte- 
ligente de  que  habla  Ciai  ke.  Nada  más  cierto  que  la  ob- 
üervación  de  Gautier: 

"Es  ra^o  que  un  poeta,  dice,  que  un  artista  sea  cono- 
cido bajo  su  primer  encantador  aspecto.  La  reputación 
no  le  viene  sino  muy  tarde,  cuando  ya  las  fatigas  del  es- 
tudio, la  lucha  por  la  vida  y  las  torturas  de  las  pasiones 
han  alterado  su  fisonomía  primitiva:  apenas  deja  sino  una 
máscara  usada,  marchita,  donde  cada  dolor  ha  puesto  por 
estigma  una  magulladura  o  una  arruga." 

Desde  niño  Poe  "prometía  una  gran  belleza"  (i). 

Sus  compañeros  de  colegio  hablan  de  su  agilidad  y  ro- 
bustez. Su  imaginación  y  su  temperamento  nervioso  es- 
taban contrapesados  por  la  fuerza  de  sus  músculos.  El 
amable  y  delicado  ángel  de  poesía  sabía  dar  excelentes 
puñetazos.  Más  tarde  dirá  de  él  una  buena  señora:  "Era 
un  muchacho  bonito"  (a). 

Cuando  entra  a  West  Point  hace  notar  en  él  un  colega, 
Mr.  Gibson,  su  "mirada  cansada,  tediosa  y  hastiada".  Ya 
en  su  edad  viril,  recuérdale  el  bibliófilo  Gowans:  "Poete- 


(i)    Ingram. 

(a)    Miss  Royster,  citada  por  Ingram. 

24 


L O        S RAROS 

nía  un  exterior  notabiemente  agradable  y  que  predispo- 
nía en  su  favor:  lo  que  las  damas  llamarían  claramente 
bello  "  Una  persona  que  le  03'e  recitar  en  Boston,  dice: 
"Era  la  mejor  realización  de  un  poeta,  en  su  fisonomía, 
aire  y  manera."  Un  precioso  retrato  es  hecho  de  mano 
femenina:  "Una  taila  algo  menos  que  de  altura  mediana 
quiza,  pero  tan  perfectr. mente  proporcionada  y  coronada 
por  una  cabeza  tan  noble,  llevada  tan  regiamente,  que,  a 
mi  juicio  de  muchacha,  causaba  la  impresión  de  una  esta- 
tura dominante.  Esos  claros  y  melancólicos  ojos  parecían 
rnirar  desde  una  eminencia...*'  (i).  Otra  dama  recuerda  la 
extraña  impresión  de  sus  ojos:  "Los  ojos  de  Poe,  en  ver- 
dad, eran  el  rasgo  q<ie  más  impresionaba  y  era  a  ellos  a 
los  que  su  cara  debía  su  atractivo  peculiar.  Jamás  he  vis- 
to otros  ojos  que  en  algo  se  le  parecieran.  Eran  grandes, 
con  pestañas  largas  y  un  negro  de  azabache:  el  iris  acero- 
gris  poseía  una  cristalina  claridad  y  transparencia,  a  tra- 
vés de  la  cual  ia  pupila  negraazabache  se  veía  expandirse 
y  contraerse  con  toda  sombra  de  pensamiento  o  de  emo- 
ción. Observé  que  los  párpados  jamás  se  contraían,  como 
es  tan  usual  en  la  mayor  parte  de  las  personas,  princi- 
palmente cuando  hablan;  pero  su  mirada  siempre  era  lle- 
na, abierta  y  sin  encogimiento  ni  emoción.  Su  expresión 
habitual  era  soñadora  y  triste:  algunas  veces  tenía  un 
modo  de  dirigir  una  mirada  ligera,  de  soslayo,  sobre  al- 
guna persona  que  no  le  observaba  a  él,  y,  con  una  mirada 
tranquila  y  fija,  parecía  que  mentalmente  estaba  midiendo 
el  calibre  de  la  persona  que  estaba  ajena  de  ello. —  ¡Qué 
ojos  tan  tremendos  tiene  el  señor  Poe!  -me  dijo  una  se- 
ñora. Me  hace  helar  la  sangre  el  verle  darse  vuelta  lenta- 
mente y  fijarlos  sobre  mí  cuando  estoy  hablando>  (2),  La 
misma  agrega:  "Usaba  un  bigote  negro  esmeradamente 
cuidado,  pero  que  no  cubría  completamente  una  expre- 
sión ligeramente  contraída  de  la  boca  y  una  tensión 
ocasional  del  labio  superior,  que  se  asemejaba  a  una 
expresión   de  moía.   Esta  mofa  era  fácilmente  excita- 


(i)    Miss  Heywod. — Ibid. 
(2)    Mrs.  Weis3.— Ibid. 

25 


RUBÉN  parí O 

da  y  se  manifestaba  por  un  movimiento  del  labio,  apenas 
perceptible  y,  sin  embargo,  intensamente  expresivo.  No 
había  en  ella  nada  de  malevolencia,  pero  si  mucho  sar- 
casmo." Sábese,  pues,  que  aquella  alma  potente  y  extra- 
ña estaba  encerrada  en  hermoso  vaso.  Parece  que  la  dis- 
tinción y  dotes  tísicas  deberían  ser  nativas  en  todos  los 
portadores  de  la  lira.  ¿Apolo,  el  crinado  numen  lírico,  no 
es  el  prototipo  de  la  belleza  viril?  Mas  no  todos  üus  hijos 
nacen  con  dote  tan  espléndido.  Los  privilegiados  se  lla- 
man Goethe,  Byron,  Lamartine,  Poe. 

Nuestro  poeta,  por  su  organización  vigorosa  y  cultiva- 
da, pudo  resistir  esa  terrible  dolencia  que  un  médico  es- 
critor llama  con  gran  propiedad  "la  enfermedad  del  en- 
sueño". E'-a  un  sublime  apasionado,  un  nervioso,  uno  de 
esos  divinos  semilocos  necesarios  para  el  progreso  hu- 
mano, lamentables  cristos  del  arte,  que  por  amor  al  eter- 
no ideal  tienen  su  calle  de  la  amargura,  sus  es-pinas  y  su 
cruz.  Nació  con  la  adorable  llama  de  la  poesía,  y  ella  le 
alimentaba  al  propio  tiempo  que  era  su  martirio.  Desde 
niño  quedó  huérfano  y  le  recogió  un  hombre  que  jamás 
podría  conocer  el  valor  intelectual  de  su  hijo  adoptivo. 
El  señor  Alian — cuyo  nombre  pasará  al  porvenir  al  brillo 
del  nombre  del  poeta  —jamás  pudo  imaginarse  que  el  po- 
bre muchacho  recitador  de  versos  que  alegraba  las  vela- 
das de  su  "home"  fuese  más  tarde  un  egregio  príncipe 
dei  arte.  En  Poe  rein.=i  el  "ensueño"  de'íde  la  niñez.  Cuan- 
do el  viaje  de  su  protector  le  i!e\?a  a  Londres,  la  escuela 
del  dómine  Brandeby  es  para  él  como  un  lugar  fantástico 
que  despierta  en  su  ser  extrañas  reminiscencias;  después, 
en  la  fuerza  de  su  genio,  el  recuerdo  de  aquella  morada 
y  del  viejo  profesor  han  de  hacerle  producir  una  de  sus 
subyugadoras  páginas.  Por  una  parte  posee  en  su  fuerte 
cerebro  la  facultad  musical;  por  otra,  la  fuerza  matemá- 
tica. Su  "ensueño"  está  poblado  de  quimeras  y  de  cifras 
como  la  carta  de  un  astrólogo.  Vuelto  a  América,  vámosle 
en  la  escuela  de  Clarke,  en  Richmond,  en  donde  al  mis- 
mo tiempo  que  se  nutre  de  clásicos  y  recita  odas  latinas, 
boxea  y  llega  a  ser  algo  como  un  "champion"  estudiantil; 
en  la  carrera  hubiera  dejado  atrás  a  Atalanta,  y  aspiraba 

26 


LOS  RARO S 

a  los  lauros  natatorios  de  Byron.  Pero  si  brilla  y  descue- 
lla intelectual  y  físicamente  entre  sus  compañeros,  los 
hijos  de  familia  de  la  fofa  aristocracia  del  lugar  miran 
por  encima  del  hombro  al  hijo  de  la  cómica.  ¿Cuánta  no 
ha  de  haber  sido  la  hiél  que  tuvo  que  devorar  este  ser 
exquisito,  humillado  por  un  origen  del  cual  en  días  pos- 
teriores habría  orguUosamente  de  gloriarse?  Son  esos 
primeros  golpes  los  que  empezaron  a  cincelar  el  pliegue 
amargo  y  sarcástico  de  sus  labios.  Desde  muy  temprano 
conoció  las  asechanzas  del  lobo  racional.  Por  eso  busca- 
ba la  comunicación  con  la  naturaleza,  tan  sana  y  fortale- 
cedora. "O  Jio  sobre  todo  y  detesto  este  animal  que  se 
llama  Hombre",  escribía  Swift  a  Pope.  Poe,  a  su  vez,  ha- 
bla "de  la  mezquina  amistad  y  de  la  fidelidad  de  polvillo 
de  fruta  ("gossamer  fidelity")  del  mero  hombre"  Ya  en  li- 
bro de  Job,  Eliphaz  Themanita  exclama:  "¿Cuánto  más  el 
hombre  abominable  y  vil  que  bebe  como  la  iniquidad?" 
No  buscó  el  lírico  americano  el  apoyo  de  la  oración;  no 
era  creyente;  o,  al  menos,  su  alma  estaba  alejada  del  mis- 
ticismo. A  lo  cual  da  por  razón  James  Russeil  Lowell  )o 
que  podría  llamarse  la  matematicidad  de  su  cerebración. 
"Hasta  su  misterio  es  matemático  para  su  propio  espí- 
ritu." La  ciencia,  impide  al  poeta  penetrar  y  tender  las 
alas  en  la  atmósfera  de  las  verdades  ideales.  Su  necesi- 
dad de  análisis,  la  condición  algebraica  de  su  fantasía, 
hácele  producir  tristísimos  efectos  cuando  nos  arrastra 
al  borde  de  lo  desconocido.  La  especulación  filosófica  nu- 
bló en  él  la  fe,  que  debiera  poseer  como  todo  poeta  ver- 
dadero. En  todas  sus  obras,  si  mal  no  recuerdo,  sólo  unas 
dos  veces  está  escrito  el  nombre  de  Cristo  (i).  Profesaba, 
sí,  la  moral  cristiana;  y  en  cuanto  a  los  destinos  del  hom- 
bre, creía  en  una  ley  divina,  en  un  fallo  inexorable  En 
él  la  ecuación  dominaba  a  la  creencia,  y  aun  en  lo  refe- 
rente a  Dios  y  sus  atributos,  pensaba  con  Spinoza  que  las 
cosas  invisibles  y  todo  lo  que  es  objeto  propio  del  enten- 
dimiento no  puede  percibirse  de  otro  modo  que  por  los 


(i)    Tiene,  no  obstante,  un  himno  a  María  en  Poems  and 
Essnys. 

27 


RUBÉN  D      A      B      I      O 

ojos  de  ia  demostración  (r),  olvidando  la  profunda  afir- 
mación filosófica:  *'intelectus  ncster  sic  ¿de  habet?  ad  pri- 
ma entium  quce  sunt  manifestissima  in  natura,  sicut  ocu- 
lus  vespertiiiünis  ad  solem".  No  creía  en  lo  sobrenatural, 
según  confesión  propia;  pero  afirmaba  que  Dios,  como 
creador  de  la  naturaleza,  puede,  si  quiere,  modificarla.  En 
la  narración  de  la  metempsicosis  de  Ligeia  hay  una  defi- 
nición de  Dio?,  tomada  de  Granwill,  que  parece  ser  sus- 
tentada por  Poe:  Dios  no  es  más  que  una  gran  voluntad 
que  penetra  todas  las  cosas  por  la  naturaleza  de  su  inten- 
sidad. Lo  cual  estaba  ya  dicho  por  Santo  Tomás  en  estas 
palabras:  "Si  las  cosas  mismas  no  determinan  el  fin  para 
sí,  porque  desconocen  la  razón  del  fin,  es  necesario  que 
se  les  determine  el  fin  por  otro  que  sea  determinador  de 
la  naturaleza.  Este  es  el  que  previene  todas  las  cosas, 
que  es  ser  por  sí  mismo  necesario,  y  a  éste  llamamos 
Dios..."  (2).  En  la  Revelación  Magnética,  a  vuelta  de 
divagaciones  filosóficas,  Mr.  Vankirk— que,  como  casi  to- 
dos los  personajes  de  Poe,  es  Poe  mismo  -afirma  la  exis- 
tencia de  un  Dios  material,  al  cual  llama  materia  suprema 
e  imparticulada.  Pero  agrega:  **La  materia  imparíiculada, 
o  sea  Dios  en  estado  de  reposo,  es,  en  lo  que  entra  en 
nuestra  comprensión,  lo  que  los  hombres  llaman  espí- 
ritu." En  el  diálogo  entre  Oinos  y  Agathos  pretende  son- 
dear el  misterio  de  la  divina  inteligencia;  así  como  en  los 
de  Monos  y  Una  y  de  Eros  y  Charmion  penetra  en  la  des- 
conocida sombra  de  la  Muerte,  produciendo,  como  pocos, 
extraños  vislumbres  en  su  concepción  del  espíritu  en  el 
espacio  y  en  el  tiempo. 


(i)    Spinoza:  Tratado  teológico -político. 
(2)    Santo  Tomás:  Teodicea.,  XLI. 


28 


Leconte  de  Lisle 


LECONTE  DE  LISLE 


\  muerto  el  pontífice  del  Parnaso,  el  vicario 
de  Hugo;  las  campanas  de  la  Basílica  lírica 
están  tocando  vacante.  Descansa  ya,  pálida 
y  sin  la  sangre  de  la  vida,  aquella  majestuo- 
sa cabeza  de  sumo  sacerdote,  aquella  testa 
coronada- coronada  de  Jos  más  verdes  lau- 
reles— ,  llena  de  augusta  hermosura  antigua  y  cuyos  ras- 
gos exigen  el  relieve  de  la  medalla  y  la  consagración 
olímpica  del  mármol. 

Homéricos  funerales  deberían  ser  los  de  Leconte  de 
Lisie.  En  hoguera  ence».dida  con  maderos  olorosos,  allá 
en  el  corazón  de  la  isla  maternal,  en  donde  por  primera 
vez  vio  la  gloria  del  Sol,  consumiríase  su  cuerpo  al  vuelo 
de  las  odas  con  que  un  coro  de  poetas  cantaría  el  Triunfo 
de  la  Lira,  recitarianse  estrofas  que  recordarían  a  Orfeo 
encadenando  con  sus  acordes  la  furia  de  los  leopardos  y 
leones,  o  a  Melesigenes  cercado  de  las  musas  en  la  mara- 
villa de  una  apoteosis.  ¡Homéricos  funerales  para  quien 
fué  homérida,  por  el  soplo  épico  que  pasaba  por  el  cor- 
daje de  su  lira,  por  la  soberana  expresión  y  el  vuelo  so- 


RUBÉN  D      A      R      I O 

berbio,  por  la  impasibilidad  casi  religiosa,  por  la  mggni- 
ficencia  monurnental  estatuaria  de  su  obra,  en  la  cual, 
como  en  la  del  Padre  de  los  poetas,  pasan  a  nuestra  vista 
portentosos  desfiles  de  personajes,  grupos  esculturales, 
marmóreos  bajorrelieves,  figuras  que  encarnan  los  odios, 
los  combates,  las  terribles  iras;  homérida  por  ser  de  alma 
y  sangre  latinas  y  por  haber  adorado  siempre  el  lustre  y 
el  renombre  de  ía  Hélade  inmortal!  Griego  fué,  de  los 
griegos  tenía,  como  lo  hizo  notar  muy  bien  Guyau,  la 
concepción  de  una  especie  de  mundo  de  las  formas  y  de 
las  ideas  que  es  el  mundo  mismo  del  arte;  habiéndose 
colocado,  por  una  ascensión  de  ¡a  voluntad,  sobre  el  mun- 
do del  sentimiento,  en  la  región  serena  de  la  idea,  y  re- 
vistiendo su  musa  inconmovible  el  esculpido  peplo  cuyo 
más  ligero  pliegue  no  pudiera  agitar  el  estremecimiento 
de  las  humanas  emociones,  ni  aun  el  aire  que  el  Amor 
mismo  agitase  con  sus  alas.  "Vuestros  contemporáneos — 
díjole  Alejandro  Dumas  (hijo) — eran  los  griegos  y  los 
hindus."  Y  es,  en  efecto,  de  aquellos  dos  inmensos  focos 
de  donde  parten  los  rayos  que  iluminan  la  obra  de  Lecon- 
te  de  Lisie,  conduciendo  uno  la  idea  brahamánica  desde 
el  índico  Ganges,  cuyas  aguas  reflejaran  los  combates 
del  Raniayana,  y  el  otro  la  idea  griega  desde  el  harmo- 
nioso  Alfeo,  en  cuyas  linfas  se  viera  la  desnudez  celeste 
de  la  virgen  Diana. 

La  India  y  Grecia  eran  para  su  espíritu  tierras  de  pre- 
dilección: reconocía  como  las  dos  originales  fuentes  de  la 
universal  poesía  a  Valmiki  y  a  Homero.  Navegó  a  pleno 
viento  por  e!  océano  inmenso  cíe  la  teogonia  védica,  y, 
profundo  conocedor  de  la  antigüedad  griega,  y  helenista 
insigne,  condujo  a  Homero  a  orillas  del  Sena.  Atraíale  la 
aurora  de  la  humanidad,  la  soberana  sencillez  de  las  eda- 
des primeras,  la  grandiosa  infancia  de  las  razas,  en  ía 
cual  empieza  el  Génesis  de  lo  que  él  llamara  con  su  verbo 
solemne  "la  historia  sagrada  del  pensamiento  humano  en 
su  florecimiento  de  harmonía  y  de  luz";  la  historia  de  la 
Poesía. 

El  más  griego  de  los  artistas,  como  le  llamara  un  joven 
•steta,  cantó  a  los  bárbaros,  ciertamente.  Como  había  en 

32 


L        O        S RAROS 

su  reino  poético  suprimido  todo  anhelo  por  un  ideal  de 
fe,  la  inmensa  alma  medioeval  no  tenía  para  él  ningún 
fulgor;  y  calificaba  la  Edad  Media  como  una  edad  de  abo- 
minable barbarie.  Y  he  aquí  que  ninguno  entre  los  poe- 
tas, después  de  Hugo,  ha  sabido  poner  delante  de  los 
ojos  modernos,  como  Leconte  de  Lisie,  la  vida  de  los 
caballeros  de  hierro,  las  costumbres  de  aquellas  épo 
cas,  los  hechos  y  aventuras  trágicas  de  aquellos  com- 
batientes y  de  aquellos  tiranos;  los  sombríos  cuadros  mo- 
nacales, los  interiores  de  los  claustros,  los  cismas,  la  su- 
premacía de  Roma,  las  musulmanas  barbaries  fastuosas, 
el  ascetismo  católico  y  el  temblor  extranatural  que  pasó 
por  el  m.undo  en  la  edad  que  otro  gran  poeta  ha  llamado 
con  razón,  en  una  estrofa  célebre,  "enorme  y  delicada". 

Puso  el  espíritu  sobre  el  corazón.  Jamás  en  toda  su 
obra  se  escucha  un  solo  eco  de  sentimiento;  nunca  senti- 
réis el  escalofrío  pasional.  Eros  mismo,  si  pasa  por  esas 
inmensas  florestas,  es  como  un  ave  desolada.  No  se  atre- 
vería la  Musa  de  Musset  a  llamar  a  la  puerta  del  vate  se- 
renísimo; y  las  palomas  lamartinianas  alzarían  el  vuelo 
asustadas  delante  del  curvo  centenario  que  dialoga  con 
el  abad  Serapio  de  Arsinoe. 

Nació  en  una  isla  cálida  y  espléndida,  isla  de  sol,  flo- 
restas y  pájaros,  que  siente  de  cerca  la  respiración  de  la 
negra  África;  sintióse  poeta  el  "joven  salvaje";  la  lengua 
de  la  naturaleza  le  enseñó  su  primera  rima,  el  gran  bos- 
que primitivo  le  hizo  sentir  !a  influencia  de  su  estreme- 
cimiento, y  el  rnar  solemne  y  el  cielo  le  dejaron  entrever- 
el  misterio  de  su  inmensidad  azul.  Sentía  él  latir  su  cora, 
zón,  deseoso  de  algo  extraño,  y  sus  labios  estaban  sedien^ 
tos  del  vino  divino.  Copa  de  oro  inagotable,  llena  de 
celeste  licor,  fué  para  él  la  poesía  de  Hugo.  Al  llegar  Las 
Orientales  a  sus  manos,  al  ver  esos  fulgurantes  poemas, 
la  luz  misma  de  su  cielo  patrio  le  pareció  brillar  con  un 
resplandor  nuevo;  la  montaña,  el  viento  africano,  las  olas, 
las  aves  de  las  florestas  nativas,  la  naturaleza  toda,  tuvo 
para  él  voces  despertadoras  que  le  iniciaron  en  un  culto 
arcano  y  supremo. 

Imaginaos  un  Pan  que  vagase  en  ¡a  montaña   sonora, 

3  33 


RUBÉN parí      o 

poseído  de  la  fiebre  de  la  harmonía,  en  busca  de  la 
caña  con  que  habría  de  hacer  su  rústica  flauta,  y  a  quien 
de  pronto  diese  Apolo  una  hra  y  le  enseñase  el  arte  de 
arrancar  de  sus  cuerdas  sones  sublimes.  No  de  otro  modo 
aconteció  al  poeta  que  debiera  salir  de  la  tierra  lejana  en 
donde  nació,  para  levantar  en  la  capital  del  Pensamiento 
un  templo  cincelado  en  el  más  bello  paros,  en  honor  del 
Dios  del  arco  de  plats. 

El  que  fué  impecable  adorador  de  la  tradición  clásica 
pura,  debía  pronunciar  en  ocasión  solemne,  delante  de  la 
Academia  francesa  que  le  recibía  en  su  seno,  estas  pala- 
bras: "Las  formas  nuevas  son  la  expresión  necesaria  de 
las  concepciones  originales."  Digna  es  tal  declaración  de 
quien  f  acedera  a  Hugo  en  la  asamblea  de  los  "inmorta- 
les" y  de  quien,  como  su  sacrocesáreo  antecesor,  fué  jefe 
de  escuela,  y  de  escuela  que  tenía  por  fundamento  prin- 
cipal el  culto  de  la  forma.  Hugo  fué  en  verdad  para  él  la 
encarnación  de  la  poesía.  Leconte  de  Lisie  no  reconocía 
de  la  Trinidad  romántica  sino  la  omnipotencia  del  "Pa- 
dre"; Iviusset,  "el  Hijo",  y  Lamartine,  "el  Espíritu",  ape- 
nas si  merecieron  una  mirada  rápida  de  sus  ojos  sacer- 
dotales. Y  es  que  Hugo  ejercía  sobre  él  la  atracción  astral 
de  los  genios  individuales  y  absolutos;  el  hijo  de  la  isla 
oriental  fué  iniciado  en  el  secreto  del  arte  por  el  autor  de 
Las  Orientales;  el  que  debía  escribir  los  Poemas  antiguos 
y  los  Poemas  bárbaros,  no  podía  sino  contemplar  con  es- 
tupor la  creación  de  ese  orbe  constelado,  vario,  profuso 
y  estupendo  que  se  llama  La  leyenda  de  los  siglos.  Luego, 
fué  a  él,  barón,  par,  príncipe,  a  quien  el  Carlomagno  de 
la  lira  dirigiera  este  corto  mensaje  imperial  y  fraternal: 
"Jungamos  dextras".  Después,  él  fué  siempre  el  privile- 
giado. Hugo  le  consagró.  Y  cuando  Hugo  fué  conduci- 
do al  Panteón,  fué  Leconte  de  Lisie  quien  entonó  el 
himno  más  ferviente  en  honor  de  quien  entraba  a  la 
inmortalidad.  Posteriormente,  al  ocupar  su  sillón  en  la 
Academia,  colocó  aún  más  triunfales  palmas  y  coro- 
nas en  la  tumba  del  César  literario.  Recorrió  con  su 
pensamiento  la  historia  de  la  poesía  universal,  para  lle- 
gar a  depositar  sus  trofeos  en  aras  del  daimón   desapa- 

34 


LOS  RAROS 

recido,  y  presentó  con  la  magia  de  su  lenguaje  la  crea- 
ción toda  de  Hogo.  Hizo  aparecer  con  sus  prestigios 
incomparables  Las  Orientales,  cuya  lengua  y  movimiento, 
según  confesión  propia,  fueron  para  él  una  revelación;  el 
prefacio  de  Cromwell,  oriflama  de  guerra,  tendido  al 
viento;  las  Hojas  de  otoño,  los  Cantos  del  crepúsculo,  las 
Voces  interiores,  los  Rayos  y  las  Sombras,  a  propósito  de 
los  cuales  lanzó  una  flecha  de  su  carcaj  dirigida  al  senti- 
mentalismo; los  Castigos,  llenos  de  rayos  y  relámpagos, 
bajo  los  cuales  coloca  los  Yambos  de  Chenier  y  las  2'rd- 
gicas  de  Agrippa  d'Aubigné;  La  leyenda  de  los  siglos, 
"que  permantceiá  como  la  prueba  brillante  de  una  po- 
tencia verbal  inaudita,  puesta  al  servicio  de  una  imagi- 
nación incomparable".  Y  todos  los  poemas  posteriores, 
Canciones  de  calles  y  bosques.  Año  terrible,  Arte  de  ser 
abuelo,  el  Papa,  la  Piedad  suprema.  Religión  y  Religio- 
nes, El  asno,  Torquemada  y  los  Cuatro  vientos  del  Espí- 
ritu. De  todas  estas  ultimas  obras  nombradas,  la  que 
llama  su  atención  principal  es  lorquemada.  ¿Porqué? 
Porque  Leconte  de  Lisie  sentía  el  patado  con  una  fuerza 
de  visión  insuperable,  a  punto  de  que  Guyau  llama  a  la 
Trilogía  Nueva  leyenda  de  los  siglos.  "Bien  que  ningún 
siglo,  escribe  el  poeta,  haya  igualado  al  nuestro  en  la 
ciencia  universal;  que  la  historia,  las  lenguas,  las  costum- 
bres, las  teogonias  de  los  pueblos  antiguos  nos  sean  reve- 
ladas de  año  en  año  por  tantos  sabios  ilustres;  que  los 
hechos  y  las  ideas,  la  vida  íntima  y  la  vida  exterior;  que 
todo  lo  que  constituye  la  razón  de  ser,  de  creer,  de  pen- 
sar de  ¡os  hombres  desaparecidos,  llama  la  atención  de 
las  inteligencias  elevadas,  nuestros  grandes  poetas  han 
raramente  intentado  volver  intelelectuaimente  la  vida  al 
pasado."  Tiempos  primitivos,  Edad  Media,  todo  lo  que 
se  halla  respecto  a  nuestra  edad  contemporánea  como  en 
una  lejanía  de  ensueño,  atrae  la  imaginación  del  vate  se- 
vero. La  exposición  de  la  obra  novelesca  de  Víctor  Hugo, 
dióle  motivo  para  lanzar  otra  flecha  que  fué  directamente 
a  clavarse  en  el  pecho  robusto  de  Zola,  cuando  habló  de 
*la  epidemia  que  se  hace  sentir  directamente  en  una  parte 
de  nuestra  literatura,  y  contamina  los  últimos  años  de  un 

35 


RUBÉN  parí      o 

siglo  que  se  abriera  con  tanto  brillo  y  proclamara  tan 
ardientemente  su  amor  a  lo  bello"  y  de  "el  desdén  de  la 
imaginación  y  del  ideal  que  se  instala  imprudentemente 
en  muchos  espíritus  obstruidos  por  teorías  groseras  y 
malsanas".  "El  público  letrado,  agrega,  no  tardará  en 
arrojar  con  desprecio  lo  que  aclama  hoy  con  ciega  admi- 
ración. Las  epidemias  de  esta  naturaleza  pasan  y  el  genio 
permanece." 

Al  contestar  el  discurso  del  nuevo  académico,  Alejan- 
dro Dumas  hijo,  entre  sonrisa  y  sonrisa,  quemó  en  ho- 
nor del  recién  llegado  este  puñado  d-  incien-o:  "Cuando 
un  gran  genio  (Hijgo)  ha  tenido  desde  la  infancia  el  há- 
bito de  frecuentar  un  círculo  d-e  genios  anteriores,  entre 
los  cuales  Sófocles,  Platón,  Virgilio,  Lafontaine,  Cor- 
neille  y  Moliere  no  ocupan  sino  un  segundo  térm  no  y  en 
donde  Montaigne,  Ráeme,  Pascal,  Bossuet,  La  Bruyére 
no  penetran,  se  comprende  fácilmente  que  el  d  a  en  que 
ese  gran  genio  distingue  entre  la  muchedumbre  que  se 
agita  a  sus  pies  un  poeta  y  le  marca  en  la  frente  con  el 
signo  con  que  ha  de  reconocer,  en  lo  porvenir,  a  los  de 
su  raza  y  familia,  ese  poeta  tendrá  el  derecho  de  estar 
orgulloso.  Ese  poeta  sois  vos,  señor." 

Fueron  ciertamente  los  Poemas  bárbaros  la  anuncia- 
ción espléndida  de  un  grande  y  nuevo  poeta.  ¿Qué  son 
esos  poemas?  Visiones  formidables  de  'os  pasados  siglos, 
los  horrores  y  las  grandezas  épicas  de  los  bárbaros  evo- 
cados por  un  latino  que  emplea  pa^a  su  obra  versos  de 
bronce,  versos  de  hierro,  rimas  de  acero,  estrofas  de  gra- 
nito. Caín  surge  en  el  ensueño  del  vidente  Thogorma,  en 
un  poema  primitivo,  bíblico,  que  se  desarrolla  en  la  mis- 
teriosa, inmemorial  "ciudad  de  la  angustia",  en  el  país  de 
Hevila.  Caín  es  el  mensajero  de  la  nada.  Luego  es  aún 
en  la  Biblia  donde  se  halla  el  origen  de  otros  poemas;  la 
viña  de  Naboch,  el  Eclesiastés,  que  declara  cómo  la  irre- 
vocable Muerte  es  también  mentira;  después  el  poeta  va 
de  un  punto  a  otro,  extraño  cosmopolita  del  pasado;  a 
Tebas,  donde  el  rey  Khons  descansa  en  su  barca  dorada; 
a  Grecia,  donde  surgirá  la  monstruosa  Equidna,  o  un  gru- 
po de  hirsutos  combatientes;  a  la  Polinesia,  en  donde 

36 


o S_ R^ A ROS 

aprenderá  el  génesis  indígena;  al  boreal  país  de  los  Nor- 
nos  y  escaldas,  donde  Snorr  tiene  su  infernal  visión;  a  Ir- 
landa, tierra  de  bardos.  Y  se  advierten  blancas  pinturas 
de  países  frígidos,  figuras  cinceladas  en  nieve;  Angantir, 
que  dialoga  con  Hervor;  Hialmar,  que  clama  trágica- 
mente; el  oso  que  llora,  los  cantos  de  los  cazadores  y  ru- 
noyas;  el  norte  aún,  el  país  de  Sigurd;  los  elfos  que  coro- 
nados de  tomillo  danzan  a  la  luz  de  la  luna,  en  un  aire 
germánico  de  balada;  cantos  tradicionales;  Kono  de  Kem- 
per;  el  terrible  poema  de  Mona;  cuadros  orientales  como 
la  preciosa  y  musical  "Verandah";  las  frases  ásperas  de 
la  naturaleza;  el  desierto;  la  India  y  sus  pagodas  y  fakires; 
Córdoba  morisca;  fieras  v  aves  de  rapiña;  fuentes  crista- 
linas, bosques  salvajes;  ía  historia  religiosa,  la  leyenda, 
el  Romancero;  América,  los  Andes...;  y  sobre  todo  esto, 
el  "Cuervo",  el  cuervo  desolador,  y  la  silenciosa,  íatal, 
pálida  y  como  deseada  imagen  de  ía  Muerte,  acompañada 
de  lu  obsuro  p'je,  el  dolor. 

En  los  Poemas  antiguos  resucita  el  esplendor  de  la 
belleza  griega,  lanzando  al  mismo  tiempo  un  manifiesto 
amanera  de  prólogo.  He  aquí  lo  que  pensaba  délos 
tiempos  modernos:  "Desde  Homero,  Esquilo  y  Sófocles, 
que  representan  la  poesía  en  su  vitalidad,  en  su  plenitud 
y  en  su  unidad  armónica,  la  decadencia  y  la  barbarie  han 
invadido  el  espíritu  humano.  En  lo  tocante  a  arte  origi- 
nal, el  mundo  romano  está  al  nivel  de  los  Dacios  y  de  los 
Sáí  matas;  el  cielo  cristiano,  todo  es  bárbaro.  Dante,  Sha- 
kespeare y  Milton,  no  tienen  sino  la  altura  de  su  genio 
individual;  su  lengua  y  sus  concepciones  son  bárbaras. 
La  escultura  se  detiene  en  Fidias  y  en  Lisipo;  Miguel  Án- 
gel no  ha  fecundado  nada;  su  obra,  admirable  en  sí  mis- 
ma, ha  abierto  una  vía  desastrosa.  ¿Qué  queda,  pues,  de 
los  siglos  transcurridos  después  de  la  Grecia?  Algunas 
individualidades  potentes,  algunas  grarides  obras  sin  Hga 
y  sin  unidad.  La  poesía  moderna,  reflejo  confuso  de  la 
personalidad  fogosa  de  Byron,  de  la  religiosidad  ficticia 
de  Chateaubriand,  del  ensueño  místico  de  Ultra  Rhin  y 
del  realismo  de  los  lakistas,  se  turba  y  se  disipa.  Nada 
menos  vivo  y  menos  original,  bajo  el  aparato  más  ficticio. 

37 


R       U B      E       N_        D^       A       R       1       O 

Un  arte  de  segunda  mano,  híbrido,  incoherente.  Arcaís- 
mo de  la  víspera,  nada  más.  La  paciencia  pública  se  ha 
cansado  de  esta  comedia  sonoramente  representada  a  be- 
neficio de  una  autolatría  de  préstamo.  Los  maestros  se 
han  callado  o  quieren  callarse,  fatigados  de  sí  mismos,  ol- 
vidados ya>  solitarios  en  medio  de  sus  obras  infructuosas. 
Los  poetas  nuevos,  criados  en  la  vejez  precoz  de  una  es- 
tética infecunda,  deben  sentir  la  necesidad  de  remojar  en 
las  fuentes  eternamente  puras  la  expresión  usada  y  debi- 
litada de  los  sentimientos  generosos.  El  tema  personal  y 
sus  variaciones  demasiado  repetidas,  han  agotado  la  aten- 
ción; con  justicia  ha  venido  la  indiferencia;  pero  si  es  po- 
sible abandonar  a  la  mayor  brevedad  esa  vía  estrecha  y 
banal,  es  preciso  aún  no  entrar  en  un  camino  más  difícil 
y  peligroso,  sino  fortificado  por  el  estudio  y  la  inicia- 
ción. 

"Una  vez  sufridas  esas  pruebas  expiatorias,  una  vez 
saneada  ¡a  lengua  poética,  las  especulaciones  del  espíritu 
perderán  algo  de  su  verdad  y  su  energía  cuando  dispon- 
gan de  formas  rnás  netas  y  más  precisas.  Nada  será  aban- 
donado ni  olvidado;  la  base  pensante  y  el  arte  habrán  re- 
cobrado la  savia  y  e!  vigor,  la  harmonía  y  la  unidad  uni- 
das. Y  más  tarde,  cuando  esas  inteligencias  profunda- 
mente agitadas  se  hayan  aplacado,  cuando  la  meditación 
de  los  principios  descuidados  y  la  regeneración  de  las 
formas  hayan  purificado  el  espíritu  y  la  letra,  dentro  de 
un  siglo  o  dos,  si  todavía  la  elaboración  de  los  tiempos 
nuevos  no  implica  una  gestación  más  alta,  tal  vez  la  poe- 
sía llegaría  a  ser  el  verbo  inspirado  e  inmediato  del  alma 
humana...** 

Esa  declaración  derruestra  el  por  qué  Leconte  de  Lisie 
no  vibraba  a  ningún  soplo  moderno,  a  ninguna  conmo- 
ción contemporánea,  y  se  refugiaba,  como  Keats,  aunque 
de  otra  suerte,  en  viejas  edades  paganas  en  cuyas  fuen- 
tes su  Pegaso  se  abrevaba  a  su  placer. 

Los  Poemas  tráficos  completan  la  trilogía.  Hay  como 
en  los  anteriores  una  rica  variedad  de  temas,  predomi- 
nando los  paisajes  exóticos,  reconstrucciones  históricas  o 
fantásticas  y  brillantes  pinturas  de  asuntos  legendarios. 

38 


L 0__S R         A         R O  __^ 

El  kalifa  de  Damasco  abre  la  serie,  entre  imanes  de 
Meca  y  emires  de  Oriente. 

Es  éste  un  libro  purpúreo.  Los  Poemas  bárbaros  son 
un  libro  negro.  La  palabra  más  usada  en  ellos  es  noir. 
Libro  rojo  es  éste,  ciertamente,  que  comienza  con  la 
apoteosis  de  Muzaal  Kebir,  en  país  oriental,  y  concluye 
en  la  Grecia  de  Orestes,  con  la  tragedia  funesta  de  las 
Erinnias  o  Furias. 

Oiréis  entretanto  un  canto  de  muerte  de  los  galos  del 
siglo  VI,  clamores  de  moros  medioevale?;  veréis  la  caza 
del  águila,  en  versos  que  no  haría  mejores  un  numen  ar- 
tífice; después  del  águila  vuela  el  aibatros,  el  prince  des 
tmages,  de  Baudelaire;  pasan  lúgubres  ancianos,  como 
Magno;  frailes,  como  el  abad  Jerónimo,  cual  surge  en 
poema  que  sin  duda  alguna  Núñez  de  Arce  leyó  antes 
de  escribir  La  visión  de  fray  Martín;  monstruos  simbóli- 
cos, como  la  Bestia  escarlata;  tipos  del  romancero  espa- 
ñol, como  don  Fadrique,  y  entre  todo  esto  el  severo  bar- 
do no  desdeña  jugar  con  la  musa,  y  ensaya  el  pan- 
tum  malayo,  o  rima  la  villanelle  como  su  amigo  Ban- 
viíle. 

Las  Erinnias  es  obra  de  quien  puede  recorrer  el  campo 
de  la  poesía  griega,  y  conversar  con  París  Agamenón  o 
Clitemnestra.  Artistas  egregios  ha  habido  que  hayan 
comprendido  la  antigüedad  profunda  y  extensamente; 
mas  de  seguro  ninguno  con  la  soberanía,  con  el  poder  de 
Leconte  de  Lisie.  Pudo  Keats  escribir  sus  célebres  ver- 
sos a  una  urna  griega;  pudo  el  germánico  Goethe  des- 
pertar a  Helena  después  de  un  sueño  de  siglos  y  hacer 
que  iluminase  la  frente  de  Euforión  la  luz  divina,  y  que 
Juan  Pablo  escribiese  una  famosa  metáfora.  Leconte  de 
Lisie  desciende  directamente  de  Homero;  y  si  fuese  cierta 
la  transmigración  de  las  almas,  no  hav  duda  de  que  su 
espíritu  estuvo  en  los  tiempos  heroicos  encarnado  en  al- 
gim  aeda  famoso  o  en  algún  sacerdote  de  Delfos. 

Bien  sabida  es  la  historia  del  Hamlet  antiguo,  de  Ores- 
tes,  el  desventurado  parricida,  armado  por  el  destino  y  la 
venganza,  castigador  del  materno  crimen,  y  perseguido 
por  las  desmelenadas  y  horribles  Furias.  Sófocles  en  su 

39 


R U      B      E      N      D      A       RIO 

Elecíra,  Eurípides,  Voltaíre,  Alfieri,  han  llevado  a  la  es- 
cena al  trágico  personaje. 

Leconte  de  Lible,  en  clásicos  alejandrinos  que  bien  va- 
len por  exámetros  de  la  antigüedad,  evoca  en  la  parte 
primera  de  su  poema  a  Clitemnestra,  en  el  pórtico  del  pa- 
lacio de  Pelos;  a  Tallibios  y  Eanbates,  y  un  coro  de  ancia- 
nos, asimismo  !a  sollozante  Casandra  de  proíéiica  voz.  En 
la  segunda  parte,  ya  cometido  el  crimen  de  su  madre, 
Orestes  vengará,  apoyado  por  el  impulso  sororal  de  Elec- 
tra,  !a  sangre  de  su  padre.  Las  Furias  le  persiguen  entre 
clamores  de  horror. 

El  poeta,  como  traductor,  fué  insigne.  A  Homero,  Só- 
focles, Hesiodo,  Teócrito,  Bion,  Mosco,  tradújolos  en  pro- 
sa rítmica  y  purísima  en  cuyas  ondas  parece  que  sonasen 
las  músicas  de  los  metros  originales.  Conservaba  la  orto- 
grafía de  los  idiomas  antiguos;  y  así  sus  obras  tienen  a  la 
vista  una  aristocracia  tipográfica  que  no  se  encuentra  en 
otras. 

Cuando  Hueco  estaba  en  el  destierro,  la  poesía  apenas 
tenía  vida  en  Francia,  representada  por  unos  pocos  nom- 
bres ilustres.  Entonces  fué  cuando  los  parnasianos  levan- 
taron su  estandarte,  y  buscaron  un  jefe  que  los  condujese 
a  la  campaña.  ¡El  Parnaso!  No  fué  más  bella  la  lucha  ro- 
mántica, ni  tuvieron  los  Joven  Francia  más  rica  leyenda 
que  la  de  los  parnasianos,  contada  admirablemente  por 
uno  de  sus  más  bravos  y  gloriosos  capitanes.  De  esa  le- 
yenda encantadora  y.  vivida,  no  puedo  menos  que  tradu- 
cir la  hermosa  página  consagrada  al  cantor  excelso  por 
quien  hoy  viste  luto  la  poesía  de  Francia,  la  Poesía  uni- 
versal. 

"...  Y  lo  que  nos  faltaba  también  era  una  firme  disci- 
plina, una  linea  de  conducta  precisa  y  resuelta.  Cierta- 
mente, el  sentimiento  de  la  Belleza,  el  horror  de  las  abo- 
badas sensiblerías  que  deshonraban  entonces  la  pcesía 
francesa  ¡lo  teníamos  nosotros!  ¡Pero  qué!  Tan  jóvenes, 
desordenadamente  y  un  poco  al  azar  era  como  nos  arro- 
jábamos a  la  brega  y  marchábamos  a  la  conquista  de  nues- 
tro ideal.  Era  tiempo  de  que  los  niños  de  antes  tomaran 
actitudes  de  hombres,  que  de  nuestro  cuerpo  de  tirado- 

40 


LOS  RAROS 

res  formase  un  ejército  regular.  Nos  faltaba  la  regla,  una 
regla  impuesta  de  lo  alto,  y  que  sobre  dejarnos  nuestra 
independencia  intelectual,  hiciera  concurrir  gravemente, 
dignamente,  nuestras  fuerzas  esparcidas,  a  la  victoria 
entrevista.  Esta  regla  la  recibimos  de  Leconte  de  Lisie. 
Desde  el  día  en  que  Frangois  Copee,  Villiers  de  l'Isle 
Adam  y  yo  tuvimos  el  honor  de  ser  conducidos  a  casa  de 
Leconte  de  Lisie — M.  Luis  Ménard,  el  poeta  y  filósofo, 
fué  nuestro  introductor — ,  desde  el  día  en  que  tuvimos  la 
alegría  de  encontrar  en  casa  del  maestro  a  José  María  de 
Heredia  y  a  León  Dierx,  de  ver  allí  a  Armand-Silvestre, 
de  reencontrar  a  Sully  Prudhomme,  desde  ese  día  data, 
hablando  propiamente,  nuestra  historia,  que  cesa  de  ser 
una  leyenda;  y  entonces  fué  cuando  nuestra  adolescencia 
se  convirtió  en  virilidad.  En  verdad,  nuestra  juventud  de 
ayer  no  estaba  muerta  de  ningún  modo,  y  no  habíamos 
renunciado  a  las  azarosas  extravagancias  en  el  arte  y  en 
la  vida.  Pero  dejamos  todo  eso  a  la  puerta  de  Leconte  de 
Lisie,  como  se  quita  un  vestido  de  carnaval,  para  llegar 
a  la  casa  familiar.  Teníamos  alguna  semejanza  con  esos 
jóvenes  pintores  de  Venecia  que  después  de  trasnochar 
cantando  en  góndola  y  acariciando  los  cabellos  rojos  de 
bellas  muchachas,  tomaban  de  repente  un  aire  reflexivo, 
casi  austero,  para  entrar  al  taller  del  Tiziano. 

«Ninguno  de  aquellos  que  han  sido  admitidos  en  el  sa- 
lón de  Leconte  de  Lisie,  olvidará  nunca  el  recuerdo  de 
esas  nobles  y  dulces  tardes,  que  durante  tantos  años  fue- 
ron nuestras  más  bellas  horas.  iCon  qué  impaciencia  al 
pasar  cada  semana  esperábamos  el  sábado,  el  precio- 
so sábado,  en  que  nos  era  dado  encontrarnos,  unidos 
en  espíritu  y  corazón,  alrededor  de  aquel  que  tenía 
nuestro  corazón  y  toda  nuestra  ternura!  Era  en  un  salon- 
cito,  en  el  quinto  piso  de  una  casa  nueva,  boulevard  de 
los  Inválidos,  en  donde  nos  juntábamos  para  contarnos 
nuestros  proyectos,  llevar  nuestros  versos  nuevos,  y  so- 
licitar el  juicio  de  nuestros  camaradas  y  de  nuestro  gran- 
de amigo.  Los  que  han  hablado  de  entusiasmo  mutuo, 
los  que  han  acusado  a  nuestro  grupo  de  demasiada  com- 
placencia consigo  mismo,  ésos,  en  verdad,  han  sido  mal 

41 


R       U___  B      E^ N_  D      A       R I      O 

informados.  Creo  que  ninguno  de  nosottos  se  ha  atrevido 
en  casa  de  Leconte  de  Lisie  a  formular  un  elogio  o  una 
crítica  sin  llevar  íntimamente  la  convicción  de  decir  la 
verdad.  Ni  más  exagerado  el  elogio  que  acerba  ia  des- 
aprobación. 

«Espíritus  sinceros,  he  ahí  en  efecto  lo  que  éramos;  y 
Leconte  de  Lisie  nos  daba  el  ejemplo  de  esa  franqueza. 
Con  rudeza  que  sabíamos  que  era  amable,  sucedía  que  a 
menudo  censuraba  resueltamente  nuestras  obras  nuevas, 
reprochaba  nuestras  perezas  y  repiimía  nuestras  conce- 
siones. Porque  nos  amaba  no  era  indulgente.  Pero,  tam- 
bién, ¡qué  precio  daba  a  los  elogios  esta  acostumbrada 
severidad!  ¡Yo  no  sé  que  exista  mayor  gozo  que  recibir 
la  aprobación  de  un  espíritu  justo  y  firnie!  Sobre  todo,  no 
creáis,  por  mis  palabras,  que  Leconte  de  Lisie  haya  nun- 
ca sido  uno  de  esos  genios  exclusivos,  deseosos  de  crear 
poetas  a  su  imagen,  y  que  no  aman  en  sus  hijos  literarios 
sino  su  propia  semejanza.  Al  contrario.  El  autor  de  Kam 
es,  quizá,  de  todos  los  inventores  de  este  tiempo,  aquel 
cuya  alma  se  abre  más  ampliamente  a  la  inteligencia  de 
las  vocaciones  y  de  las  obras  más  opuestas  a  su  propia 
naturaleza.  El  no  pretende  que  nadie  sea  lo  que  él  es 
magníficamente.  La  sola  disciplina  que  imponía — era  la 
buena  — consistía  en  la  veneración  del  Arte  y  el  desdén 
de  ios  triunfos  fáciles.  El  era  el  buen  consejero  de  las 
probidades  literarias,  sin  impedir  jamás  el  vuelo  perso- 
nal de  nuestras  aspiraciones  diversas;  él  fué,  él  es  aún 
nuestra  conciencia  poética  misma.  A  él  es  a  quien  pedi- 
mos, en  las  horas  de  duda,  que  nos  prevenga  del  mal.  El 
condena  o  absuelve  y  estamos  sometidos. 

„¡Ah!  yo  me  acuerdo  aún  de  todas  las  bromas  que  se 
hacían  entonces  sobre  nuestras  reuniones  en  el  salón  de 
Leconte  de  Lisie.  ¡Y  bierj  ]os  burlones  no  tenían  razón, 
pues  en  verdad  lo  creo  y  lo  digo:  en  esta  época,  felizmen- 
te desaparecida,  en  que  la  poesía  era  por  todas  partes 
burlada;  en  que  hacer  versos  tenía  este  sinónimo;  ¡morir 
de  hambre!;  en  que  todo  el  triunfo,  todo  el  renombre  per- 
tenecía a  los  rimadores  de  elegías  y  verseros  de  couplets, 
a  los  lloriqueadores  y  a  los  risueños;  en  que  era  suficien- 

42 


L^        o         S   __^     R^ A fí O 

te  hacer  un  soneto  para  ser  un  imbécil,  y  hacer  una  ope- 
reta para  ser  una  especie  de  grande  hombre;  en  esta 
época  era  un  belío  espectáculo  el  de  aquellos  jóvenes 
prendados  del  arte  verdadero,  perseguidores  del  ideal, 
pobres  la  mayor  parte  y  desdeñosos  de  la  riqueza,  que 
confesaban  imperturbablemente,  venga  lo  que  viniere,  su 
fe  de  poetas,  y  que  se  agrupaban,  con  una  religión  que 
nunca  ha  excluido  la  libertad  de  pensamiento,  alrededor 
de  un  maestro  venerado,  pobre  como  ellos! 

„Otro  error  sería  creer  que  nuestras  reuniones  familia- 
res fuesen  sesiones  dogmáticas  y  morosas.  Leconte  de 
Lisie  era  de  aquellos  que  pretenden  apartar,  sobre  todo 
del  elogio,  su  personalidad  íntima,  y,  por  tanto,  mi  con- 
versación no  tendrá  aquí  anécdotas.  No  diré  de  las  son- 
rientes dulzuras  de  una  familiaridad  de  que  estábamos 
tan  orgullosos,  de  las  cordialidades  de  camarada  que 
tenía  con  nosotros  el  gran  poeta,  ni  de  las  charlas  al 
amor  del  hogar-aporque  se  era  serio,  pero  alegre — ,  ni 
todo  el  bello  humor  casi  infantil  de  nuestras  apacibles 
conciencias  de  artistas  en  el  querido  salón,  poco  lujoso, 
pero  tan  neto  y  siempre  en  orden  como  una  estrofa  bien 
compuesta;  mientras  la  presencia  de  una  joven  en  medio 
de  nuestro  amistoso  respeto  agregaba  su  gracia  a  la  poe- 
sía esparcida." 

Tal  es  el  recuerdo  que  consagra  Catulle  Mendés,  en 
uno  de  sus  mejores  libros,  al  hoy  difunto  jefe  del  Par- 
naso. El  alentó  a  los  que  le  rodeaban,  como  en  otro  tiem- 
po Ronsard  a  los  de  la  Pléyade,  al  cual  cenáculo  ha  con- 
sagrado Lecorste  de  Lisie  muy  entusiásticas  frases;  pues 
quien  en  Las  Erinnias  pudo  renovar  la  máscara  esqui- 
liana,  miraba  con  simpatía  a  Ronsard,  que  tuvo  el  fuego 
pindárico,  anhelo  de  perfección  y  amor  absoluto  a  la 
belleza. 

Mas  Leconte  brillará  siempre  al  fulgor  de  Hugo.  ¿Qué 
portalira  de  nuestro  siglo  no  desciende  de  Hugo?  ¿No  ha 
demostrado  triunfantemente  Mendés  — ese  hermano  me- 
nor de  Leconte  de  Lisie — que  hasta  el  árbol  genealógico 
de  los  Rougon  Macquart  ha  nacido  al  amor  del  roble 
enorme  del  más  grande  de  los  poetas?  Los  parnasianos 

43 


RUBÉN  DARÍO 

proceden  de  los  románticos,  como  los  decadentes  de  los 
parnasianos.  La  leyenda  de  los  siglos  refleja  su  luz  cíclica 
sobre  los  Poemas  trágicos,  antiguos  y  bárbaros.  La  misma 
reforma  métrica  de  que  tanto  se  enorgullece  con  j'.isticia 
el  Parnaso,  ¿quién  ignora  que  fué  comenzada  por  el  co- 
losal artífice  revolucionario  en  1830? 

La  fama  no  ha  sido  propicia  a  Leconte  de  Lisie.  Hay 
en  él  mucho  de  olímpico,  y  esto  le  aleja  de  la  gloria  co- 
mún de  los  poetas  humanos.  En  B'rancia,  en  Europa,  en 
el  mundo,  tan  solamente  los  artistas,  los  letrados,  los  poe- 
tas conocen  y  leen  aquellos  poemas.  Entre  sus  seguido- 
res, uno  hay  que  ?dquirió  gran  renombre:  José  María  de 
Heredia,  también  como  él  nacido  en  una  isla  tropical.  En 
lengua  castellana  apenas  es  conocido  Leconte  de  Lisie. 
Yo  no  sé  de  ningún  poeta  que  le  haya  traducido,  excep- 
tuando al  argentino  Leopoldo  Díaz,  mi  amigo  muy  esti- 
mado, quien  ha  puesto  en  versos  castellanos  el  "Cuer- 
vo"— con  motivo  de  lo  cual  el  poeta  francés  le  envió  una 
real  esquela—,  "El  sueño  del  cóndor",  "El  desierto",  "La 
tristeza  del  diablo"  y  "La  espada  de  Angantir",  todo  de 
los  Poemas  bárbaros  como  también  "Los  Elfos",  cuya 
traducción  es  la  siguiente: 

De  tomillo  y  rústicas  hierbas  coronados, 
los  Elfos  alegres  bailan  en  los  prados. 

Del  bosque  por  arduo  y  angosto  sendero 
en  corcel  obscuro  marcha  un  caballero. 
Sus  espuelas  brillan  en  la  noche  bruna, 
y,  cuando  en  su  rayo  le  envuelve  la  luna, 
fulgurando  luce  con  vivos  destellos 
un  casco  de  plata  sobre  sus  cabellos. 

De  tomillo  y  rústicas  hierbas  coronados, 
los  Elfos  alegres  bailan  en  los  prados. 

Cual  ligero  enjambre,  todos  le  rodean, 
y  en  el  aire  mudo  raudos  voltejean. 
— Gentil  caballero,  ¿dó  vas  tan  de  prisa? — 
la  reina  pregunta,  con  suave  sonrisa — . 
Fantasmas  y  endriagos  hallarás  doquiera; 
ven,  y  danzaremos  en  la  azul  pradera. 


os  RARO 


De  tomillo  y  rústicas  hierbas  coronados, 
los  Elfos  alegres  bailan  en  los  prados. 

— ¡No!  Mi  prometida,  la  de  ojos  hermosos, 

me  espera,  y  mañana  seremos  esposos. 

Dejadme  prosiga,  Elfos  encantados, 

que  holláis  vaporosos  el  musgo  en  los  prados. 

Lejos  estoy,  lejos,  de  la  amada  mía, 

y  ya  los  fulgores  se  anuncian  del  día. 

De  tomillo  y  rústicas  hierbas  coronados, 
los  Elfos  alegres  bailan  en  los  prados. 

— Queda,  caballero;  te  daré  a  que  elijas 

el  ópalo  mágico,  las  áureas  sortijas 

y  lo  que  más  vale  que  gloria  y  fortuna: 

mi  saya,  tejida  con  rayos  de  luna. 

— ¡No! — dice  él. — ¡Pues  anda! — Y  su  blanco  dedo 

su  corazón  toca  e  infúndele  miedo. 

De  tomillo  y  rústicas  hierbas  coronados, 
los  Elfos  alegres  bailan  en  los  prados. 

Y  el  corcel  obscuro,  sintiendo  la  espuela, 
parte,  corre,  salta,  sin  retardo  vuela; 
mas  el  caballero,  temblando,  se  inclina: 
ve  sobre  la  senda  forma  blanquecina 
que  los  brazos  tiende,  marchando  sin  ruido. 
— ¡Déjame,  oh  demonio,   Elfo  maldecido! 

De  tomillo  y  rústicas  hierbas  coronados, 
los  Elfos  alegres  bailan  en  los  prados. 

— ¡Déjame,  fantasma  siempre  aborrecida! 
Voy  a  desposarme  con  mi  prometida. 
—Oh,  mi  amado  esposo;  la  tumba  perenne 
será  nuestro  lecho  de  bodas  solemne. 

¡He  muerto! — dice  ella,  y  él,  desesperado, 
de  amor  y  de  angustia  cae  muerto  a  su  lado. 

De  tomillo  y  rústicas  hierbas  coronados, 
los  Elfos  alegres  bailan  en  los  prados. 

45 


RUBÉN  DAR 


Duerma  en  paz  el  hermoso  anciano,  el  caballero  de 
Apolo.  Ya  su  espíritu  sabrá  de  cierto  lo  que  se  esconde 
tras  el  velo  negro  de  la  tumba^  Llegó  por  fin  la  por  él 
deseada,  la  pálida  mensajera  de  la  verdad. 

Flnjome  la  llegada  de  su  sombra  a  una  de  las  islas  glo- 
riosas, Tempes,  Amatuntes  celestes,  en  donde  los  orfeos 
tienen  su  premio.  Recibiránle  con  palmas  en  las  manos 
coros  de  vírgenes  cubiertas  de  albas,  impalpables  vesti- 
duras; a  lo  lejos  destacaráse  la  armonía  del  pórtico  de  un 
templo;  bajo  frescos  laureles,  se  verán  las  blancas  barbas 
de  los  antiguos  amados  de  las  musas,  Homero,  Sófocles, 
Anací  eonte.  En  un  bosque  cercano,  un  grupo  de  centau- 
ros, Quirón  a  la  cabeza,  se  acerca  para  mirar  al  recién 
llegado.  Brota  del  mar  un  himno.  Pan  aparece.  Por  el 
aire  suave,  bajo  la  cúpula  azul  del  cielo,  un  águila  pasa, 
en  vuelo  rápido,  camino  del  país  de  las  pagodas,  de  los 
lotos  y  de  los  elefantes. 


46 


PAUL  VERLAINE 


al  fin  vas  a  descansar;  y  al  fin  has  dejado  de 
arrastrar  tu  pierna  lamentable  y  anquilótica, 
y  tu  existencia  extraña  llena  de  dolor  y  de 
ensueños,  ¡oh  pobre  viejo  divino!  Ya  no 
padeces  el  mal  de  la  vida,  complicado  en  ti 
con  la  maligna  influencia  de  Saturno. 
Mueres,  seguramente  en  uno  de  los  hospitales  que  has 
hecho  amar  a  tus  discípulos,  tus  "palacios  de  invierno", 
los  lugares  de  descanso  que  tuvieron  tus  huesos  vaga- 
bundos, en  la  hora  de  los  implacables  reumas  y  de  las  du- 
ras miserias  parisienses. 

Seguramente,  has  muerto  rodeado  de  los  tuyos,  de  los 
hijos  de  tu  espíritu,  de  los  jóvenes  oficiantes  de  tu  iglesia, 
de  los  alumnos  de  tu  escuela,  ¡oh  lírico  Sócrates  de  un 
tiempo  imposible! 

Pero  mueres  en  un  instante  glorioso:  cuando  tu  nombre 
empieza  a  triunfar,  y  la  simiente  de  tus  ideas  a  conver- 
tirse en  magníficas  flores  de  arte,  aun  en  países  distintos 
del  tuyo;  pues  es  el  momento  de  decir  que  hoy,  en  el  mun- 
do entero,  tu  figura,  entre  los  escogidos  de  diferentes 
lenguas  y  tierras,  resplandece  eu  su  nimbo  supremo,  así 
sea  delante  del  trono  del  enorme  Wagner. 


R       U      B      E      N  DA      R      I O 

El  holandés  Bivanck  se  representa  a  Verlaine  como  un 
leproso  sentado  a  la  puerta  de  una  catedral,  lastimoso, 
mendicante,  despertando  en  los  fieles  que  entran  y  salen 
la  compasión,  !a  candad.  Alfred  Ernst  le  compara  con 
Benoit  Labre,  viviente  símbolo  de  enfermedad  y  de  mise- 
ria; antes  León  Eloy  le  había  llamado  también  el  Lepro- 
so en  el  portentoso  tríptico  de  su  "Brelan",  en  donde  está 
pintado  en  compañía  del  Niño  Terrible  y  del  Loco:  Bar- 
bey  d'x\urevil¡e  y  Ernesto  Helio.  ¡Ay,  fué  su  vida  así! 
Pocas  veces  ha  nacido  de  vientre  de  mujer  un  ser  que 
haya  llevado  sobre  sus  hombros  igual  peso  de  dolor.  Job 
le  diría:  "[Hermano  mío!" 

Yo  confieso  que  después  de  hundirme  en  el  agitado 
golfo  de  sus  libros;  después  de  penetrar  en  el  secreto  de 
esa  existencia  única;  después  de  ver  esa  alma  llena  de  ci- 
catrices y  de  heridas  incurables,  todo  al  eco  de  celestes 
o  profanas  músicas,  siempre  hondamente  encantadoras; 
después  de  haber  contemplado  aquella  figura  imponente 
en  su  pena,  aquel  cráneo  soberbio,  aquellos  ojos  obscu- 
ros, aquella  faz  con  algo  de  socrático,  de  pierrotesco  y  de 
infantil;  después  de  mirar  al  dios  caído,  quizá  castigado 
por  olímpicos  crímenes  en  otra  vida  anterior,  después  de 
saber  la  fe  sublime  y  el  amor  furioso  y  la  inmensa  poesía 
que  tenían  por  habitáculo  aquel  claudicante  cuerpo  infe- 
liz, sentí  nacer  en  mi  corazón  un  doloroso  cariño  que  jun- 
té a  la  grande  admiración  por  el  triste  maestro. 

A  mi  paso  p  r  París,  en  1893,  me  había  ofrecido  Enri- 
que Gómez  Carrillo  presentarme  a  él.  Este  amigo  mío 
había  publicado  una  apasionada  impresión  que  figura  en 
sus  "Sensaciones  de  Arte",  en  la  cual  habla  de  una  visita 
al  cliente  del  hospital  de  Broussais.  "Y  allí  le  encontré 
siempre  dispuesto  a  la  burla  terrible,  en  una  cama  estre- 
cha de  hospital.  Su  rostro  enorme  y  simpático,  cuya  pali- 
dez extrema  me  hizo  pensar  en  las  figuras  pintadas  por 
Ribera,  tenía  un  aspecto  hierático.  Su  nariz  pequeña  se 
dilata  a  cada  momento  para  aspirar  con  delicia  el  humo 
del  cigarro.  Sus  labios  gruesos,  que  se  entreabren  para 
recitar  con  amor  las  estrofas  de  Villon  o  para  maldecir 
contra  los  poemas  de  Ronsard,  conservan  siempre  su 

50 


L OS  RAROS 

mueca  original,  en  donde  el  vicio  y  la  bondad  se  mezclan 
para  formar  la  expresión  de  la  sonrisa.  Sólo  su  barba  ru- 
bia de  cosaco  había  crecido  un  poco  y  se  había  encane- 
cido mucho." 

Por  Carrillo  penetramos  en  algunas  interioridades  de 
Verlaine.  No  era  éste  en  ese  tiempo  el  viejo  gastado  y 
débil  que  uno  pudiera  imaginarse,  antes  bien,  "un  viejo 
robusto".  Decíase  que  padecía  de  pesadillas  espantosas 
y  visiones  en  las  cuales  los  recuerdos  de  la  leyenda  obs- 
cura y  misteriosa  de  su  vida  se  compIiv:aban  con  la  tris- 
teza y  el  terror  alcohólicos.  Pasaba  sus  horas  de  enferme- 
dad, a  veces  en  un  penoso  aislamiento,  abandonado  y  ol- 
vidado, a  pesar  de  las  bondadosas  iniciativas  de  los  Men- 
dés  o  de  los  León  Deschamps. 

¡Dios  mío!  Aquel  hombre  nacido  para  las  espinas,  para 
los  garfio8  y  los  azotes  del  mundo,  se  me  apareció  como 
un  viviente  doble  símbolo  de  la  grandeza  angélica  y  de  la 
miseria  humana.  Angélico,  lo  era  Verlaine;  tiorba  alguna, 
salterio  alguno^  desde  Jacopone  de  Todi,  desde  Stabat 
Mater,  ha  alabado  a  la  Virgen  con  la  melodía  filial,  ar- 
diente y  humilde  de  Sagesse;  lengua  alguna,  como  no 
sean  las  lenguas  de  los  serafines  prosternados,  ha  canta- 
do mejor  la  carne  y  la  sangre  del  Cordero;  en  ningunas 
manos  han  ardido  mejor  los  sagrados  carbones  de  la  pe- 
nitencia; y  penitente  alguno  se  ha  flagelado  los  desnudos 
lomos  con  igual  ardor  de  arrepentimiento  que  Verlaine 
cuando  se  ha  desgarrado  el  alma  misma,  cuya  sangre 
fresca  y  pura  ha  hecho  abrirse  rítmicas  rosas  de  martirio. 

Quien  lo  haya  visto  en  sus  Confesiones,  en  sus  Hospita' 
les,  en  sus  otros  libros  íntimos,  comprenderá  bien  al  hom- 
bre— inseparable  del  poeta  — y  hallará  que  en  ese  mar 
tempestuoso  primero,  muerto  después, hay  tesoros  de  per- 
las. Verlaine  fué  un  hijo  desdichado  de  Adán,  en  el  que 
la  herencia  paterna  apareció  con  mayor  fuerza  que  en  los 
demás.  De  los  tres  Enemigos,  quien  menos  mal  le  hizo 
fué  el  Mundo.  El  Demonio  le  atacaba;  se  defendía  de  él, 
como  podía,  con  el  escudo  de  la  plegaria.  La  Carne  sí,  fué 
invencible  e  implacable.  Raras  veces  ha  mordido  cerebro 
humano  con  más  furia  y  ponzoña  la  serpiente  del  Sexo. 

SI 


RUBÉN  DARÍO 

Su  cuerpo  era  la  lira  del  pecado.  Era  un  eterno  prisione- 
ro del  deseo.  Al  andar,  hubiera  podido  buscarse  en  su 
huella  lo  hendido  del  pie.  Se  extraña  uno  no  ver  so- 
bre su  frente  los  dos  cuernecillos,  puesto  que  en  sus  ojos 
podían  verse  aún  pasar  las  visiones  de  las  blancas  ninfas, 
y  en  sus  labios,  antiguos  conocidos  de  la  flauta,  solía  apa- 
recer el  rictus  del  egipán.  Como  el  sátiro  de  Hugo,  hu- 
biera dicho  a  la  desnuda  Venus,  en  el  resplandor  del 
monte  sagrado:  "¡Viens  nous  en"...!  Y  ese  carnal  pagano 
aumentaba  su  lujuria  primitiva  y  natural  a  medida  que 
acrecía  su  concepción  católica  de  la  culpa. 

Mas  ¿habéis  leído  unas  bellas  historias  renovadas  por 
Anatole  Franca  de  viejas  narraciones  hagiográficas,  en 
las  cuales  hay  sátiros  que  adoran  a  Dios,  y  creen  en  su 
cielo  y  en  sus  santos,  llegando  en  ocasiones  hasta  ser  san- 
tos sátiros?  Tal  me  parece  Pauvre  Lelian,  mitad  cornudo 
flautista  de  la  selva,  violador  de  haraadriadas,  mitad  asce- 
ta del  Señor,  eremita  que,  extático,  cunta  sus  salmos.  El 
cuerpo  velloso  sufre  la  tiranía  de  la  sangre,  la  voluntad 
imperiosa  de  los  nervios,  la  llama  de  la  primavera,  la 
afrodisia  de  la  libre  y  fecunda  montaña;  el  espíritu  se 
consagra  a  la  alabanza  del  Padre,  del  Hijo,  del  Santo  Es- 
píritu, y,  sobre  todo,  de  la  maternal  y  casta  Virgen;  de 
modo  que  al  darla  tentación  su  clarinada,  el  espíritu,  cie- 
go, no  mira,  queda  como  en  sopor,  al  son  de  la  fanfarria 
carnal;  pero  tan  luego  como  el  sátiro  vuelve  del  boscaje 
y  el  alma  recobra  su  imperio  y  mira  a  la  altura  de  Dios, 
la  pena  es  profunda,  el  salmo  brota.  Así,  hasta  que  vuel- 
ve a  verse  pasar  a  través  de  las  hojas  del  bosque  la  ca- 
dera de  Kalixto... 

Cuando  el  doctor  Nordau  publicó  la  obra  célebre  digna 
del  doctor  Triboulat  Bonhoment,  Entartung,  la  figura  de 
Verlaine,  casi  desconocida  para  la  generalidad — y  en  la 
generalidad  pongo  a  muchos  de  la  élite  en  otros  senti- 
dos—surgió por  la  primera  vez,  en  el  más  curiosamente 
abominable  de  los  retratos.  El  poeta  de  Sagesse  estaba 
señalado  como  uno  de  los  más  patentes  casos  demostra- 
tivos de  la  afirmación  pseudocientífica  de  que  los  modos 
estéticos  contemporáneos  son  formas  de  descomposición 

52 


LOS fí AROS 

intelectual.  Muchos  fueron  los  atacados:  se  defendieron 
algunos.  Hasta  el  cabalístico  Mallarmé  descendió  de  su 
.  trípode  para  demostrar  el  escaso  intelectualismo  del  pro- 
fesor austro-alemán,  en  su  conferencia  sobre  la  Música  y 
la  Literatura  dada  en  Londres.  Pauvre  Lelian  no  se  de- 
fendió a  sí  mismo.  Comentaría  cuando  más  el  caso  con 
algunos  ]dam!  en  el  Francois  I  o  en  el  D'Harcout.  Varios 
amigos  discípulos  le  defendieron;  entre  todos  con  vigor  y 
maestría  lo  hizo  Charles  Tennib,  y  su  hermoso  y  justifica- 
do ímpetu  correspondió  a  la  presentación  del  "caso" 
por  Max  Nordau: 

"Tenemos  ante  nosotros  la  figura  bien  neta  del  jefe 
más  famoso  de  los  simbolistas.  Vemos  un  espantoso  de- 
generado, de  cráneo  asimétrico  y  rostro  mongoloide,  un 
vagabundo  impulsivo,  un  dipsómano...  un  erótico...  un 
soñador  emotivo,  débil  de  espíritu,  que  lucha  dolorosa- 
mente  contra  sus  malos  instintos  y  encuentra  a  veces 
en  su  angustia  conmovedores  acentos  de  queja,  un  místi- 
co cuya  conciencia  humosa  está  llena  de  representacio- 
nes de  Dios  y  de  los  santos;  y  un  viejo  chocho,  etc.» 

En  verdad  que  los  clamores  de  ese  generoso  De  Ami- 
cis  contra  la  ciencia  que  acaba  de  descuartizar  a  Leopar- 
di  después  de  desventrar  a  Tasso,  son  muy  justos  e  in- 
suficientemente iracundos. 

En  la  vida  de  Verlaine  hay  una  nebulosa  leyenda  que 
ha  hecho  crecer  una  verde  pradera  en  que  ha  pastado  a 
su  placer  el  "pan-rauflisrae".  No  me  detendré  en  tales  mi- 
serias. En  estas  líneas  escritas  al  vuelo,  y  en  el  momento 
de  la  impresión  causada  por  su  muerte,  no  puedo  ser  tan 
extenso  como  quisiera. 

De  la  obra  de  Verlaine,  ¿qué  decir?  El  ha  sido  el  más 
más  grande  de  los  poetas  de  este  siglo.  Su  obra  está  es- 
parcida sobre  la  faz  del  mundo.  Suele  ya  ser  vergonzoso 
para  los  escritores  ápteros  oficiales  no  citar  de  cuando 
en  cuando,  siquiera  sea  para  censurar  sordamente,  a  Paul 
Verlaine.  En  Suecia  y  Noruega  los  jóvenes  amigos  de 
Joñas  Lee  propagan  la  influencia  artística  del  maestro. 
En  Inglaterra,  adonde  iba  a  dar  conferencias,  gracias  a 
los  escritores  nuevos,  como  Symons,  y  los  colaboradores 

53 


R 


U      B      E      N 


D 


R 


O 


del  Yellow  Book,  el  nombre  ilustre  se  impone;  la  New 
Review  daba  sus  versos  en  francés.  En  los  Estados  Uni- 
dos antes  de  publicarse  el  conocido  estudio  de  Symons 
en  el  Hapers^s  -Te  decadent  movement  in  liíeraíure—la. 
fama  del  poeta  era  conocida.  En  Italia,  D'Annunzio  reco- 
noce en  él  a  uno  de  los  maestras  que  le  ayudaran  a 
subir  a  la  gloria;  Vittorio  Pica  y  los  jóvenes  artistas  de 
la  Tavola  Rotonda  exponen  sus  doctrinas;  en  Holanda  la 
nueva  generación  literaria — nótese  un  estudio  de  Wer- 
wey — le  saludan  en  su  alto  puesto;  en  España  es  casi  des- 
conocido y  serálo  por  mucho  tiempo:  solamente  el  talen- 
to de  Clarín  creo  q  je  lo  tuvo  en  alta  estima;  en  lengua  es- 
pañola no  se  ha  escrito  aún  nada  digno  de  Verlaine,  ape- 
nas lo  publicado  por  Gómez  Carrillo;  pues  las  impresio- 
nes y  notas  de  Bonafoux  y  Eduardo  Pardo  son  ligerí- 
simas. 

Va3'an,  pues,  estas  líneas  como  ofrenda  del  momento. 
Otra  será  la  ocasión  en  que  consagre  al  gran  Veilaine  el 
estudio  que  merece.  Por  hoy,  no  cabe  el  análisis  de 
su  obra, 

«Esta  pata  enferma  me  hace  sufrir  un  poco:  me  propor- 
ciona, en  cambio,  más  comodidad  que  mis  versos,  que  me 
han  hecho  sufrir  tanto!  Si  no  fuese  por  el  reumatismo,  yo 
no  podría  vivir  de  mis  rentas.  Estando  bueno,  no  lo  admi- 
ten 3  uno  en  el  hospital.» 

Esas  palabras  .pintan  al  hermano  trágico  de  Villon. 

— No  era  mala,  estaba  enferma  su  ammula,  blandula, 
vagula...  ¡Dios  la  haya  acogido  en  el  cielo  como  en  un 
hospital! 


41^ 


54 


El  conde  Matías  Augusto  de  Villiers 
DE  l'Isle  Adam 


EL  CONDE  MATÍAS  AUGUSTO 

DE  VILLIERS  DE  L'ISLE  ADAM 

¡Va  oultre! 

(Divisa  de  los  Villiers  de  l'Isle  Adam.) 


STE  era  un  rey.,."  Así,  como  en  los  cuentos 
azules,  hubiera  debido  empezar  la  historia 
del  monarca  raté^  pero  prodigioso  poeta, 
que  fué  en  esta  vida  el  conde  Matías  Felipe 
Augusto  de  Villiers  de  l'Isle  Adam.  Puédes« 
construir  este  fragmento  de  historia  ideai: 
"Por  aquel  tiempo  fué  a  mediados  del  indecoroso  si- 
glo XIX — ,  el  país  de  Grecia  vio  renacer  su  esplendor.  Un 
príncipe  semejante  a  los  príncipes  antiguos,  se  coronó  en 
Atenas,  y  brilló  como  un  astro  real.  Era  descendiente  d« 
los  caballeros  de  Malta;  había  en  él  algo  del  príncipe 
Haralet  y  mucho  del  rey  Apolo;  hacía  anunciar  su  paso 
con  trompetas  de  plata;  recorría  los  campos  en  carroza» 
heroicas,  tiradas  por  cuadrillas  de  caballos  blancos;  echó 
de  su  reino  a  todos  los  ciudadanos  de  los  Estados  Unidos 
de  Norte  América;  pensionó  magníficamente  a  pintores, 
escultores  y  rimadores,  de  modo  que  las  abejas  áticas  se 
despertaban  a  un  sonido  de  cinceles  y  de  liras;  pobló  ci« 
estatuas  los  bosques;  hizo  volver  a  los  ojos  de  los  pasto- 
res la  visión  de  las  ninfas  y  de  las  diosas;  recibió  la  vi- 
sita de  un  soberano  soñador  que  se  llamaba  Luis  de  Ba- 

57 


RUBÉN  D ARIO 

viera,  señor  hermoso  como  Lohengrin,  y  a  quien  amaba 
Loreley  v  vivía  junto  a  un  lago  azul  nevado  de  cisnes; 
llevó  a  Wagner  a  la  harmoniosa  tierra  del  Olimpo,  de 
modo  que  el  bello  sol  griego  puso  su  aureola  de  oro  en 
la  divina  frente  de  Euforión;  envió  embajadas  a  los  paí- 
ses de  Oriente  y  cerró  las  puertas  del  reino  a  los  bárba- 
ros occidentales;  volvió,  gracias  a  él,  la  gloria  de  las  mu- 
sas, y  cuando  murió  no  se  supo  si  fué  un  águila  o  un  uni- 
cornio quien  ¡levó  su  cuerpo  a  un  lugar  misterioso.» 

Pero  la  suerte,  ¡oh,  sire,  oh  excelso  poeta!,  no  quiso 
que  se  realizase  ese  adorable  sueño,  en  este  tiempo  que 
ha  podido  envolver  en  la  más  alta  apoteosis  la  abomina- 
ble figura  de  un  Franklin! 

Villjers  de  l'Isle  Adam  es  un  ser  raro  entre  los  raros. 
Todos  los  que  le  conocieron  conservan  de  él  la  impre- 
sión de  un  personaje  extraordinario 

A  los  ojos  del  hermético  y  fastuoso  Mallarmé  es  un 
tipo  de  ilusión,  un  solitario  -  como  las  más  bellas  piedras 
y  las  más  santas  almas  ;  además,  en  todo  y  por  todo,  un 
rey;  un  rey  absurdo  si  queréis,  poético,  fantástico;  pero 
un  rey.  Luego  un  genio.  "El  joven  más  magníficamente 
dotado  de  su  generación»,  escribe  Henry  Laujol.  Mendés 
exclama  a  propósito  de  Villiers,  en  1884: 

"¡Desgraciados  los  semidioses!  Están  demasiado  lejos 
de  nosotros  para  que  les  amemos  como  hermanos  y  de- 
masiado cerca  para  aue  les  adoremos  como  a  maestros." 
El  tipo  del  semigenio,  descripto  por  el  poeta  de  Pante- 
leia,  es  verdadero.  Más  de  una  vez  habréis  pensado  en 
ciertos  espíritus  que  hubieran  podido  ser,  como  una  chis- 
pa más  del  fuego  celeste  con  que  Dios  forma  los  genios, 
genios  completos,  genios  totales;  pero  que.  águilas  de 
cortas  alas,  ni  pueden  llegar  a  la  suprema  altura,  como  los 
cóndores,  ni  revolar  en  el  bosque,  como  los  ruiseñores. 

Van  más  allá  del  talento  los  seniigenios;  pero  no  tie- 
nez  vez  para  decir,  como  en  la  página  de  Hugo,  a  las 
puertas  de  lo  infinito:  "Abrid;  yo  soy  el  Dante."  Por  lo 
tanto,  flotan  aislados  sin  poder  subir  a  las  fortalezas  titá- 
nicas de  Shakespeare,  ni  acogerse  a  los  kioscos  floridos 
de  Gautier.  Y  son  desgraciados. 

58 


LOS  RAROS 

Hoy,  ya  publicada  toda  la  obra  de  Villiers  de  l'Isle 
Adam,  no  hay  casi  vacilación  alguna  en  poder  saludarle 
entre  los  espíritus  augustos  y  superiores.  Si  genio  es  el 
que  crea,  y  el  que  ahonda  más  en  lo  divino  y  misterioso, 
Villiers  fué  genio. 

Nació  para  triunfar  y  murió  sin  ver  su  triunfo;  descen- 
diente de  nobilísima  familia,  vivió  pobre,  casi  miserable; 
aristócrata  por  sangre,  arte  y  gustos,  tuvo  que  frecuentar 
medios  impropios  de  su  delicadeza  y  realeza.  Bien  hizo 
Verlaine  en  incluirle  entre  sus  poetas  malditos.  Aquel 
orgulloso,  del  más  justo  orgullo;  aquel  artista  que  escri- 
bía: «¿Que  nos  importa  la  justicia?  Quien  al  nacer  no 
trae  en  su  pecho  su  propia  gloria,  no  conocerá  nunca  la 
significación  real  de  esa  palabra>—,  hizo  su  peregrina- 
ción por  la  tierra  acompañado  del  sufrimiento,  y  fué  un 
maldito. 

Según  Verlaine,  y  sobre  todo,  según  su  biógrafo  y  pri- 
mo R.  du  Pontavice  de  Heussey,  comenzó  por  escribir 
versos.  Despertó  a  la  poesía  en  la  campaña  bretona,  don- 
de, como  Poe,  tuvo  un  amor  desgraciado,  una  ilusión 
dulce  3'  pura  que  se  llevó  la  muerte.  Es  de  notarse  que 
casi  todos  los  grandes  poetas  han  sufrido  el  mismo  do- 
lor: de  aquí  esa  bella  constelación  de  divinas  difuntas 
que  brillan  milagrosamente  en  el  cielo  del  arte,  y  que  se 
llaman  Beatrice,  Lady  Rowena  de  Tremain;  y  la  dama 
sublime  que  hizo  vibrar  con  melodiosa  tristeza  el  laúd 
de  Dante  Gabriel  Rosseti.  Villiers,  a  los  diez  y  siete  años 
cantaba  ya: 

¡Oh!,  vous  souvenez  vous,  forét  délicieuse, 
de  la  jolie  enfant  qui  passait  gracieuse, 
souriant  fimplement  au  ciel,  á  l'avenir, 
se  perdant  avec  moi  dans  ees  vertes  allées? 
¡Eh  bien!,  parmi  les  lis  de  vos  sombres  vallées 
vous  ne  la  verrez  plus  venir. 

Villiers  no  volvió  a  amar  con  el  fuego  de  sus  prime- 
ros años;  esa  casi  infantil  pasión  fué  la  más  grande  de 
su  vida. 

Advierte  Gautier,  al  hablar  en  sus  Grotesques  de  Cha- 

59 


RUBÉN DAR      I      O 

pelain,  cómo  la  familia  de  éste,  contrariando  el  natural 
horror  que  los  padres  tienen  por  la  carrera  literaria,  se 
propuso  dedicarle  a  la  poesía.  El  resultado  fué  dotar  a  las 
letras  francesas  de  un  excelente  mal  poeta.  No  fué  así 
por  cierto  el  caso  de  Villiers.  Sus  padres  le  alentaron  en 
sus  luchas  de  artista,  desde  los  primeros  años;  por  ley 
atávica  existía  en  toda  esa  familia  el  sentimiento  de  las 
grandezas  y  la  confianza  en  todas  las  victorias.  Jamás 
dejaron  de  tener  esperanza  los  buenos  viejos — principal- 
mente ese  soberbio  marqués,  buscador  de  tesoros — ,  en 
que  la  cabeza  de  su  Matías  estaba  destinada  para  la  co- 
rona, ya  fuese  la  de  los  reyes,  o  la  verde  y  fresca  de  lau- 
rel. Si  apenas  logró  entrever  ésta  en  los  últimos  días  de 
su  existencia — a  punto  de  que  Verlaine  le  llamase  "tres 
glorieux" — ,  la  de  crucificado  del  arte  llevó  siempre  cla- 
vada el  infeliz  sonador. 

Cuando  Villiers  llegó  a  París  era  el  tiempo  en  que  sur- 
gía el  alba  del  Parnaso.  Entre  todos  aquellos  brillantes 
luchadores  su  llegada  causó  asombro.  Coppée,  Dierx, 
Heredia,  Verlaine,  le  saludaron  como  a  un  triunfante  ca- 
pitán. Mallarmé  dice:  «¡Un  genio!»  Así  lo  comprendimos 
nosotros.  El  genio  se  reveló  desde  las  primeras  poesías, 
publicadas  en  un  volumen  dedicado  al  conde  Alfred  de 
Vigny.  Luego,  en  la  Revue  Fantaisiste,  que  dirigía  Ca- 
tulle  Mendés,  dio  vida  al  personaje  más  sorprendente 
que  haya  animado  ,1a  literatura  de  este  siglo:  el  doctor 
Tribuiat  Bonhomet.  Solamente  un  soplo  de  Shakespeare 
hubiera  podido  hacer  vivir,  respirar,  obrar  de  ese  modo, 
al  tipo  estupendo  que  encarna  nuestro  incomparable 
tiempo. 

El  Dr.  Tiibulat  Bonhomet  es  una  especie  de  Don  Qui- 
jote trágico  y  maligno,  perseguidor  de  la  Dulcinea  del 
utilitarismo  y  cuya  figura  está  pintada  de  tal  manera,  que 
hace  temblar.  La  influencia  misteriosa  y  honda  de  Poe  ha 
prevalecido,  es  innegable,  en  la  creación  del  personaje. 

Oigamos  a  Huyssmans:  habla  de  Des  Esseintes:  **En- 
tonces  se  dirigía  a  Villiers  de  l'Isle  Adam,  en  cuya  obra 
esparcida  notaba  observaciones  aún  sediciosas,  vibracio- 
nes aún  espasmóticas,  pero  que  ya  nodardeaban — a  ex- 

60 


LOS R         A         ROS 

cepción  de  su  Qaire  Lenoir,  al  menos— un  horror  tan  es- 
pantable..." 

La  historia  de  "discréte  et  scientifique  personne,  dame 
veuve  Claire  Lenoir",  que  es  la  misma  en  que  aparece 
el  Dr.  Bonhomet,  tiene  páginas  en  que  se  cree  ver  un 
punto  más  allá  de  lo  desconocido. 

Shakespeare  y  Poe  han  producido  semejantes  relám- 
pagos, que  medio  iluminan,  siquiera  sea  por  un  instante, 
las  tinieblas  de  la  muerte,  el  obscuro  reino  de  lo  sobre- 
natural. Este  impulso  hacia  lo  arcano  de  la  vida  persiste 
en  obras  posteriores  como  los  Cuentos  crueles,  los  Nue- 
vos cuentos  crueles,  Isis  y  una  de  las  novelas  más  origina- 
les y  fuertes  que  se  hayan  escrito:  La  Eva  futura.  Espiri- 
tualista convencido,  el  autor,  apoyado  en  Hegel  y  en 
Kant,  volaba  por  el  orbe  de  las  posibilidades,  teniendo  a 
su  servicio  la  razón  práctica,  mientras  tomaba  fuerza 
para  ascender  y  asir  de  su  túnica  impalpable  a  Psiquis. 
TuUia  Frabiana,  primera  parte  de  Isis,  acusa  en  Villiers, 
a  los  ojos  de  la  crítica  exigente,  exageración  romántica. 

A  esto  no  habría  que  decir  sino  que  Tullia  Fabriana 
fué  el  Han  de  Islandia  de  Villiers  de  l'Isle  Adam. 

Su  vida  es  otra  novela,  otro  cuento,  otro  poema.  De 
ella  veamos,  por  ejemplo,  la  leyenda  del  rey  de  Grecia, 
apoyadosen  las  narraciones  de  Laujol,  Verlaine  y  B.  Bon- 
tavice  de  Heussey.  Dice  el  último:  "En  el  año  de  gra- 
cia de  1863,  en  la  época  en  que  el  gobierno  imperial  irra- 
diaba con  su  más  fulgurante  brillo,  faltaba  un  rey  al  pue- 
blo de  los  helenos.  Las  grandes  potencias  que  protegían 
a  la  heroica  y  pequeña  nación  a  que  Byron  sacrificó  su 
vida,  Francia,  Rusia,  Inglaterra,  se  pusieron  a  buscar  un 
joven  tirano  constitucional  para  darlo  a  su  protegida.  Na- 
poleón in  tenía  en  esta  época  voz  preponderante  en  los 
congresos,  y  se  preguntaban  con  ansiedad  si  él  presen- 
taría un  candidato  y  si  éste  seria  francés.  En  fin,  los  dia- 
rios aparecían  llenos  de  decires  y  comentarios  sobre  ese 
asunto  palpitante:  la  cuestión  griega  estaba  a  la  orden 
del  día.  Los  noticieros  podían  sin  temor  dar  rienda  suelta 
a  la  imaginación,  pues  mientras  que  las  otras  naciones 
parecían  haber  definitivamente  escogido  al  hijo  del  rey 

61 


R       U      B      E N_ parí O 

de  Dinamarca— el  emperador,  tan  justamente  llamado 
*el  príncipe  taciturno"  por  su  amigo  de  días  sombríos, 
Carlos  Dickens  el  emperador,  digo  continuaba  callado  y 
haciendo  guardar  su  decisión.  Así  estaban  las  cosas, 
cuando  una  mañana  de  principios  de  Marzo,  el  gran  mar- 
qués (habla  del  padre  de  Villiers)  entra  como  huracán  en 
el  triste  salón  de  la  calle  Saint-Honoré,  blandiendo  un 
diario  sobre  su  cabeza  y  en  un  indescriptible  estado  de 
exaltación  que  pronto  compartió  toda  la  familia.  He  aquí 
en  efecto  la  extraña  noticia  que  publicaban  esa  mañana 
muchas  hojas  i)arisienses:  "Sabemos  dt  fuente  autorizada 
que  una  nueva  candidatura  al  trono  de  Grecia  acaba  de 
brotar.  El  candidato  esta  vez  es  un  gran  señor  francés, 
muy  conocido  de  todo  París:  el  conde  Matías  Augusto  de 
Villiers  de  l'Isle  Adam,  último  descendiente  de  la  augus- 
ta línea  que  ha  producido  al  heroico  defensor  de  Rodas 
y  al  primer  gran  maestre  de  Malta.  En  la  última  recep- 
ción íntima  del  emperador,  habiéndole  a  éste  preguntado 
uno  de  sus  familiares  sobre  el  éxito  que  pudiera  tener 
esta  candidatura,  su  majestad  ha  sonreído  de  una  manera 
enigmática.  Todos  nuestros  votos  al  nuevo  aspirante  a 
rey."  "Los  que  me  han  seguido  hasta  aquí  se  figurarán 
seguramente  el  efecto  que  debió  producir  en  imaginacio- 
nes como  las  de  la  familia  de  Villiers  semejante  lectu- 
ra, etc  ,  etc."  Hasta  aquí  Pontevice.  Sea,  pase  que  haya 
habido  en  la  noticia  antes  copiada  engaño  o  broma  de 
algún  mixtificador;  pero  es  el  caso  que  en  las  Tullerías  se 
la  concedió  una  audiencia  al  flamante  pretendiente,  para 
tratar  del  asunto  en  cuestión.  He  allí  que  bien  trajeado — 
¡no,  ah,  con  el  manto,  ni  la  ropilla,  o  la  armadura  de  sus 
abuelos! — fué  recibido  el  conde  en  el  palacio  real,  por  el 
duque  de  Bassano.  Villiers  vivía  en  el  mundo  de  sus  en- 
sueños, y  cualquier  monarca  moderno  hubiera  sido  un 
buen  burgués  delante  de  él,  a  excepción  de  Luis  de  Ba- 
viera,  el  loco.  Matías  I,  el  poeta,  desconcertó  con  sus  rare- 
zas al  chambelán  imperial;  creyó  ser  víctima  de  ocultos 
enemigos,  pensó  una  tragedia  shakespeariana  en  pocos 
minutos;  no  quiso  hablar  sino  con  el  emperador.  "II  vous 
faudra  done  prendre  la  peine   de  venir  une  autre   fois, 

62 


LOS R         A R O         S 

monsieur  le  comte,  dit  le  duc  en  se  levant;  sa  majesté 
était  occupée  et  m'avait  chargé  de  vous  recevoir"  (i). 
Así  concluyó  la  pretensión  al  trono  de  Grecia,  y  los  grie- 
gos perdieron  la  oportunidad  de  ver  resucitar  los  tiempos 
de  Píndaro,  bajo  el  poder  de  un  rey  lírico  que  hubiera 
tenido  un  verdadero  cetro,  una  verdadera  corona,  un  ver- 
dadero manto;  y  que  desterrando  las  abominaciones  occi- 
dentales—paraguas, sombrero  de  pelo,  periódicos,  cons- 
tituciones, etc  , — la  Civilización  y  el  Progreso,  con  ma- 
yúsculas, haría  florecer  los  viejos  bosques  fabulosos,  y 
celebrar  el  triunfo  de  Homero,  en  templos  de  mármol, 
bajo  los  vuelos  de  las  palomas  y  de  las  abejas,  y  al  má- 
gico son  de  las  ilustres  cigarras. 

Hay  otras  páginas  admirables  en  la  vida  de  este  mag- 
nífico desgraciado.  Los  comienzos  de  su  vida  literaria 
los  han  descripto  afectuosamente  y  elogiosamente  Cop- 
pée,  Mendés,  Verlaine,  Mallarmé,  Laujoi;  los  últimos  mo- 
mentos de  su  vida,  nadie  ios  ha  pintado  como  el  admira- 
ble Huyssmans.  El  asunto  del  progreso  con  motivo  de 
Perrinet  heclerc,  drama  histórico  de  Lockroy  y  Anicet 
Bourgeois,  dio  cierto  relieve  al  nombre  de  Villiers;  pues 
únicamente  una  alma  como  la  suya  hubiera  intentado, 
con  todo  el  fuego  de  su  entusiasmo,  salir  a  la  defensa  de 
un  tan  antiguo  antepasado  como  e!  mariscal  Jean  de  l'Isle 
Adam,  difamado  en  la  pieza  dramática  antes  nombrada. 
Después  el  duelo  con  el  otro  Villiers  militar,  que  desde- 
ñándole antes,  al  llegar  el  momento  del  combate, le  abraza 
y  reconoce  su  nobleza. 
Algunas  anécdotas  y  algunas  palabras  de  Coppée: 
Se  refiere  a  la  llegada  de  Villiers  al  cenáculo  parna- 
siano: "Súbitamente  en  la  asamblea  de  poetas  un  grito 
jovial  fué  lanzado  por  todos:  ¡Villiers!  ¡Es  Villiers!  Y  de 
repente  un  joven  de  ojos  azul  pálido,  piernas  vacilantes, 
mordiendo  un  cigarro,  moviendo  con  gesto  capital  su  ca- 
bellera desordenada  y  retorciendo  su  corto  bigote  rubio, 
entra  con  aire  turbado,  distribuye  apretones  de  mano 
distraídos,  ve  el  piano  abierto,  se  sienta,  y  crispados  sus 

(i)    V.  Poulavice. 

63 


RUBÉN  DAR      I      O 

decios  sobre  el  teclado,  canta  con  voz  que  tiembla,  pero 
cuyo  acento  mágico  y  profundo  jamás  olvidará  ninguno 
de  nosotros,  una  melodía  que  acaba  de  improvisar  en  la 
calle,  una  vaga  y  misteriosa  melopea  que  acompañaba, 
duplicando  la  impresión  turbadora,  el  bello  soneto  de 
Beaudelaire: 

Nous  aurons  des  lits  pleins  d'odeurs  légers, 
Des  divans  profonds  comme  des  tombeaux,  etc. 

Después,  cuando  todo  el  mundo  está  encantado,  el  can- 
tor, mascullando  las  últimas  notas  de  su  melodía,  se  inte- 
rrumpe bruscamente,  se  levanta,  se  aleja  del  piano,  va 
como  a  ocultarse  a  un  rincón  del  cuarto,  y,  enrollando 
otro  cigarrillo,  lanza  a  su  auditorio  estupefacto  un  vistazo 
desconfiado  y  circular,  una  mirada  de  Hamlet  a  los  pies 
de  Ofelia,  en  la  representación  del  asesinato  de  Gonzaga. 
Tal  se  nos  apareció,  hace  diez  y  ocho  años,  en  las  amis- 
tosas reuniones  de  la  rué  de  Douai,  en  casa  de  Catulle 
Mendés,  el  conde  Auguste  Villiers  de  l'Isle  Adam." 

El  año  de  1875  se  promovió  un  concurso  en  París  para 
premiar  con  una  fuerte  suma  y  una  medalla  "al  autor 
dramático  francés  que  en  una  obra  de  cuatro  o  cinco  ac- 
tos recordara  más  poderosamente  el  episodio  de  la  pro- 
clamación de  la  Independencia  de  los  Estados  Unidos, 
cuyo  centesimo  aniversario  caía  en  4  de  Julio  de  1876". 
El  tema  habría  regocijado  al  Dr.  Tribulat  Bohomet.  Vi- 
lliers se  decidió  a  optar  al  premio  y  a  la  medalla. 

El  jurado  estaba  compuesto  de  críticos  de  los  diarios, 
de  Augier,  Feuillet,  LegoMvé,  GrenvUle,  Murray,  del 
Herald  de  New  York,  Per,  ía  y,  como  presidente  de  ho- 
nor, Víctor  Hugo.  El  conde  Matías  creó  una  obra  ideal 
en  un  terreno  prosaico  y  difícil. 

No  lo  hubiera  hecho  de  distinto  modo  el  autor  de  los 
Cuentos  extraordinarios.  En  resumen,  y  naturalmente,  no 
se  ganó  el  premio. 

Furioso,  fulminante,  se  dirigió  nada  menos  que  a  casa 
del  dios  Hugo,  que  en  aquellos  días  estaba  en  la  época 
más  resplandeciente  y  autocrática  de  su  imperio.  Entró  y 

64 


L O        S R ARO  5 

lanzó  sus  protestas  a  la  faz  del  César  literario,  a  quien 
llegó  a  acusar  de  deslealtad,  y  a  cuya  chochez  aludió. 

Un  señor  había  allí  entre  los  príncipes  de  la  corte,  que 
se  encaró  con  Villiers  y  le  arrojó  esta  frase:  "¡La  probi- 
dad no  tiene  edad,  señorl" 

Villiers  le  midió  con  una  vaga  mirada,  y  muy  dulce- 
mente respondió  al  viejo:  "Y  la  tontería,  tampoco,  se- 
ñor" (i). 

Cuando  Druraont  hizo  estallar  su  primer  torpedo  anti- 
semita con  la  publicación  de  la  France  Juive ,  los  podero- 
sos israelitas  de  París  buscaron  un  escritor  que  pudiese 
contestar  victoriosamente  la  obra  formidable  del  panfle- 
tista. Alguien  indicó  a  Villiers,  cuya  pobreza  era  conoci- 
da, y  se  creyó  comprar  su  limpia  conciencia  y  su  pluma. 
Enviáronle  con  este  objeto  un  comisionado,  sujeto  de 
verbo  y  elegancia,  comerciante  y  hombre  de  mundo.  Este 
penetró  a  la  humilde  habitación  del  poeta  insigne,  le  ba- 
beó sus  adulaciones  mejor  hiladas,  le  puso  sobre  el  techo 
de  la  sinagoga,  le  expuso  las  injusticias  persistentes  e 
implacables  del  rabioso  Drumont  y,  por  último,  suplicó  al 
descendiente  del  defensor  de  Rodas  dijese  cuál  era  el 
precio  de  sus  escritos,  pues  éste  sería  pagado  en  buenos 
luises  de  oro  inmediatamente.  Quizá  no  habría  comido 
Villiers  ese  día  en  que  dio  esta  incomparable  respuesta: 
"¿Mi  precio,  señor?  No  ha  cambiado  desde  Nuestro  Señor 
Jesucristo:  ¡treinta  dineros!" 

A  Anatole  France,  cuando  llegó  un  día  a  pedirle  datos 
sobre  sus  antepasados: 

" — ¡Cómo!  ¡queréis  que  os  hable  del  ilustre  gran  maes- 
tre y  del  célebre  mariscal,  mis  antepasados,  así  no  más, 
en  pleno  sol  y  a  las  diez  de  la  mañana!" 

En  la  mesa  del  pretendido  delfín  de  Francia,  Naundorff, 
con  motivo  de  un  rasgo  de  soberbia  y  de  desprecio  que 
tuvo  aquél  para  con  un  buen  servidor,  el  conde  de  F...,  y 
en  momentos  en  que  este  pobre  anciano  se  retiraba  llo- 
rando avergonzado: 

" — Sire,  bebo  por  vuestra  majestad.  Vuestros  títulos 


(i)    Pontavice:  Vida  de  Villiers. 
3  65 


RUBÉN  DAR     ¿ O 

son  decididamente  indiscutibles.  ¡Tenéis  la  ingratitud  de 
un  rey!" 

En  sus  últimos  días,  a  un  amigo: 
" — ¡Mi  carne  está  ya  madura  para  la  tumba!" 
Y  como  éstas,  innumerables  frases,  arranques,  origina- 
lidades que  llenarían  un  volumen. 

Su  obra  genial  forma  un  hermoso  zodíaco,  impenetra- 
ble para  la  mayoría:  resplandeciente  y  lleno  de  los  pres- 
tigios de  la  iniciación,  para  los  que  pueden  colocarse  bajo 
su  círculo  de  maravillosa  luz.  En  los  Cuentos  crueles,  libro 
que  con  justicia  Mendés  califica  de  "libro  extraordinario", 
Poe  y  Swift  aplaudáis. 

El  dolor  misterioso  y  profundo  se  os  muestra,  ya  con 
una  indescriptible,  falsa  y  penosa  sonrisa,  ya  al  húmedo 
brillo  de  las  lágrimas.  Pocos  han  reído  tan  amargamente 
como  Villiers.  Le  Nouveau  Monde,  ese  drama  confuso  en 
el  cual  cruza  como  una  creación  fantástica  la  protagonis- 
ta—obra ante  la  cual  Maeterlinck  debe  inclinarse,  pues  si 
hay  hoy  drama  simbolista,  quien  dio  la  nota  inicial  fué 
Villiers — ,  Le  Nouveau  Monde,  digo,  aunque  difícilmente 
representable,  queda  como  una  de  las  manifestaciones 
más  poderosas  de  la  moderna  dramática.  El  esfuerzo  es- 
tético principal  consiste,  a  mi  modo  de  ver,  en  la  presen- 
tación de  un  personaje  como  mistress  Andrev^s  -en  el 
medio  norteamericano,  de  suyo  refractario  a  la  verdadera 
poesía — ,  tipo  rodeado  de  una  bruma  legendaria,  hasta 
convertirse  en  una  figura  vaporosa,  encantada  y  poética. 
A  Edilh  Evandale  sonríen  cariñosa  y  fraternalmente  las 
heroínas  de  las  baladas  sajonas.  La  Eva  Futura  no  tiene 
precedente  ninguno;  es  obra  cósmica  y  única;  obra  de  sa- 
bio y  de  poeta;  obra  de  la  cual  no  puede  hablarse  en  po- 
cas palabras.  Sea  suficiente  decir  que  pudieran  en  su 
frontispicio  grabarse,  como  un  símbolo,  la  Esfinge  y  la 
Quimera;  que  la  andreida  creada  por  Villiers  no  admite 
comparación  alguna,  a  no  ser  que  sea  con  la  Eva  del 
Eterno  Padre;  y  que  al  acabar  de  leer  la  última  página, 
os  sentís  conmovidos,  pues  creéis  escuchar  algo  de  lo  que 
murmura  la  Boca  de  Sombra.  Cuando  Edison  estuvo  en 
París  en  1889,  alguien  le  hizo  conocer  esa  novela  en  que 

66 


L O         <S RAROS 

el  Brujo  es  el  principal  protagonista.  El  inventor  del  fo- 
nógrafo quedó  sorprendido.  "He  aquí — dijo — un  hombre 
que  me  sapera:  ¡yo  invento;  él  crea!"  Ellen  y  Morgane 
dramas.  La  fantasía  despliega  sus  juegos  de  colores,  sus 
irisados  abanicos.  Akedysseril,  la  India  con  sus  prestigios 
y  visiones;  coros  de  guerreras  y  guerreros,  el  himno  de 
iadnour-Veda  y  la  palabra  de  la  felicidad;  evocaciones  de 
antiguos  cultos  y  de  liturgias  suntuosas  y  bárbaras;  sacri- 
ficios y  plegarias;  un  poema  de  Oriente,  en  el  cual  la  reina 
Akedysseril  aparece,  hierática  y  suprema,  vencedora  en 
su  esplendorosa  majestad. 

No  cabría  en  los  límites  de  este  artículo  una  completa 
reseña  de  las  obras  de  Villiers;  pero  es  imposible  dejar 
de  recordar  a  Axel,  el  drama  que  acaba  de  presentarse 
en  París,  gracias  a  los  esfuerzos  de  una  noble  y  valiente 
escritora:  Madame  Tola  Doirán. 

Axel  es  la  victoria  del  deseo  sobre  el  hecho;  del  amor 
ideal  sobre  la  posesión.  Llégase  hasta  renegar — según  la 
frase  de  Janus — de  la  naturaleza,  para  realizar  la  ascen- 
í  ion  hacia  el  espíritu  absoluto.  Axel,  como  Lohengrin,  es 
casto;  fin  de  esa  pasión  ardorosa  y  pura,  no  puede  tener 
más  desenlace  que  la  muerte. 

Ese  poema  dramático,  escrito  en  un  luminoso,  diaman- 
tino lenguaje,  representado  por  excelentes  artistas  y 
aplaudido  por  una  muchedumbre  de  admiradores  de  poe 
tas,  de  oyentes  escogidos— sin  que  dejase  de  haber,  según 
las  crónicas,  gentes  "malfilatres",  como  diría  el  inmortal 
maestro—,  hubiera  sido  para  él  conquista  soberana  en 
vida.  ¡Mas  quien  fué  tan  desventurado,  no  tuvo  ni  esa 
realización  de  uno  de  sus  más  fervientes  deseos,  en  tiem- 
pos en  que  se  ponía  los  pantalones  de  su  primo  y  tomaba 
por  todo  alimento  diario  una  taza  de  caldo! 

En  1889,  en  el  establecimiento  de  los  hermanos  de  San 
Juan  de  Dios,  de  París,  el  conde  Matías  Augusto  de 
Villiers  de  l'Isle  Adam,  descendiente  de  los  señores  de 
Villiers  de  l'Isle  Adam,  de  Chailly,  originarios  de  la  Isla 
de  Francia,  quien  tuvo  entre  sus  antepasados  a  Pedro,  gran 
maestre  y  portaoriflama  de  Francia;  a  Felipe,  gran  maes- 
tre de  la  Orden  de  Malta  y  defensor  de  la  isla  de  Rodas 

67 


R      U B^    E_  J^  DAR      7  _  (J 

en  el  sitio  impuesto  por  la  fuerza  de  Solimán,  y  a  Fran- 
cisco, marqués,  "gran  louvetier  de  France"  en  1550;  se 
unía  en  matrimonio,  en  el  lecho  de  muerte,  a  una  pebre 
muchacha  inculta  con  la  cual  había  tenido  un  hijo.  E'  re- 
verendo padre  Silvestre,  que  había  ayudado  a  bien  mo- 
rir a  Barbey  d' Aurevilly,  casó  al  conde  con  su  humilde  y 
antigua  querida,  la  cual  le  había  amado  y  servido  con 
adoración  en  sus  horas  amargas  de  enfermo  y  de  pobre — 
y  el  mismo  fraile  preparóle  para  el  eterno  viaje.  Luego, 
después  de  recibir  los  Sacramentos  rodeado  de  unos  po- 
cos amigos,  entre  los  cuales  Huyssmans,  Mallarmé  y 
Dierx,  entregó  su  alma  a  Dios  el  excelso  poeta,  el  raro 
artista,  el  rey,  el  soñador.  Fué  el  20  de  Agosto  de  1889. 
Sire,  «¡Va  oultre!" 


68 


I-EON  BLOY 


Je  suis  escorté  Je  queiqu'ui;  qui  me 
chuchóte  sans  cesse  que  Ja  vie  bien  en- 
tendue  doit  étre  une  continuelle  persé- 
cution,  tout  vaillant  hornme  un  persé- 
cuteur,  et  que  c'est  la  seule  maniere 
d"'étre  vraiment  poete.  Persécuteur  de 
soi  méme, persécuteur  de  genre  humain, 
persécuteur  de  Dieu.  Celui  qui  n'est 
pas  cela,  soit  en  acte,  soit  en  puissance, 
est  indigne  de  respiren 

León  Bloy.  (Prefacio  de  Propos  d'un 
entrepreneur  de  démolitions.) 


UANDO  William  Ritter  llama  a  León  Bloy  "el 
verdugo  de  la  literatura  contemporánea", 
tiene  razón. 

Monsieur  de  París  vive  sombrío,  aislado, 
como  en  un  ambiente  de  espanto  y  de  si- 
niestra extrañeza.  Hay  quienes  le  tienen  mie- 
do; hay  muchos  que  le  odian;  todos  evitan  su  contacto, 
cual  si  fuese  un  lazarino,  un  apestado;  la  familiaridad  con 
la  muerte  ha  puesto  en  su  ser  algo  de  espectral  y  de  ma- 
cabro; en  esa  vida  lívida  no  florece  una  sola  rosa.  ¿Cuál 
es  su  crimen?  Ser  el  brazo  de  la  justicia.  Es  el  hombre  que 
decapita  por  mandato  de  la  ley.  León  Bloy  es  el  volunta- 

69 


RUBÉN  DA      RIO 

rio  verdugo  moral  de  esta  generación,  el  Monsieur  de 
París  de  la  literatura,  el  formidable  e  inflexible  ejecutor 
de  los  más  crueles  suplicios;  él  azota,  quema,  raja,  empa- 
la y  decapita;  tiene  el  Knut  y  el  cuchillo,  el  aceite  hir- 
viente  y  el  hacha:  más  que  todo,  es  un  monje  de  la  Santa 
Inquisición,  o  un  profeta  iracundo  que  castiga  con  el  hie- 
rro y  el  fuego  y  ofrece  a  Dios  el  chirrido  de  las  carnes 
quemadas,  las  discipHnas  sangrientas,  los  huesos  que- 
brantados, como  un  homenaje,  como  un  holocausto. 
"¡Hijo  mío  predilecto!",  le  diría  Torquemada. 

Jamás  veréis  que  se  le  cite  en  los  diarios;  la  prensa  pa- 
risiense, herida  por  él,  se  ha  pasado  la  palabra  de  aviso: 
"Silencio." 

Lo  mejor  es  no  ocuparse  de  ese  loco  furioso;  no  escri- 
bir su  j^orabre,  relegar  a  ese  vociferador  al  manicomio  del 
olvido...  Pero  resulta  que  el  loco  clama  con  una  voz  tan 
tremenda  y  tan  sonora,  que  se  hace  oir  como  un  clarín 
de  la  Biblia.  Sus  libros  se  solicitan  casi  misteriosamente; 
entre  ciertas  gentes  su  nombre  es  una  mala  palabra;  los 
señalados  editores  que  publican  sus  obras,  se  lavan  las 
manos;  Tresse,  al  dar  a  luz  Propos  d^un  entrepreneur  de 
démolitions,  se  apresura  a  declarar  que  León  Bloy  es 
un  rebelde,  y  que  si  se  hace  cargo  de  su  obra,  "no  acep- 
ta de  ninguna  manera  la  solidaridad  de  esos  juicios  o 
de  esas  apreciaciones,  encerrándose  en  su  estricto  deber 
de  editor  y  de  "raarchand  de  curiosités  litteraires"  . 

León  Bloy  sigue  adelante,  cargado  con  su  montaña  de 
odios,  sin  inclinar  su  frente  una  sola  línea.  Por  su  propia 
voluntad  se  ha  consagrado  a  un  cruel  sacerdocio.  Clama 
sobre  París  como  Isaías  sobre  Jerusalén:  "¡Príncipes  de 
Sodoma;  oíd  la  palabra  de  Jehová;  escuchad  la  ley  de 
nuestro  Dios,  pueblo  de  Gomorra!"  Es  ingenuo  como  un 
primitivo,  áspero  como  la  verdad,  robusto  como  un  sano 
roble.  Y  ese  hombre  que  desgarra  las  entrañas  de  sus 
víctimas,  ese  salvaje,  ese  poseído  de  un  deseo  llameante 
y  colérico,  tiene  un  inmenso  fondo  de  dulzura,  lleva  en 
su  alma  fuego  de  amor  de  la  celeste  hoguera  de  los  sera- 
fines. No  es  de  estos  tiempos,  Si  fuese  cierto  que  las  al- 
mas transmigran,  diríase  que  uno  de  aquellos  fervorosos 

70 


LOS RARO S 

combatientes  de  las  Cruzadas,  o  más  bien,  uno  de  los 
predicadores  antiguos  que  arengaban  a  los  reyes  y  a  los 
pueblos  corrompidos,  se  ha  reencarnado  en  León  Bloy, 
para  venir  a  luchar  por  la  ley  de  Dios  y  por  el  ideal,  en 
esta  época  en  que  se  ha  cometido  el  asesinato  del  Entu- 
siasmo y  el  envenenamiento  del  alma  popular.  El  desafía, 
desenmascara,  injuria.  Desnudo  de  deshonras  y  de  vi- 
cios, en  el  inmenso  circo,  armado  de  su  fe,  provoca,  es- 
cupe, desjarreta,  estrangula  las  más  temibles  fieras:  es  el 
gladiador  de  Dios.  Mas  sus  enemigos,  los  "espadachines 
del  Silencio",  pueden  decirle,  gracias  a  ia  incomparable 
vida  actual: 

"los  muertos  que  vos  matáis 
gozan  de  buena  salud." 

¡Ah,  desgraciadamente  es  la  verdad!  León  Bloy  ha  ru- 
gido en  el  vacío.  Unas  cuantas  almas  han  respondido  a 
sus  clamores;  pero  mucho  es  que  sus  propósitos  de  de- 
moledor, de  perseguidor,  no  le  hayan  conducido  a  un 
verdadero  martirio,  bajo  el  poder  de  los  Dioclecianos  de 
la  canalla  contemporánea.  Decir  la  verdad  es  siempre  pe 
ligroso,  y  gritarla  de  modo  tremendo  como  este  inaudito 
campeón  es  condenarse  al  sacrificio  voluntario.  El  lo  ha 
hecho;  y  tanto,  que  sus  manos,  capaces  de  desquijarar  leo- 
nes, se  han  ocupado  en  apretar  el  pescuezo  de  más  de  un 
perrillo  de  cortesana.  He  dicho  que  la  gran  venganza  ha 
sido  el  silencio.  Se  ha  querido  aplastar  con  esa  plancha 
de  plomo  al  sublevado,  al  raro,  al  que  viene  a  turbar  las 
alegrías  carnavalescas,  con  sus  imprecaciones  y  clarina- 
das. Por  eso  la  crítica  oficial  ha  dejado  en  la  sombra  sus 
libros  y  sus  folletos.  De  ellos  quiero  dar  siquiera  sea  una 
ligera  idea. 

¡Este  Isaías,  o  mejor,  este  Ezequiel,  apareció  en  el 
Chat  Noir! 

"Llego  de  tan  lejos  como  de  la  luna,  de  un  país  absolu- 
tamente impermeable  a  toda  civilización  como  a  toda  li- 
teratura. He  sido  nutrido  en  medio  de  bestias  feroces, 
mejores  que  el  hombre,  y  a  ellas  debo  la  poca  benignidad 
que  se  nota  en  mí.  He  vivido  completamente  desnudo 

71 


R       U      B      E      N      _  D      A       R  _l O 

hasta  estos  últimos  tiempos,  y  no  he  vestido  decentemen- 
te sino  hasta  que  entré  al  Chai  Noir  (i).  Fué  Rodolfo 
Salis,  "le  gentilhomme  cabaretier",  quien  le  ayudó  a  sa- 
lir a  flote  en  el  revuelto  mar  parisiense. 

Escribió  en  el  periódico  del  "cabaret"  famoso,  y  desde 
sus  primeros  artículos  se  destacaron  su  potente  origina- 
lidad y  su  asombrosa  bravura.  Entre  las  canciones  de  los 
cancioneros  y  los  dibujos  de  Villete,  crepitaban  los  car- 
bones encendidos  de  sus  atroces  censuras;  esa  crítica  no 
tenía  precedentes;  esos  libelos  resplandecían;  ese  bárbaro 
abofeteaba  con  manopla  de  un  hierro  antiguo;  jinete  inau- 
dito, en  el  caballo  de  Saulo,  dejaba  un  reguero  de  chis- 
pas sobre  los  guijarros  de  la  polémica.  Sorprendió  y 
asustó.  Lo  mejor,  para  algunos,  fué  tornearlo  a  risa.  ¡Es- 
cribía en  el  Chat  Noir!  Pero  llegó  un  día  en  que  su  ta- 
lento se  demostró  en  el  libro;  el  articulista  "cabaretier" 
publicó  Le  Revelateur  du  ClobCy  y  ese  volumen  tuvo  un 
prólogo  nádamenos  que  de  Barbey  d'Aurevilly. 

Sí,  el  condestable  presentó  al  verdugo.  El  conde  Ro- 
selly  de  Lourgues  había  publicado  su  Historia  de  Cris- 
tóbal Colón  como  un  homenaje;  y  al  mism.o  tiempo  como 
una  protesta  por  la  indiferencia  universal  para  el  descu- 
bridor de  América.  Su  obra  no  obtuvo  el  triunfo  que  me- 
recía en  el  público  ebrio  y  sediento  de  libros  de  escánda- 
lo; en  cambio,  Pío  IX  la  tomó  en  cuenta  y  nombró  a  su 
autor  postulante  de  la  Causa  de  Beatificación  de  Cristóbal 
Colón,  cerca  de  la  Sagrada  Congregación  de  los  Ritos. 
La  historia  escrita  por  el  conde  Roselly  de  Lorgues  y  su 
admiración  por  el  "Revelador  del  Globo"  inspiraron  a 
León  Bloy  ese  libro  que,  como  he  dicho,  fué  apadrinado 
por  el  nobilísimo  y  admirable  Barbey  d'Aurevilly.  Barbey 
aplaudió  al  "obscuro",  al  olvidado  de  la  Crítica.  Hay  que 
advertir  que  León  Bloy  es  católico,  apostólico,  romano 
intransigente  —  acerado  y  diamantino.  Es  indomable  e 
inrayable:  y  en  su  vida  íntima  no  se  le  conoce  la  más  li- 
gera mancha  ni  sombra.  Por  tanto,  repito,  estaba  en  la 
obscuridad,  a  pesar  de  sus  polémicas.  No  había  nacido  ni 


(i)    Le  "Dixiéme  cercle  de  l'Enfer". 
72 


LOS  R        A         R        O S 

nacería  el  onagro  con  cuya  piel  pudiera  hacer  sonar  su 
bombo  en  honor  del  autor  honrado,  el  periodismo  prosti- 
tAiído. 

La  fama  no  prefiere  a  los  católicos.  Heüo  y  Barbey 
han  muerto  en  unM  reKitiva  obscuridad.  Bloy,  con  hom- 
bros y  puños,  ha  luchado  por  sobresalir,  ¡y  apenas  si  lo 
ha  logrado!  En  su  Revelado?'  del  Globo  canta  un  himno  a 
la  Religión,  celebra  la  virtud  sobrenatvnal  del  Navegante, 
ofrece  a  la  iglesia  del  Cristo  una  palma  de  luz.  Barbey  se 
entusiasmó,  no  le  escatimó  sus  alabanzas,  le  proclamó  el 
más  osado  y  verecundo  de  los  escritores  católicos,  y  le 
anunció  el  día  de  la  victoria,  el  premio  de  sus  bregas.  Le 
preconizó  vencedor  y  famoso.  No  fué  profeta.  Rara  será 
la  persona  que,  no  digo  entre  nosotros,  .sino  en  el  mismo 
París,  si  le  preguntáis:  "Avez-vous  la  Baruch?"  ¿hn  ¡eído 
usted  algo  de  León  Bloy?,  responda  afirmativamente. 
Está  condenado  por  el  papado  de  lo  mediocre:  está  puesto 
en  el  índice  de  la  hipocresía  social;  y,  literariamente,  tam- 
poco cuenta  con  simpatías,  ni  logrará  alcanzarlas,  sino 
en  número  bastante  reducido.  No  pueden  saborearle  los 
asiduos  gustadores  de  los  jarabes  y  vinos  de  la  literatura 
a  la  moda,  y  menos  los  comedores  de  pan  sin  sal,  los 
porosos  fabricantes  de  crítica  exegética,  cloróticos  de  es- 
tilo, raquíticos  o  cacoquimios.  ¡Cómo  alzará  las  manos, 
lleno  de  espanto,  el  rebaño  de  afeminados,  al  oir  los 
truenos  de  Bloy,  sus  fulminantes  escatologías,  sus  "cargas" 
proféticas  y  el  estallido  de  sus  bombas  de  dinamita  fecall 

Si  el  Revelador  del  Globo  tuvo  muy  pocos  lectores,  los 
Propos,  con  el  atractivo  de  la  injuria,  circularon  aquí,  allá; 
la  prensa,  naturalmente,  ni  media  palabra.  Aquí  se  de- 
clara Bloy  el  perseguidor  y  el  combatiente.  Vese  en  él 
un  ansia  de  pugilato,  un  gozo  de  correr  a  la  campaña  se- 
mejante al  del  caballo  bíblico,  que  relincha  al  oir  el  son 
de  las  trompetas.  Es  poeta  y  es  héroe  y  pone  al  lado  del 
peligro  su  fuerte  pecho.  El  escucha  una  voz  sobrenatural 
que  le  impulsa  al  combate.  Como  San  Macario  Romano, 
vive  acompañado  de  leones,  mas  son  los  suyos  fieros  y  san- 
guinarios y  los  arroja  sobre  aquello  que  su  cólera  señala. 

Este  artista-— porque  Bloy  es  un  grande  artista— se  la- 

73 


RUBÉN  DARÍO 

menta  de  la  pérdida  del  entusiasmo,  de  la  frialdad  de  es- 
tos tiempos  para  con  todo  aquello  que  por  el  cultivo  del 
ideal  o  los  resplandores  de  la  fe  nos  pueda  salvar  de  la 
banalidad  y  sequedad  contemporánea.  Nuestros  padres 
eran  mejores  que  nosotros,  tenían  entusiasmo  por  algo; 
buenos  burgueses  de  1830,  valían  mil  veces  más  que  nos- 
otros. Foy,  Beranger,  la  Libertad,  Víctor  Hugo,  eran 
motivos  de  lucha,  dioses  de  la  religión  del  Entusiasmo. 
Se  tenía  fe,  entusiasmo  por  alguna  cosa.  Hoy  es  el  indi- 
ferentismo como  una  anquilosis  moral;  no  se  piensa  con 
ardor  en  nada,  no  se  aspira  con  alma  y  vida  a  ideal  algu- 
no. Eso,  poco  más  o  menos,  piensa  el  nostálgico  de  los 
tiempos  pasados,  que  fueron  mejores. 

Una  de  las  primeras  víctimas  de  Propos  elegida  por 
el  Sacrificador,  es  un  hermano  suyo  en  creencias,  un  ca- 
tólico que  ha  tenido  en  este  siglo  la  preponderancia  de 
guerrero  oficial  de  la  Iglesia,  por  decir  así,  Luis  Veuillot. 
A  los  veintidós  días  de  muerto  el  redactor  de  Z,'  Univers, 
publicó  en  la  Nouvelle  Revue  una  formidable  oración  fú- 
nebre, una  severisima  apreciación  sobre  el  periodista  mi- 
mado de  la  curia.  Naturalmente,  los  católicos  inofensivos 
protestaron,  y  el  innumerable  grupo  de  partidarios  del 
célebre  difunto  señaló  aquella  producción  como  digna  de 
reproches  y  excomuniones.  Bloy  no  faltó  a  la  caridad  - 
virtud  real  e  imperial  en  la  tierra  y  en  el  cielo — ;  lo  que 
hizo  fué  descubrirlo  censurable  de  un  hombre  que  había 
sido  elevado  a  altura  inconcebible  por  el  espíritu  de  par- 
tido, y  endiosado  a  tal  punto  que  apagó  con  sus  aureolas 
artificiales  los  rayos  de  astros  verdaderos  como  los  Helio 
y  Barbey.  Bloy  no  quiere,  no  puede  permanecer  con  los 
labios  ceirados  delante  de  la  injusticia;  señaló  al  orgu- 
lloso, hizo  resaltar  una  vez  más  la  carneril  estupidez  de  la 
Opinión — esfinge  con  cabeza  de  asno,  que  dice  Pascal — , 
y  demostró  las  flaquezas,  hinchazones,  ignorancias,  va- 
nidades, injusticias  y  aun  villanías  del  celebrado  y  triun- 
fante autor  del  Perfume  de  Roma.  Si  a  los  de  su  gremio 
trata  implacable  León  Bloy,  con  los  declarados  enemigos 
es  dantesco  en  sus  suplicios;  a  Renán,  ¡al  gran  Renán!, 
le  empala  sobre  el  bastón  de  la  pedantería;  a  Zola  le  so- 

74 


LOS RARO S 

foca  en  un  ambiente  sulfhídrico.  Grandes,  medianos  y  pe- 
queños son  medidos  con  igual  rasero.  Todo  lo  que  halla 
al  alcance  de  su  flecha,  lo  ataca  ese  sagitario  del  moderno 
Bajo  Imperio  social  e  intelectual.  Poctevin,  a  quien  él  con 
ciara  injusticia  llama  "un  monsieur  Francis  Poctevin", 
sufre  un  furibundo  vapuleo;  Alejandro  Dumas,  padre,  es 
el  "hijo  mayor  de  Caín";  a  Nicolardet  le  revuelca  y  gol- 
pea a  puntapiés;  con  Richepin  es  de  una  crueldad  horri- 
ble; con  Jules  Valles,  despreciativo  e  insultante;  flagela  a 
Willette,  a  quien  había  alabado,  porque  prostituyó  su  ta- 
lento en  un  dibujo  sacrilego;  no  es  miel  la  que  ofrece  a 
Coquelin  Cadet;  al  padre  Didon  le  presenta  grotesco  y 
malo;  a  Catulle  Mendés...  ¡qué  pintura  la  que  hace  de  Men- 
dés!;  con  motivo  de  una  estatua  de  Coligny,  recordan- 
do La  cólera  del  Bronce^  de  Hugo,  en  su  prosa  renueva 
la  protesta  del  bronce  colérico...  azota  a  Flor  O^Squarr, 
novelista  anticlerical;  la  francmasonería  recibe  un  agua- 
cero de  fuego.  Hay  alabanzas  a  Barbey,  a  Rollinat, 
a  Godeau,  a  muy  pocos.  Bloy  tiene  el  elogio  difícil.  De 
Propos,  dice  con  justicia  uno  de  los  pocos  escritores 
que  se  hayan  ocupado  de  Bloy,  que  son  el  testamento  de 
un  desesperado,  y  que  después  de  escribir  este  libro,  no 
habría  otro  camino,  para  su  autor,  si  no  fuese  católico, 
que  el  del  suicidio.  No  hay  en  León  Bloy  injusticia,  sino 
exceso  de  celo.  Se  ha  consagrado  a  aplicar  a  la  sociedad 
actual  los  cauterios  de  su  palabra  nerviosa  e  indignada. 
Dondequiera  que  encuentra  la  enfermedad  la  denuncia. 
Cuando  fundó  Le  Pal,  despedazó  como  nunca.  En  este 
periódico,  que  no  alcanzó  sino  a  cuatro  números,  desfi- 
laban los  nombres  más  conocidos  de  Francia  bajo  una 
tempestad  de  epítetos  corrosivos,  de  frases  mordientes, 
de  revelaciones  aplactadores.  El  lenguaje  era  una  mez- 
cla de  deslumbrantes  metáforas  y  bajas  groserías,  ver- 
bos impuros  y  adjetivos  estercolarios.  Como  a  todos  los 
grandes  castos,  a  León  Bloy  le  persiguen  las  imágenes 
carnales;  ya  semejanza  de  poetas  y  videntes  como  Dante 
y  Ezequiel,  levántalas  palabras  más  indignas  e  impro- 
nunciables y  las  engasta  en  sus  metálicos  y  deslumbran- 
tes períodos. 

75 


R       U      B       E^     N  DARÍO 

Le  Pal  es  hoy  una  curiosidad  bibliográfica,  y  la  mués 
tra  más  flagrante  de  la  fuerza  rabiosa  del  primero  de  los 
"panfletistas"  de  este  siglo. 

Llegamos  a  El  Desesperado^  que  es,  a  mi  entender,  la 
obra  maestra  de  León  B!oy.  Más  aún:  juzgo  que  ese  liaro 
encierra  una  dolorosa  autobiografía.  El  Desesperado  es 
el  autor  mismo,  y  grita  denostando  y  maldiciendo  con 
toda  la  fuerza  de  su  desesperación. 

En  esa  novela,  a  través  de  pseudónimos  tr^osparentes 
y  de  nombres  fonéticamente  sem^ejantes  a  los  de  los  tipos 
originales,  se  ven  pasar  las  figuras  de  los  principales  fa- 
voritos de  la  Gloria  literaria  actual,  desnudos,  con  sus 
lunares,  cicatrices,  lacras  y  jorobas.  Marchenoir,  eí  pro- 
tagonista, es  una  creación  sombría  y  hermosa  al  lado  de 
la  cual  aparecen  los  condenados  por  el  inflexible  demole- 
dor, como  cadena  de  presidiarios.  Esos  galeotes  tienen 
nombres  ilustres:  se  llaman  Paul  Bourget,  Sarcey,  Dau- 
det,  CatuUe  Mendés,  Armand  Silvestre,  Jean  Richepin, 
Bergerat,  Jules  Valles,  Wolff,  Bounetain  y  otros  y  otros. 
Nunca  la  furia  escrita  ha  tenido  explosión  igual. 

Para  Bloy  no  hay  vocablo  que  no  pueda  emplearse. 
Brotan  de  sus  prosas  emanaciones  asfixiantes,  gases  aho- 
gadores. Pensaríase  que  pide  a  Ezequiel  una  parte  de  su 
plato,  en  la  plaza  pública...  Y  en  medio  de  tan  profunda 
rabia  y  ferocidad  indominable,  ¡cómo  tiembla  en  los  ojos 
del  monstruo  la  humedad  divina  de  las  lágrimas;  cómo  ama 
el  loco  a  los  pequeños  y  humildes;  cómo  dentro  del  cuer- 
po del  oso  arde  el  corazón  de  Francisco  de  Asís!  Su  com- 
pasión envuelve  a  todo  caído,  desde  Caín  hasta  Bazaine. 

Esa  pobre  prostituta  que  se  arrepiente  de  su  vida  infa- 
me y  vive  con  Marchenoir,  como  pudiera  vivir  María 
Egipciaca  con  el  monje  Zózirao,  en  amor  divino  y  plega- 
ria, supera  a  todas  las  Magdalenas.  No  puede  pintarse  el 
arrepentimiento  con  mayor  grandeza,  y  León  Bloy,  que 
trata  con  hondo  afecto  la  figura  de  la  desgraciada,  en  vez 
de  escribir  obra  de  novelista  ha  escrito  obra  de  hagió- 
grafo,  igualando  en  su  empresa,  por  fervor  y  luces  espi- 
rituales, a  un  Evagrio  del  Ponto,  a  un  San  Atanasio,  a  un 
Fra  Domenico  Cavalca.  Su  arrepentida  es  una  santa  y 

76 


LOS  R        A         R        O S 

una  mártir:  jamás  del  estiércol  pudiera  brotar  flor  más 
digna  del  paraíso.  Y  Marchenoic  es  la  representación  de 
la  inmortal  virtud,  de  la  honradez  eterna,  en  medio  de 
las  abominaciones  y  de  los  pecadas;  es  Lot  en  Sodoma, 
El  Desesperado,  como  obra  literaria,  encierra,  fuera  del 
mérito  de  la  novela,  dos  partes  magistrales:  una  mono- 
grafía sobre  la  Cartuja,  y  un  estudio  sobre  el  Simbolismo 
en  la  historia,  que  Charles  Morice  califica  de  "único", 
muy  justamente. 

Un  brelan  d'excomunniés^  tríptico  soberbio,  las  imáge- 
nes de  tres  excomulgados:  Barbey  d'Aurevilly,  Ernest 
Helio,  Paul  Verlaine:  El  niño  terrible,  El  Loco  y  El  Le- 
proso. ¿No  existe  en  el  mismo  Bloy  un  algo  de  cada 
uno  de  ellos?  El  nos  presenta  a  esos  tres  seres  prodigio- 
sos: Barbey,  el  dandy  gentilhombre,  a  quien  se  llamó 
el  duque  de  Guisa  de  la  literatura,  el  escritor  feudal  que 
ponía  encajes  y  galones  a  su  vestido  y  a  su  estilo,  y  que 
por  noble  y  grande  hubiera  podido  beber  en  el  vaso  de 
Carlomagno;  Helio,  que  poseyó  el  verbo  de  los  profetas 
y  la  ciencia  de  los  doctores;  Verlaine,  Pauvre  Lelian,  el 
desventurado,  el  caído,  pero  también  el  harmonioso  mís- 
tico, el  inmenso  poeta  del  amor  inmortal  y  de  la  Virgen. 
Ellos  son  de  aquellos  raros  a  quienes  Bloy  quema  su  in- 
cienso, porque  al  par  que  han  sido  grandes,  han  padecido 
naufragios  y  miserias. 

Como  una  continuación  de  su  primer  volumen  sobre  el 
Revelador  i.'el  Globo,  publicó  Bloy,  cuando  el  duque  de 
Veraguas  llevó  a  la  tauromaquia  a  París,  su  libro  Chris- 
tophe  Colombo  devant  les  taureaux.  El  honorable  gana- 
dero de  las  Españas  no  volverá  a  oir  sobre  su  cabeza 
ducal  una  voz  tan  terrible  hasta  que  escuche  el  clarín  del 
día  del  juicio.  En  ese  libro  alternan  sones  de  órgano  con 
chasquidos  de  látigos,  himnos  cristianos  y  frases  de  Ju- 
venal;  con  un  encarnizamiento  despiadado  se  asa  al  no- 
ble taurófilo  en  el  toro  de  bronce  Falaris.  La  Real  Aca- 
demia de  la  Historia,  Fernández  Duro,  el  historiógrafo 
yanqui  Harisses,  son  también  objeto  de  las  iras  del  libe- 
lista. Dé  gracias  a  Dios  el  que  fué  mi  buen  amigo  don 
Luis  Vidart,  de  que  todavía  no  se  hubiesen  publicado  en 

77 


RUBÉN  DA      RIO 

aquella  ocasión  sus  folletos  anticolombinos.  Bloy  se  pro- 
clamó caballero  de  Colón  en  una  especie  de  sublime  qui- 
jotismo, y  arremetió  contra  todos  los  enemigos  de  su 
santo  gencvés . 

Y  he  aquí  una  obra  de  pasión  y  de  piedad,  La  caballe- 
ra de  la  muerte.  Es  la  presentación  apologética  de  la 
blanca  paloma  real  sacrificada  por  ia  Bestia  revoluciona- 
ria, y  al  propio  tiempo  la  condenación  del  siglo  pasado, 
«el  único  siglo  indigno  de  los  fastos  de  nuestro  planeta — 
dice  Wiliiam  Ritter — ,  siglo  que  sería  preciso  poder  su- 
primir para  castigarle  por  haberse  rebajado  tanto».  En 
estas  páginas,  el  lenguaje,  si  siempre  relampagueante,  es 
noble  y  digno  de  todos  los  oídos. 

El  panegirista  de  María  Antonieta  ha  elevado  en  me- 
moria de  la  reina  guillotinada  un  mausoleo  heráldico  y 
sagrado,  al  cual  todo  espíritu  aristocrático  y  superior  no 
puede  menos  que  saludar  con  doloroso  respeto. 

Los  dos  últimos  libros  de  Bloy  son:  Le  salut  par  les 
juifs  y  Sueur  de  sang. 

El  primero  no  es  por  cierto  en  favor  de  los  persegui- 
dos israelitas;  mas  también  los  rayos  caen  sobre  ciertos 
malos  católicos:  la  caridad  frenética  de  Bloy  comienza 
por  casa.  El  segundo  es  una  colección  de  cuentos  milita- 
res, y  que  son  a  la  guerra  franco  prusiana  lo  que  el  aplau- 
dido libro  de  D'Esparbés  a  la  epopeya  napoleónica;  con 
la  diferencia  de  que  allá  os  queda  la  impresión  gloriosa 
del  vuelo  del  águila  de  la  leyenda,  y  aquí  la  Francia  suda 
sangre...  Para  dar  una  idea  de  lo  que  es  esta  reciente 
producción,  baste  con  copiar  la  dedicatoria: 

A  LA  MÉMOIRE  DIFFAMÉE 

DE 

Fran^ois- A  chille  Bazaine 

Maréchal  de  l'Empire 

Qm  porta  les  peches  de  toute  la  France. 

Están  los  cuentos  basados  en  la  realidad,  por  más  que 
en  ellos  se  llegue  a  lo  fantástico.  Es  un  libro  que  hace 

78 


L 0_      S R        A        ROS 

daño  con  sus  espantos  sepulcrales,  sus  carnicerías  locas» 
su  olor  a  carne  quemada,  a  cadaverina  y  a  pólvora.  Bloy 
se  batió  con  el  alemán  de  soldado  raso;  y  odio  como  el 
suyo  al  enemigo,  no  lo  encontraréis.  Sueur  de  sang  fué 
ilustrado  con  tres  dibujos  de  Henry  de  Groux,  macabros, 
horribles,  vampirizados. 

Robusto,  como  para  las  luchas,  de  aire  enérgico  y  do- 
minante, mirada  firme  y  honrada,  frente  espaciosa  coro- 
nada por  una  cabellera  en  que  ya  ha  nevado,  rostro  de 
hombre  que  mucho  ha  sufrido  y  que  tiene  el  orgullo  de 
su  pureza:  tal  es  León  Bloy. 

Un  amigo  mío,  católico,  escritor  de  brillante  talento,  y 
por  el  cual  he  conocido  al  Perseguidor,  me  decía:  "Este 
hombre  se  perderá  por  la  soberbia  de  su  virtud  y  por  su 
falta  de  caridad."  Se  perdería  si  tuviera  las  alucinaciones 
de  un  Lamennais,  y  si  no  latiese  en  él  un  corazón  anti- 
guo, lleno  de  verdadera  fe  y  de  santo  entusiasmo. 

Es  el  hombre  destinado  por  Dios  para  clamar  en  me- 
dio de  nuestras  humillaciones  presentes.  El  siente  que 
"alguien"  le  dice  al  oído  que  debe  cumplir  con  su  misión 
de  Perseguidor,  y  la  cumple,  aunque  a  su  voz  se  hagan 
los  indiferentes  los  "príncipes  de  Sodoma"  y  las  "archi- 
duquesas de  Gomorra".  Tiene  la  vasta  fuerza  de  ser  un 
fanático.  El  fanatismo,  en  cualquier  terreno,  es  el  calor, 
es  la  vida:  indica  que  el  alma  está  toda  entera  en  su  obra 
de  elección.  ¡El  fanatismo  es  soplo  que  viene  de  lo  alto, 
luz  que  irradia  en  los  nimbos  y  aureolas  de  los  santos  y 
de  los  genios! 


79 


Jean  Richkpin 


JEAN  RICHEPIN 

A  PROPÓSITO  DE  "mes  PARADIS" 


:^ARA  frontispicio  de  estas  líneas,  ¿qué  pintor, 
qué  dibujante  puede  darme  retrato  mejor 
que  el  que  ha  hecho  Teodoro  de  Banville, 
en  este  precioso  esmalte? 

"Este  cantor,  de  toisón  y  negro  rostro 
ambarino,  ha  resuelto  parecerse  a  un  prín- 
cipe indio,  sin  duda  con  el  objeto  de  poder  desparramar, 
sin  llamar  la  atención,  un  m.ontón  de  perlas,  de  rubíes, 
de  zafiros  y  de  crisólitos.  Sus  cejas  rectas  casi  se  juntan, 
y  sus  ojos  hundidos,  de  pupilas  grises,  estriados  y  circu- 
lados de  amarillo,  permanecen  comúnmente  como  dur- 
mientes y  turbados,  coléricos,  lanzan  relámpagos  de 
acero.  La  nariz  pequeña,  casi  recta,  redondamente  termi- 
nada, tiene  las  ventanillas  móviles  y  expresivas;  la  boca 
pequeña,  roja,  bien  modelada  y  dibujada,  finamente  vo- 
luptuosa y  amorosa;  los  dientes  cortos,  estrechos,  blan- 
cos, bien  ordenados,  sólidos  como  para  comer  hierro, 
dan  una  original  y  viril  belleza  al  poeta  de  las  Caricias. 
La  largura  avanzada  de  la  mandíbula  inferior  desapare 

83 


R      U      B      E N  DARÍO 

■i--  '  ~~ 

ce  bajo  la  linda  barba  rizada  y  ahorquillada;  y  ocultando 
sin  duda  una  alta  y  espaciosa  frente,  de  la  cima  del  crá- 
neo se  precipita  hasta  sobre  los  ojos  una  mar  de  ondas 
apretadas:  es  la  espesa  y  brillante  y  negra  y  ondulante 
cabellera."  Confrontando  esta  pintura  con  el  aguafuerte 
de  León  Bloy,  la  fisonomía  adquiere  sus  rasgos  absolu- 
tos: sea  al  amor  de  aquella  cariñosa  efigie,  o  al  corrosivo 
efecto  de  los  ácidos  del  panfletista,  la  efigie  de  Richepin 
es  interesante  y  hermosa.  Robusto  y  gallardo,  tiene  a 
orgullo  el  ser  turanio,  bohemio,  cómico  y  gimnasta.  Hace 
versos  a  su  imagen  y  semejanza,  bien  vertebrados  y 
musculosos;  monta  bien  en  Pegaso  como  domaría  potros 
en  la  pampa;  alza  los  cantos  metálicos  de  sus  poemas 
como  un  hércules  sus  esferas  de  hierro,  y  juega  con 
ellos,  haciendo  gala  de  bíceps,  potente  y  sanguíneo.  En 
el  feudalismo  artístico  en  que  Hugo  es  Burgrave,  Riche- 
pin es  barón  bárbaro,  gran  cazador  cuyo  cuerno  asorda 
el  bosque,  y  a  cuyo  halalí  pasa  la  tempestuosa  tropa  cine- 
gética, en  un  galope  ronco  y  sonoro,  tras  la  furia  erizada 
y  fugitiva  de  los  jabalíes  y  los  vuelos  violentos  de  los 
ciervos. 

Los  que  le  colocan  en  el  principado  del  "cabotinismo", 
¿no  creen  que  tenga  derecho  este  hombre  fuerte  a  cortar- 
le la  cola  a  su  león? 

No  son  pocos  los  golpes  que  ha  recibido  y  recibe,  des- 
de la  catapulta  de  Bloy  hasta  las  flechas  rabelesianas  de 
Laurent  Tailhade.  A  todos  resiste,  acorazando  su  carne 
de  atleta  con  las  planchas  de  bronce  dt  su  confiada  so- 
berbia. Busca  lo  rojo,  como  los  toros,  los  negros  y  las 
mujeres  andaluzas,  princesas  de  los  claveles:  de  sus  ins- 
trumentos el  tímpano  y  la  trompeta;  de  sus  bebidas  el 
vino,  hermano  de  la  sangre;  de  sus  flores  las  rosas  pletó- 
ricas;  de  su  mar  las  ásperas  sales,  los  iodos  y  los  fósfo- 
ros. Como  Baudelaire,  revienta  petardos  verbales  para 
espantar  esas  cosas  que  se  llaman  "las  gentes".  No  de 
otro  modo  puede  tomarse  la  ocurrencia  que  Bloy  asegura 
haber  oído  de  sus  labios,  superior,  indudablemente,  a' la 
del  jardinero  de  las  Flores  del  Mal,  <\ne  alababa  el  sa- 
bor de  los  sesos  de  niño... 


LOS  R        A R 0^ ^ 

La  *chanson  de"  gueux>  fué  la  fanfarria  que  anunció 
la  entrad-I.  de  ese  vencedor  que  se  ciñó  su  corona  de  lau- 
reles en  los  bancos  de  la  policía  correccional.  <Mon  livre 
n'a  point  de  feuille  de  vigne  et  je  m'en  flatte.»  Volunta- 
i  lamente  encanallado,  canta  a  la  canalla,  se  enrola  en  las 
turbas  de  los  perdidos,  repite  las  canciones  de  los  mendi- 
gos,  los  estribillos  de  Irs  prostitutas;  engasta  en  un  oro 
lírico  las  perlas  enfermas  de  los  burdeles;  Píndaro  "ato- 
rrante", suelta  las  alondras  de  sus  odas  desde  el  arroyo. 
Los  jaques  de  Quevedo  no  vestían  los  harapos  de  púrpu- 
ra de  esos  jaques;  los  borrachos  de  Villón  no  cantaban 
más  triunfantemente  que  esos  borrachos.  Cínica  y  grose- 
ra, la  musa  arremangada  baila  un  "chahut"  vertiginoso; 
vemos  a  un  mismo  tiempo  el  Moulin  Rouge  y  el  Olimpo; 
las  páginas  están  impregnadas  de  acres  perfumes;  brilla 
la  tea  anárquica;  los  pobres  cantan  la  canción  del  oro;  el 
coro  de  las  nueve  hermanas,  ya  en  ritmos  tristes  o  en  ri  - 
mas  joviales,  se  expresa  en  "argot";  la  Miseria,  gitana, 
^álida  y  embriagada,  danza  un  prodigioso  paso,  y  de 
Orion  y  Arturo  forma  sus  castañuelas  de  oro.  La  creación 
tiene  su  himno;  las  bestias,  las  plantas,  las  cosas,  exhalan 
su  aliento  o  su  voz;  los  jóvenes  vagabundos  se  juntan  con 
los  ancianos  limosneros;  el  son  del  piíFeraro  responde  a 
la  romanza  gastada  del  organillo.  Oíd  un  canto  a  Raúl 
Pouchon,  valiente  cancionero  de  París,  mientras  rimando 
una  frase  en  griego  de  Platón,  se  prepara  el  juglar  a  dis- 
culparse de  su  amor  por  las  máscaras,  apoyado  en  el  bra- 
zo de  Shakespeare. 

Se  ha  dicho  que  no  es  la  voz  de  los  verdaderos  "gueux" 
la  que  ha  sonado  en  la  bocina  de  Richepin,  y  que  su  sen- 
timiento popular  es  falsificado;  el  mismo  Arístides  Bruant, 
clarín  de  la  canción,  le  aplaude  con  reservas  y  señala  su 
falta  de  sinceridad.  No  he  de  juzgar  por  esto  menos  poe- 
ta a  (jiñen  ha  revestido  con  las  más  bellas  preseas  de  la 
harmonía  el  poema  vasto  y  profundo  de  los  miserables. 

En  Las  Caricias  se  ve  al  virtuoso,  al  ejecutante,  al  or- 
ganista del  verso;  acuña  sonetos  como  medallas  y  esterli- 
nas; tiene  la  ligereza  y  el  vigor;  chispas  y  llamaradas,  sal- 
tantes "pizzicati"  y  prestigiosas  fugas. 

85 


RUBÉN  DARÍO 

Como  tirada  por  catorce  cisnes,  la  barca  de)  soneto  re- 
corre el  lago  de  la  universal  poesía;  a  su  paso  saluda  el 
piloto  paraísos  de  Grecia,  encantadas  islas  medioevales, 
soñadas  Capuas,  divinos  Eldorados;  hasta  anclar  cerca  de 
un  edén  Watteau,  que  se  percibe  en  el  país  de  un  abani- 
co de  catorce  varillas.  La  delicadeza  y  distinción  del  poe- 
ta dan  a  entender  que  lo  púgil  no  quita  lo  Buckingham. 

En  este  poema,  como  en  todos  los  poemas,  como  en 
todos  libros  de  Richepiri,  encontraréis  la  obsesión  de  la 
carne,  una  furia  erótica  manifestada  en  símiles  sexuales, 
una  fraseología  plástico-genital  que  cantaridiza  la  estrofa 
hasta  hacerla  vibrar  como  aguijoneada  por  cálida  brama; 
un  culto  fálico  comparable  al  qiae  brilla  con  carbones  de 
un  adorable  y  dominante  infierno  en  los  versos  del  raro, 
total,  soberano  poeta  del  amor  epidérmico  y  omnipoten- 
te: Algernon  C.  Swinburne. 

Al  eco  de  un  rondó  vais  al  país  de  las  hadas  y  de  los 
príncipes  de  los  cuentos  azules;  huelen  los  campos  flore- 
cidos de  madrigales;  tras  el  reino  de  Floreal,  Thermidor 
os  enseñará  su  región,  en  donde  a  la  entrada,  se  balancea 
un  macabro  ahorcado  alegre,  que  me  hace  recordar  cier- 
ta agua  fuerte  de  Felicien  Rops,  que  apareció  en  el  fron- 
tispicio de  las  poesías  deJ  belga  Théodore  Hannon.  Tras 
las  brumas  de  Bruraario,  Nivoso  dirige  sus  bailarinas  en 
un  amargo  cancán;  y  después  de  estas  caricias,  de  estas 
"Caricias",  queda  en  el  ánimo  una  pena  tan  honda,  como 
la  que  aprieta  y  persigue  a  los  fornicarios  en  los  tratados 
de  los  fisiólogos  y  la  anunciada  en  los  versículos  de  los 
libros  santos. 

Kn  Las  Blasfemias,  brota  una  demencia  vertiginosa. 
El  título  no  más  del  poema  toca  un  bombo  infamante.  Lo 
han  tocado  antes  Baiidelaire  con  sus  Letanías  de  Satán  y 
el  autor  de  la  Oda  aPriapo.  Esos  títulos  son  comparables 
a  los  que  decoran  con  cromos  vistosos  los  editores  de 
cuentos  obscenos.  «¡Atención,  señores!  ¡Voy  a  blasfemar!» 
¿Se  quiere  mayor  atractivo  para  el  hombre,  cuyo  sentido 
más  desarrollado  es  el  que  Poe  llamaba  el  sentido  de  per- 
versidad? Y  he  aquí  que  aunque  la  protesta  de  hablar 
palabras  sinceras;  manifestada  por  Richepin,  sea  clara  y 

86 


LOS R        A    ROS 

franca,  yo — sin  permitirme  formar  coro  junto  con  los  que 
le  llaman  cabotín  y  farsante — ,  miro  en  su  loco  hervor  de 
ideas  negativas  y  de  revueltas  espumas  metafísicas,  a  un 
peregrino  sediento,  a  un  gran  poeta  errante  en  un  calci- 
nado desierto,  lleno  de  desesperación  y  de  deseo,  y  que 
por  no  encontrar  el  oasis  y  la  fuente  de  frescas  aguas, 
maldice,  jura  y  blasfema.  Cuando  más,  me  acercaría  a  la 
sombra  de  Guyau,  y  vería  en  esta  obra  única  y  resonante 
ua  concierto  de  ideas  desbarajustadas,  una  harmonía  de 
sonidos  en  desorden  de  pensamientos,  un  capricho  de 
portalira  que  quiere  asombrar  a  su  auditorio  con  el  es- 
truendo de  sonatas  estupendas  y  originales.  De  otro  modo 
no  se  explicaría  ese  paradojal  grupo  de  sonetos  amargos, 
en  el  que  las  más  fundan  ntales  ideas  de  moral  se  ven 
destrozadas  y  empapadas  en  las  más  abominables  deyec- 
ciones. 

Ese  soneto  sobre  Padre  y  Madre  forma  una  pareja  con 
la  célebre  frase  frigorífica  que  León  Bloy  asegura  haber 
oído  de  boca  de  Richepin.  El  carnaval  teológico  que  en 
Las  Blasfemias  constituye  la  diversión  principal  de  la 
fiesta  del  ateo,  con  sus  cópulas  inauditas  y  sus  sacrilegos 
cuadros  imaginarios,  sería  motivo  para  dar  ra^ón  al  ico- 
noclasta Max  Nordau,  en  sus  diagnósticos  y  afi  maciones. 
Pocas  veces  habrá  caído  la  fantasía  en  una  1  asteria,  en 
una  epilepsia  igual;  sus  espumas  asustan,  sus  contorsio- 
nes la  encorvan  como  un  arco  de  acero,  sus  huesos  cru- 
jen, sus  dientes  rechinan,  sus  gritos  son  clamores  de  nin- 
fomaníaca;  el  sadismo  se  junta  a  la  profanación:  ese  vue- 
lo de  estrofas  condenadas  precisa  el  exorcismo,  la  desin- 
fección mística,  el  agua  bendita,  las  blancas  hostias,  un 
lirio  del  santuario,  un  balido  del  cordero  pascual.  La  cua- 
drilla infernal  de  los  dioses  caídos  no  puede  ser  acompa- 
ñada sino  por  el  órgano  del  Silencio.  Habla  el  ateo  con 
las  estrellas,  para  quedar  más  fuerte  en  su  negación,  y  su 
plegaria,  cuando  parodia  la  oración,  como  un  pájaro  sin 
alas  cae.  El  judío  errante  dice  bien  sus  alejandrinos  y  pro- 
sigue su  marcha.  Las  letanías  de  Baudelaire  tienen  su 
mejor  paráfrasis  en  la  apología  que  hace  Richepin  del 
Bajísimo. 


R     u     B ^  _a;^         d     a R     I     o 

Con  una  rodilla  en  tierra,  y  en  vibrantes  versos,  ento- 
na él  también  su  ¡Pape  Satán,  Pape  Satán  alepe!  Mas  don- 
de se  retrata  su  tipo  desastrado,  es  en  las  que  él  llama 
canciones  de  la  sangre:  su  árbol  genealógico  florece  rosas 
de  Bohemia:  sus  antepasados  espirituales  están  entre  los 
invasores,  los  parias,  los  bandidos  cabalgantes,  los  solda- 
dos de  Atila,  los  florentinos  asesinos,  los  atormentadores, 
los  súcubos,  los  hechiceros  y  los  gitanos. 

En  esas  canciones  se  encuentra  una  estrofa  harmonio - 
sísima  que  Guyau  considera  como  la  mejor  imitación  fo- 
nética del  galope  del  caballo,  olvidando  el  ilustre  sabio 
el  verso  que  todos  sabemos  desde  el  colegio: 

Cuadrupedantem  puten  sonitu  quatit 
úngula  campum... 

Nada  existe  de  divino  para  el  comedor  de  ideales;  y  si 
hace  tabla  rasa  con  los  dioses  de  todos  los  cultos  y  con 
los  mitos  de  todas  las  religiones,  no  por  eso  deja  de  de- 
cir a  la  Razón  desvergüenzas,  de  abominar  a  la  Naturale- 
za, montón  de  deyecciones,  según  él,  y  de  reirse,  tonante 
y  burlón,  del  Progreso,  para  señalarse  como  precursor  de 
un  Cristo  venidero  cuya  aparición  saluda,  el  blasfemo, 
con  los  tubos  de  sus  trompetas  alejandrinas.  Eran  sus 
intenciones,  según  confesión  propia,  cuando  echó  al 
mundo  ese  poema  candente  y  escandaloso,  instaurar  a  su 
modo  una  moral,  una  política  y  una  cosmogonía  materia- 
li?ta.  Para  esto  debía  publicar  después  de  las  Blasfemias, 
el  Paraíso  del  Ateo,  el  Evangelio  del  Anti cristo  y  las  Can- 
ciones eternas.  El  poema  nuevo,  Mis  paraísos,  correspon- 
de a  aquel  plan. 

Una  palabra  siquiera  sobre  una  de  las  obras  más  fuer- 
tes, quizá  la  más  fuerte,  dejean  Richepin:  El  Mar.  Desde 
Lucrecio  hasta  nuestros  días,  no  ha  vibrado  nunca  con 
mayor  ímpetu  el  alma  de  las  cosas,  la  expresión  de  la 
materia,  como  en  esa  abrumadora  sucesión  de  consonan- 
tes que  olea,  sala,  respira,  tiene  flujo  y  reflujo,  y  toda 
la  agitación  y  todo  el  encanto  vencedor  de  la  inmensidad 
marina .  De  todos  lo  que  han  rimado  o  escrito   sobre  el 

88 


LOS R_^  _A R O S 

mar,  tan  solamente  Tristán  Corbiére  (de  la  academia  her- 
mética de  los  escogidos)  ha  hecho  cantar  mejor  la  len- 
gua de  la  onda  y  del  viento,  la  melodía  oceánica.  Hay 
que  saber  que  Richepin,  como  Corbiére,  conoce  práctica- 
mente las  aventuras  de  los  marineros  y  de  los  pescadores, 
y  bajo  sus  pies  ha  sentido  los  sacudimientos  de  la  piel 
azul  de  la  hidra.  No  sé  si  de  grumete  empezó;  pero  sí 
que  ha  hecho  la  guardia,  a  la  media  noche,  delante  de  la 
mirada  de  oro  de  las  estrellas;  y  envuelto  en  la  bruma  de 
las  madrugadas,  ha  dicho  entre  dientes  las  canciones  que 
saben  los  lobos  de  mar,  Loti  delante  de  él  es  un  "sports- 
man", un  "yachtman";  Rene  Maizeroy,  un  elegante  que 
va  a  tomar  las  aguas  a  Trouville;  Michelet,  un  admirable 
profesor;  solamente  Corbiére  le  presta  su  pipa  y  su  cuchi- 
llo y  le  aplaude  cuando  salmodia  sus  cristalizadas  leta- 
nías, o  enmarca  maravillosas  marinas  que  no  han  sabido 
crear  los  pintores  de  Holanda,  o  retrata  y  esculpe  los 
tipos  de  a  bordo,  o  con  la  linterna  mágica  de  un  poder 
imaginativo  excepcional  ilumina  cuadros  fantasmagóricos 
sobre  las  olas,  concertando  la  muda  melodía  de  los  cas- 
tos astros  con  la  polémica  eterna  de  las  ebrias  espumas . 
El  Richepin  prosista  ha  cosechado  laureles  y  silbas; 
pues  si  con  sus  cuadros  urbanos  de  París  ha  realizado 
una  obra  única,  con  sus  novelas  ha  llegado  hasta  las  puer- 
tas aterradoras  del  folletín.  Jamás  creería  yo  en  un  reba- 
jamiento intelectual  de  tan  alado  poeta,  y  no  seré  de  los 
que  lo  aburguesan,  a  causa  de  tal  o  cual  producción;  y 
que  son  los  mismos  que  llaman  aZola  "un  raonsieur  á.  gé- 
nie".  Mme.  André  se  va  con  sus  tristezas  humanas;  y  Bra- 
vesgens  i\inio  con  Miark,  ceden  el  pasoal  "conteur".  Pues 
si  algún  poder  tiene  Richepin  después  del  de  lírico,  es  el 
que  le  da  la  forma  rápida  y  vivaz  del  cuento.  Ya  nos  pinte 
las  intimidades  de  los  cómicos,  a  los  cuales  le  acerca  una 
simpatía  irresistible;  ya  vaya  al  jardín  de  Poe  a  cortar 
adelfas  o  arrancar  mandragoras,  al  lívido  resplandor  de 
las  pesadillas;  ya  juegue  con  la  muerte,  o  se  declare  pala- 
dín de  anarquistas,  humillando,  mal  poeta  en  esto,  la  idea 
indestructible  de  las  jerarquías,  su  palabra  tiene  carne  y 
sangre,  vive  y  se  agita,  y  os  hará  estremecer. 

89 


R      U      B  _E__  N DARÍO 

En  Mes  Paradis  hay  ya  una  ascensión.  Como  las  Blas- 
femias, el  poema  está  dedicado  a  MauriceBouchor.  Quien, 
espiritual  y  místico,  deberá  aplaudir  el  cambio  experi- 
mentado en  el  ateo.  Ya  no  todo  está  regido  por  la  fatali- 
dad, ni  el  Mal  es  el  invencible  emperador.  La  explicación 
podrá  quizá  encontrarse  en  esta  declaración  del  poeta: 
Las  Blasfemias  fueron  escritas  de  veinte  a  treinta  años, 
y  Mis  Paraísos,  de  treinta  a  cuarenta."  Comienza  su  últi- 
mo poema  con  un  tono  casi  prosaico,  y  protesta  su  buena 
voluntad  y  la  sinceridad  de  su  pensamiento.  Buen  gladia- 
dor, hace  su  saludo  antes  de  entrar  en  la  lucha.  Luego, 
las  primeras  bestias  fieras  que  le  salen  al  encuentro  son 
dragones  de  ensueño,  o  frías  víboras  bíblicas  que  nos 
vienen  a  repetir  una  vez  más  que  en  el  fondo  de  toda 
copa  hay  amargura,  y  que  la  rosa  tiene  su  espina  y  la 
mujer  su  engaño.  Vuelve  Richepin  a  ver  al  diablo,  a 
quien  canta  en  sonoros  versos  de  pie  quebrado;  antes  le 
había  visto  igual  físicamente  a  un  hermano  de  Bouchor; 
ahora  le  adula,  le  ruega  y  le  habla  en  su  Idioma,  como  un 
ferviente  adorador  de  las  misas  negras. 

Pero  no  todo  es  negación,  puesto  que  hay  una  voz  se- 
creta que  pone  en  el  cerebro  del  soñador  la  simiente  de 
la  probabilidad. 

Para  ser  discípulo  del  demonio,  Richepin  filosofa  de- 
masiado, y  sobre  todo  el  tejido  de  su  filosofía  sopla  un 
buen  aire  que  augura  tiempo  mejor.  La  barca  en  que  va, 
con  rumbo  a  las  Islas  de  Oro,  pasa  por  muchos  escollos, 
es  cierto;  pero  esto  nos  da  motivo  para  oir  el  suave  son 
de  muy  lindas  baladas.  Sensual  sobre  todo,  el  predicador 
del  culto  de  la  materia  nos  dice  cosas  viejas  y  bien  sabi- 
das. ¿Es  acaso  nuevo  el  principio  que  resume  la  mayor 
parte  de  estas  primeras  poesías:  "comamos,  bebamos, 
gocemos,  que  mañana  todo  habrá  concluido"?  ¿O  este 
otro:  "vale  más  pájaro  en  mano  que  buitre  volando"? 
Oh,  sí;  los  panales,  las  rosas,  los  senos  de  las  mujeres, 
las  uvas  y  los  vinos,  son  cosas  que  nos  halagan  y  encan- 
tan; pero  ¿esto  es  todo?  Diré  con  el  mismo  Richepin: 
"Poete,  n'as  tu  pas  des  ailes?" 

El  amor  a  los  humildes  se  advierte  en  toda  esta  obra; 

90 


LOS  RAROS 

no  un  amor  que  se  cierne  desde  la  altura  del  numen,  sino 
un  compañerismo  fraternal  que  junta  al  poeta  coa  los 
"gueux"  de  antaño.  Las  canciones  transcienden  a  olores 
tabernarios.  Decididamente,  ese  duque  vestido  de  oro 
tiene  una  tendencia  marcada  al  "atorrantlsmo".  Gracias 
a  Dios,  que  buen  aire  ha  inflado  las  velas  y  tenemos  a  la 
vista  las  costas  de  las  anunciadas  áureas  islas.  Sabemos 
aquí  que  lavida  válela  pena  de  nacer;  que  nuestro  cuerpo 
tiene  un  reino  extenso  y  rico;  que  nada  iiay  como  el  pla- 
cer, y  que  la  felicidad  consiste  en  la  satisfacción  de  nues- 
tros instintos.  Islas  de  oro  pálido,  islas  de  oro  negro, 
islas  de  oro  rojo,  ¿son  éstas  las  flores  que  brotan  en  vues- 
tras maravillosas  campiñas? 

Lo  que  llama  al  paso  mi  atención  son  dos  coinciden- 
cias que  no  tocan  en  nada  la  amazónica  originalidad  de 
Richepin,  pero  me  traen  a  la  memoria  conocidísimas 
obras  de  dos  grandes  maestros.  En  la  página  229  de  Mes 
Paradis  tiembla  la  cabellera  de  Gautier,  y  en  la  página 
368  se  lee: 

Enivre-toi  quand-méme,  et  non  moins  foUement, 
de  tout  ce  qui  survit  au  rapide  moment, 
des  chiméres,  de  l'art,  du  beau,  du  vin,  des  revés 
qu'on  vendange  en  passant  aux  réalités  breves,  etc. 

Lo  cual  se  encuentra  más  o  menos  en  uno  de  los  ad- 
mirables poemas  en  prosa  de  Baudelaire. 

Todo  hay,  en  fin,  en  esas  islas  de  oro:  maravillas  de 
poesía  satiríaca,  estrofas  en  que  ha  querido  demostrar 
Richepin  cómo  él  también  puede  igualar  las  exquisiteces 
de  la  poética  simbolista;  paisajes  de  suprema  belleza,  de- 
coraciones orientales,  ritmos  y  estrofas  de  una  lengua 
asiática  en  que  triunfa  el  millonario  de  vocablos  y  de  re- 
cursos artísticos;  relámpagos  de  pasión  y  ternuras  súbi- 
tas; las  apoteosis  del  hogar  y  la  poetización  de  las  cosas 
más  prosaicas;  las  flautas  y  arpas  de  Verlaine  se  unen  a 
las  orquestas  parnasianas;  el  treno,  el  terceto  monorrimo 
de  los  himnos  latinos  precede  al  verso  libre;  el  elogio  de 
la  palabra  está  hecho  en  alejandrinos  que  parecen  conti- 
nuación de  los  célebres   de  Hugo,  y  si  turba  la  armonía 

91 


RUBÉN 


D 


R 


O 


órfica  la  obsesión  de  la  metafísica,  pronto  nos  salva  de  la 
confusión  o  del  aburrimiento  al  galope  metálico  y  musi- 
cal de  las  cuadrigas  ds  hemistiquios.  En  largo  discurso 
rimado  nos  explicará  por  qué  es  a  veces  prosaico,  o  tri- 
vial. Su  pensamiento  pesa  mucho,  y  no  pueden  arras- 
trarlo en  ocasiones  las  palabras. 

Islas  de  oro  pálido,  islas  de  oro  rubio,  islas  de  oro  ne- 
gro, todas  sois  como  países  de  ensueño.  No  hay  arcos  de 
plata  y  flores  para  recibir  al  catecúmeno.  Richepin  no  es 
aún  el  elegido  de  la  Fe.  Le  que  hay  de  consolador  y  de 
divino  en  este  poema  es  que  al  concluir  presenciamos  la 
apoteosis  del  amor,  Y  el  Amor  lleva  a  Dios  tanto  o  más 
que  la  Fe.  Amor  carnal,  amor  ideal,  amor  de  todas  las 
cosas,  atracción,  imán,  beso,  simpatía,  rima,  ritmo,  ¡el 
amor  es  la  visión  de  Dios  sobre  la  faz  de  la  tierra! 

Y  pues  que  varaos  a  esos  paraísos,  a  esas  islas  de  oro, 
celebremos  la  blancura  de  las  velas  de  seda,  el  vuelo  de 
los  remos,  el  marfil  del  timón,  la  proa  dorada,  curva 
como  un  brazo  de  lira,  el  agua  azul,  ¡y  la  eterna  corona 
de  diamantes  de  la  Reina  Poesía! 


92 


ÍEAN  MOREAS 


|l  retrato  que  el  holandés  Byvanck  hizo  de 
Morcas  en  un  libro  publicado  no  ha  mucho 
tiempo,  no  es  de  una  completa  exactitud. 
Morcas  no  está  contento  con  la  imagen  pin- 
tada por  el  Teniers  filólogo,  como  llama 
An atole  France  al  profesor  de  Hilversum. 
Ha  llegado  hasta  calificar  a  éste,  en  el  calor  de  la  con- 
versación, sencillamente  de  "imbécil".  Palabra  que  no 
osé  contradecir,  aunque  me  pareció  harto  dura  e  injusta, 
y  de  todo  punto  inaplicable  para  el  excelente  víllonista, 
para  el  «sabio  pensativo»,  para  quien,  según  el  mismo 
France,  con  todo  y  ser  filólogo,  se  interesa  por  el  movi- 
miento intelectual... 

Cierto  es  que  en  su  libro,  a  vuelta  de  justos  elogios  y 
de  una  admiración  que  demuestra  indudablemente  su 
sinceridad,  nos  ha  dado  un  Morcas  caricatural,  un  Morcas 
inadmisible  para  los  que  tenemos  el  gusto  de  conocerle. 
Y  no  puede  ser  excusa  salvadora  el  que  las  anécdotas 

93 


R       U      B      E      N  DA R^    I      O 

bufas  referentes  al  poeta  estén  en  la  narración  de 
Byvanck  puestas  en  los  labios  de  antiguos  amigos  del 
hoy  jefe  de  la  escuela  romana.  ¡Todo  lo  contrario!  Bien 
sabe  el  pensador  de  Holanda  que  del  "cher  confrére"  y 
del  "cher  maitre"  gustan  mucho  los  dientes  literarios  en 
todas  partes  del  mundo...  Un  mordisco  al  "querido  com- 
pañero", un  arañazo  al  "querido  maestro",  no  hay  nada 
mejor,  principalmente  cuando  ello  va  acompañado  con  la 
salsa  del  ridículo!  Es  un  don  especial  del  lobo  humano. 
Al  lobo  humano  parece  que  el  arte  le  pusiese  en  el  hígado 
una  extraña  y  áspera  bilis.  Hasta  hoy  no  se  ha  visto  sino 
muy  raras  veces  una  amistad  profunda,  verdadera,  desin- 
teresada, y  dulcemente  franca,  entre  dos  hombres  de 
letras.  ¡Y  los  poetas,  esos  amables  y  luminosos  pájaros 
de  alas  azules!  Los  triunfos  de  Moreas  enconaron  a  mu- 
chos de  sus  colegas.  El  banquete  que  se  dio  cuando  la 
aparición  del  primer  "Pelerin  Passionné"  fué  causa  de 
bastantes  rencores.  No  impunemente  se  logra  una  vic- 
toria. 

Moreas,  si  es  que  era  tal  como  aparece  retratado  en  el 
libro  de  Byvanck,  ha  cambiado  en  dos  años  muy  mucho. 
Cierto  es  que  hay  algo  en  él  del  espadachín  idealizado 
en  sus  hermosos  versos: 

La  main  de  noir  gantée  a  la  hanche  campee, 
avec  sa  toque  á  plume,  avec  sa  longue  epée, 
il  passe  sous  les  hauts  balcons  indolemment. 

Por  lo  demás,  si  usa  siempre  el  "monocle",  no  dice 
"Píndaro  y  yo",  ni  se  admira  de  tener  las  manos  blancas 
y  finas.  La  "toque  á  plume"  es  un  flamante  sombrero  de 
copa;  su  traje  es  correcto,  de  intachable  corte.  Alta  y 
serena  frente;  cabello  de  klepto;  porque,  como  en  París 
se  sabe,  Moreas  es  griego  de  Galia. 

"No  es  un  pacha,  es  un  klepto  de  negra  cabellera." 
Cuerpo  fuerte  y  bien  erguido,  manos  aristocráticas,  el 
aire  un  si  es  no  es  altivo  y  sonrientemente  desdeñoso; 
gestos  de  gian  señor  de  raza;  bigotes  bien  cuidados.  Y 
entre  todo  esto,  una  nariz  soberbia  y  orgullosa,  a  propó- 

94 


^__  Q        ^ Jg        A ROS 

sito   de  la  cual   un   periodista  risueño  ha    dicho    que 
Moreas  es  semejante  a  una  cacatúa. 

¿Qué  misteriosa  razón  hará  que  ese  apéndice  facial 
llame  tanto  la  atención  de  la  crítica?  La  nariz  de  Moreas 
es,  vuelvo  a  repetirlo,  una  soberbia  y  orgullosa  nariz,  ni 
atrozmente  aumentada  con  un  garbanzo,  como  la  de  Ci- 
cerón, ni  tan  desarrollada  como  la  de  Corneille,  ni  fea 
hasta  la  provocación  y  el  insulto,  como  la  de  Cyrano  de 
Bergerac.  En  resumen,  nuestro  poeta  tiene  un  gallardo 
tipo  de  caballero. 

Con  ropilla  y  sombrero  emplumado,  se  podría  afirmar: 
"Velázquez  pinxit."  Como  Ronsard  y  como  Chenier,  tiene 
en  las  venas  sangre  de  Grecia.  Su   familia  es  originaria 
del  Epiro  y  su  apellido  es  ilustre:  Diamanto;  precedido  de 
la  palabra  Papa,  y  seguido  de  la  terminación  "poulos",  lo 
primero  para  indicar  que  hay  entre  los  miembros  que 
ilustran  la  casa  un  jerarca  de  la  Iglesia,  y  lo  segundo, 
que  es  en  griegro  equivalente  al  "ofí",  al  "vitch"  o  al  "ski" 
slavos.  A  principios  del  siglo,  esa  familia  de  nombre  in- 
menso, "Papadiamantopoulos",   emigró  al  Peloponeso,  a 
la  Morea;  y  de  aquí  el  nuevo  nombre,  el  nombre  adoptivo 
hoy  en  uso.  El  poeta  es  de  raza  de  héroes.  Su  abuelo  fué 
un  gran  luchador  por  la  libertad  de  la  Grecia.   Su  padre 
había  quedado  en  la  capital  y  era  dignatario  de  la  corte 
del  rey  bávaro  Othon,  impuesto  por  las  potencias,    "Y 
aquí  — decía  Moreas  a  Byvanck — ,  y  aquí  comienza  la  his- 
toria de  mi  rebelión.   Mis  padres  habían  concebido  una 
alta  idea  de  mi  porvenir  y  querían  enviarme  a  Alemania, 
donde  recibiría  una  buena  educación.  Hay  que  recordar 
que  la  influencia  alemana  prevalecía  en  la  corte.  Había 
aprendido  a  un  tiempo  griego  y  francés,  y  no  separaba 
ambas  lenguas.  Quería  ver  la  Francia;  niño  aún,  ya  tenía 
la  nostalgia  de  París.    Creyeron  forzar  mi  resistencia  en- 
viándome  a  Alemania,  y  me  volví  dos  veces.  En  fin,  me 
fui  a  Marsella  y  de  allí  a  París.  Era  que  el  destino  me  se- 
ñalaba mi  ruta,  pues  yo  era  aún  muy  joven  para  darme 
cuenta  de  mis  acciones.  He  sufrido   horriblemente;  pero 
no  me  he  dejado  abatir  y  he  mantenido  alta  la  cabeza.  Mi 
familia  me  reprochaba  mi  pereza— según  sus  palabras — 

95 


RUBÉN      DARÍO 

y  hacía  espejear  ante  mis  ojos  el  alto  empleo  que  hu- 
biera podido  obtener  en  Atenas.  Pero  basta.  Se  siente 
uno  herido  en  lo  más  vivo  cuando  las  personas  que  ama 
no  le  comprenden,  y  aun  le  hieren.  Yo  nunca  he  hablado 
de  esto  con  nadie..." 

Y  he  ahí  que  ha  llegado  en  la  terrible  ciudad  de  la  glo- 
ria a  conquistarse  un  envidiado  nombre.  Después  de 
brega  y  sufrimiento,  el  desconocido  es  ya  "alguien".  Ana- 
tole  France,  a  quien  siempre  habrá  que  citar,  le  llama  "el 
poeta  pindárico  de  palabras  lapidarias".  Si  Morcas  no 
fuese  tan  descuidado  de  su  renombre,  si  tuviese  el  don 
de  intriga  y  de  acomodaticia  humildad  de  muchos  de  los 
que  fueron  antaño  sus  compañeros,  su  gloria  habría  sido 
sonoramente  cantada  por  el  clarín  prostituido  de  la  Fama 
fácil.  Mas  el  joven  "centauricida"  está  acorazado  de  or- 
gullo, casqueado  de  desdén  olímpico.  Alrededor  de  ese 
orgullo  y  ese  desdén  se  ha  formado  más  de  una  leyenda, 
que  circula  por  los  cafés  estudiantiles  y  literarios  del 
Barrio  Latino. 

Ya  es  el  Moreas  hinchado  de  pretensiones, irrespetuoso 
con  los  genios,  con  los  Santos  Padres  de  las  letras,  que 
observa  con  su  "monocle"  a  Píndaro,  que  blasfema  de 
Hugo  y  acepta  con  reservas  a  Leconte  de  Lisie;  ya  es  el 
Narciso  que  se  deleita  con  su  belleza  en  un  espejo  de 
cervecería;  ya  es  el  corifeo  de  las  primeras  armas,  que 
entraba  al  café  seguido  de  una  cohorte  de  acólitos  papa- 
natas; ya  es  e)  rival  de  Veríaine,  que  ve  de  reojo  al  fauno 
maldito;  ya  el  recitador  de  sus  propios  versos,  que  se 
alaba  pontifical  y  descaradamente,  delante  de  un  concur- 
so asombrado  o  burlón.  Después  de  todo,  la  mala  volun- 
tad ha  quedado  vencida.  No  hay  sino  que  reconocer  en 
el  autor  del  Pelerin  Passioné  a  un  egregio  poeta.  "El 
único — dice  el  escritor  holandés — que  en  todo  el  mundo 
civilizado  puede  hablar  de  su  Lira  y  de  su  Musa,  sin  caer 
en  ridículo."  Moreas  ha  tomado  muchos  rumbos  antes  de 
seguir  la  senda  que  hoy  lleva.  El  apareció  en  el  campo  de 
las  letras  como  revolucionario.  Una  nueva  escuela  aca- 
baba de  surgir,  opuesta  hasta  cierto  punto  a  la  corriente 
poderosa  de  Víctor  íligo  y  sus  hijos  los  parnasianos;  y 

96 


LOS  R        A R^       O        S 

en  todo  y  por  todo,  a  la  invasión  creciente  del  naturalis- 
mo, cuyo  pontífice  aparecía  como  un  formidable  segador 
de  ideales.  Los  nuevos  luchadores  quisieron  librar  a  los 
espíritus  enamorados  de  lo  bello  de  la  peste  Rougon  y 
de  la  plaga  Macquart.  Artistas,  ante  todo^  eran,  entusias- 
tas y  bravos,  los  voluntarios  del  Arte. 

Tales  fueron  los  decadentes,  unidos  en  un  principio,  y 
despuís  separados  por  la  más  extraña  de  las  anarquías, 
en  grupos,  subgrupos,  variados  y  curiosos  cenáculos. 
Moreas,  como  queda  dicho,  fué  uno  de  los  primeros  com- 
batientes; él,  como  un  decidido  y  convencido  adalid,  tuvo 
que  sostener  el  brillo  de  la  flamante  bandera,  contra  los 
innumerables  ataques  de  los  contrarios.  Casi  toda  la 
prensa  parisiense  disparaba  sus  baterías  sobre  los  recién 
llegados.  Paul  Bourde  se  alzaba  implacable  en  su  burla, 
desde  las  columnas  del  Tenips.  Llamaba  a  los  decadentes, 
con  tono  de  reproche,  hijos  de  Baudelaire;  dirigía  sus  más 
certeros  proyectiles  contra  Mallarmé,  Moreas,  Laurent 
Tailhade,  Vignier  y  Charles  Morice;  y  pintaba  a  los  odia- 
dos reformadores  con  colores  chillones  y  extravagantes 
perfiles.  Todos  ellos  no  eran  sino  una  muchedumbre  de 
histéricos,  un  club  de  chiflados.  Las  fantasías  escritas  de 
Moreas  e^an,  según  el  crítico,  sentidas  y  vividas.  ¿El  jo- 
ven poeta  quería  ser  Khan  de  Tartaria,  o  de  no  sé  dónde, 
en  un  bello  verso?  Pues  eso  era  muestra  de  un  innegable 
desorden  intelectual.  Moreas  era  un  sujeto  sospechoso, 
de  deseos  crueles  y  bárbaros.  Además,  los  decadentes 
eran  enemigos  de  la  salud,  de  la  alegría,  de  la  vida,  en  fin. 
Moreas  contestó  a  Bourde  tranquilo  y  bizarramente.  Le 
dijo  al  escritor  del  más  grave  de  los  diarios  que  no  había 
motivo  para  tanta  algarada;  que  el  distinguido  señor 
Bourde  se  hacía  eco  de  fútiles  anécdotas  inventadas  por 
alegres  desocupados;  que  ellos,  los  decadentes,  gustaban 
del  buen  vino,  y  eran  poco  afectos  a  las  caricias  de  !a 
diosa  Morfina;  que  preferían  beber  en  vasos,  como  el  co- 
mún de  los  mortales,  y  no  en  el  cráneo  de  sus  abuelos;  y 
que,  por  la  noche,  en  vez  de  ir  al  sábado  de  los  diablos  y 
de  las  brujas,  trabajaban.  Defendió  a  la  censurada  Me- 
lancolía, de  la  Risa  gala,  su  gorda  y  sana  enemiga.   "Es- 

7  97 


RUBÉN  DARÍO 

quilo,  dijo,  Dante,  Shakespeare,  Byron,  Goethe,  Lamar- 
tine, Hugo,  los  grandes  poetas,  no  parece  que  hayan 
visto  en  la  vida  una  loca  kermesse  de  inflamadas  ale- 
grías." Fué  el  campeón  de  las  lágrimas.  Después  se  ocu- 
pó de  la  exterioridad  de  la  poesía  decadente  y  expuso 
sus  cánones.  Al  poco  tiempo  apareció  en  el  Fígaro  un 
manifiesto  de  Moreas.  Fué  la  declaratoria  de  la  evolu- 
ción, la  anunciación  "oficial"  del  simbolismo.  Los  simbo- 
listas eran  para  los  románticos  rezagados  y  para  el  natu- 
ralismo lo  que  el  romanticismo  para  los  pelucas  de  1830. 
¿Pero  no  eran  ellos  los  de  la  joven  falange,  nietos  de  Víc- 
tor Hugo? 

Ese  célebre  manifiesto  en  que  aparecían  declarados  los 
principios  del  simbolismo,  el  organismo  de  la  naciente 
escuela,  su  ritual  artístico,  su  teoría,  sus  intentos  y  sus 
esperanzas,  fué  analizado  y  combatido  por  Anatole  Fran- 
ce  con  la  manera  magistral  y  la  superior  fuerza  que  dis- 
tinguen a  ese  escritor.  Moreas  respondióle,  en  unas  cuan- 
tas líneas,  con  caballeresca  cortesía,  manteniendo,  buen 
paladín,  sus  ideas.  De  esto  hace  ya  algunos  arios. 

Moreas  desdeña  hoy,  mira  con  cierta  reprochable  falta 
de  cariño,  sus  primeras  producciones.  ¿Por  qué?  Ellas 
marcan  el  sendero  que  debía  seguir  el  talento  del  autor, 
son  los  vuelos  en  que  se  ensayaban  las  alas,  y  para  el 
observador  o  el  biógrafo,  constituyen  valiosísimos  docu- 
mentos. Nuestro  poeta  no  habla  nunca  de  sus  trabajos 
en  prosa.  Como  todo  verdadero  poeta,  es  un  excelente 
prosador.  A  pesar  de  las  inextricables  montañas  simbó- 
licas y  de  las  raras  brumas  amontonadas  en  el  Thé 
chez  Miranda,  o  en  las  Demoiselles  Gobet ,  ambas 
obras  escritas  en  colaboración  con  Paul  Adam,  esos  dos 
trabajos  primigenios  son  ya  un  augurio  de  poder  y 
de  victoria.  Hay  en  ellos  riqueza,  derroche  de  intelec- 
tualidad y  de  pasión  artística.  Son  revuelta  y  amontonada 
pedrería,  joyas  regadas;  lujo  desbordado  de  la  fantasía, 
locura  de  ansioso  príncipe  adolescente.  ¿Que  hay  distan- 
cia de  esos  libros  al  último  Pelerin?  Claro  está. 

"He  crecido" — dice  Hugo  en  una  célebre  epístola. 
El  antiguo  camarada  de  Moreas,  el  Paul  Adam  de  estos 

98 


LOS RAROS 

momentos,  que  corona,  de  gemas  ilustres  la  cabeza  hiera- 
tica  de  las  princesas  bizantinas,  ¿no  empieza  a  mostrar 
los  quilates  de  sus  oros  y  diamantes  allá,  al  principio, 
cuando  los  tanteos  de  su  pluma  delineaban  los  contornos 
de  un  estilo  prestigioso  y  potente? 

El  Morcas  de  Les  Syrtes  no  es,  en  verdad,  el  lírico 
capiíolino  y  regio  de  los  últimos  poemas;  sin  embargo, 
algunos  preferirían  muchos  de  esos  primeros  versos 
a  varias  de  las  sinfonías  verbales  recientemente  escritas 
por  el  joven  maestro.  La  razón  de  esto  quizá  esté  en  que 
hay  en  la  primavera  de  su  poesía  más  pasión  y  menos 
ciencia.  Es  innegable  que  la  orquestación  exquisita  del 
verso  libre,  ''la  máquina  del  poema  polimorfo  moderní- 
simo", son  esfuerzos  que  seducen;  mas  es  irresistible 
aquella  m.3gia,  de  los  vuelos  de  palomas,  de  las  írescas 
rosas,  bien  rimadas  en  estrofas  harmónicas:  la  consonan- 
cia dulce  de  los  labios,  luciente  de  los  ojos,  ideal  y  celeste 
de  las  alas  y  el  lenguaje  de  la  pasión  y  de  la  juventud. 

Esto,  volviendo  a  afirmar  que  el  verso  libre,  tal  como 
hoy  impera  en  la  poética  francesa,  es,  en  manos  de  una 
legión  triunfante  de  rimadores,  instrumento  precioso, 
teclado  insigne  y  vasto  de  incomparable  polifonía.  Mas 
volvamos  a  los  primeros  versos  de  Moreas.  "¡Syrtis 
inhospital",  clama  Ovidio.  ''lacerta  Syrtis",  dice  Séneca. 
Aun  no  ha  acabado  la  aurora  de  esperez^irse,  y  ya  la 
barca  del  joven  soñador  ha  padecido  la  rudeza  de  los 
escolios.  ¡El  poeta  empieza  por  el  recuerdo!  Ya  hay  uh 
tiempo  ido,  al  cual  el  alma  vr-elve  los  nostálgicos  ojos. 
Quizá  no  es  la  culpa  del  soñador.  El  viene  después  del 
enfermo  Reaé  y  del  triste  Olimpio. 

Es  el  invierno.  Arde  en  la  chimenea 

El  fuego  brillador  que  estalla  .n  chispas, 

como  dice  un  poeta  mi  amigo  a  quien  quiero  mucho. 
Fuera  pasan  los  vientos  de  la  fría  estación.  Dentro,  el 
gato  mayador  se  enarca  y  se  estira  lánguidamente.  Algo 
flota  sobre  la  ramazón  bordada  de  los  cortinajes. 

Es  el  pasado;  es  el  pasado,  que  clama  lamentando  las 

99 


RUBÉN  parí      o 

ternuras  acabadas  y  los  amores  difuntos.  El  recuerdo 
vuela  primero  al  divino  país  de  Grecia.  Allá  es  donde 
"bajo  los  cielos  áticos  los  crepúsculos  radiosos  tiñen  de 
amatista  los  dioses  esculpidos  en  los  frisos  de  los  pór- 
ticos; donde  en  el  follaje  argentado  de  los  árboles  de 
torsos  flacos,  crepitan  las  agrias  cigarras,  ebrias  de  las 
copas  del  Estío".  Es  la  tierra  de  las  olímpicas  divinidades 
y  de  las  musas,  donde  la  virgen  helénica,  de  florecientes 
senos,  despertó  el  amor  del  adolescente,  poniendo  el 
embriagador  vino  del  primer  beso  sobre  sus  labios  secos 
de  sed.  Luego  pasará  la  dama  enigmática,  encarnación 
del  inmortal  femenino.  Va  en  una  barca  mágica  o  en  una 
góndola  amorosa,  y  a  su  paso  hacen  vibrar  el  aire  los 
"pizzicatti"  de  las  mandolinas.  Es  la  mujer  ideal  del 
ensueño  largo  tiempo  acariciado,  la  dama  que  se  yergue 
como  una  flor,  con  su  falda  de  brocatel,  cual  pintado  por 
el  viejo  Tintoreto.  Eva  y  Helena,  hermanas  fatales,  rei- 
narán siempre  bajo  apariencias  distintas.  Si  un  rostro  de 
niña  rubia  se  asoma  a  la  ventana  será  la  pálida  Margarita. 
En  un  paisaje  duro  y  vigoroso,  al  canto  de  las  cascadas, 
brotará  la  forma  de  una  catalana,  de  pie  pequeño  y  ojos 
brilladores;  y  en  París  —seguramente  en  un  decorado  de 
cámara  privada — ,  ríe  la  serpentina  parisiense,  bajo  su 
sombrero  florido. 

Y  es  en  ese  instante  cuando  el  poeta,  casi  siempre 
casto,  pone  el  oído  atento  a  la  lección  del  encendido  Sá- 
tiro. Al  vagar  ideal,  hará  sus  ramilletes  galantes  en  los 
parques  ducales,  cerca  de  los  viejos  chambelanes  que 
madrigalizan.  Nos  mostrará  a  esa  misteriosa  Otilia  de 
labios  de  bacante  y  ojos  de  madona,  que  cruza  semejan- 
te a  la  vaga  figura  de  un  mito,  en  tanto  que  las  arpas» 
dejan  escapar  un  trémulo  acorde  en  el  salón  de  las  arma- 
duras. La  oda  irá,  como  una  águila,  a  tocar  con  sus  alas 
la  frente  del  vate  recordándole  las  futuras  apoteosis  de 
la  Gloria.  Nuestros  ojos  se  detendrán  ante  un  retrato  de 
mujer,  esfíngico  y  encantador,  o  veremos  al  enamorado 
dedicar,  adorador  de  unas  blancas  manos,  perlas  a  los 
dedos  liliaies.  Querrá  también,  tentado  como  Parsifal, 
ofrecer  sacrificios  a  la  Venus  carnal  y  matadora;  pero 

100 


LOS  R         A  ROS 

protegido  por  especial  virtud,  cual  por  un  Graal  Santo, 
volverá  a  flotar  en  el  azul  de  la  eterna  idealidad.  En  el 
claro  de  la  luna  un  beso.  El  amor  que  soñará  será  triste 
y  sollozante,  lleno  de  meditaciones  y  furtivas  caricias. 
Canta  su  amargura  delante  de  la  iriunfal  beldad,  y  a  pe- 
sar de  la  obsesión  de  los  deseos  clandestinos  y  del  soplo 
impulsivo  de  Mefistófeles,  el  alma  flota  en  un  delicado  y 
místico  ambiente.  El  sueña  con  la  bella  vida  del  amor  in- 
vencible. La  canción  invernal  languidece  en  las  cuerdas. 
La  amada  y  el  amado  están  cerca  de  las  llamas  de  oro 
de  la  chimenea,  y  admiran  un  paisaje  de  desconocido 
pintor,  donde  en  una  fiesta  de  colores  corre  el  agua  de 
ima  fuente,  bajo  un  toldo  de  hojas;  se  alza  a  lo  lejos  la 
montaña,  y,  en  primer  término,  bajo  el  sol  del  trópico, 
grandes  bueyes  blancos- como  los  del  robusto  Fierre 
Dupont  ■—  elevan  hacia  el  cielo  la  doble  curva  de  los  fir- 
mes cuernos.  La  feliz  pareja  sólo  soñará  un  instante, 
pues  pronto  llega  la  amarga  onda  a  invadir  los  corazones. 
Los  corazones  sangran  martirizados  como  en  los  versos 
de  Heine;  el  invierno  será  tan  só.'o  nuncio  de  penas  y  de 
desilusiones;  los  besos  han  partido  como  pájaros  en 
fuga;  las  rosas  están  marchitas,  y  los  brazos  deseosos, 
los  brazos  viudos,  en  vano  buscarán  la  mística  figura.  Es 
un  cuento  de  amor,  un  cuento  otoñal,  escuchado  cuando 
el  viento  de  la  tarde  pasa  haciendo  temblar  las  ramas  de 
los  árboles  deshojados.  Todo  muy  confuso,  diréis,  muy 
wagneriano.  Muy  bello. 

De  cuando  en  cuando  convierte  el  triste  los  ojos  a  una 
visión  que  presto  desaparece.  Son  las  negras  cabelleras, 
los  talles,  las  caderas  harmoniosas,  las  pupilas  húmedas, 
de  miradas  profundas.  ¡Y  las  manos!  Esta  deliciosa  parte 
de  la  escultura  femenil  atrae  especialmente  a  Morcas. 
¡Qué  preciosos  retratos  nos  haría  este  encantador,  de 
Diana  encombándo  un  arco,  o  de  Ana  de  Austria  desho- 
jando una  rosa,  o  vertiendo  en  una  copa  de  plata  un  poco 
de  sangre  moscatel! 

Carmencita,  la  española,  desfila,  mas  no  como  era  de  es- 
perar, en  un  paso  de  cachucha  o  en  un  giro  de  fandango;  a 
esa  hechicera  meridional  canta  el  poeta  un  üed  del  Norte. 

101 


RUBÉN  DARÍO 

Amores,  intenciones  de  amor,  ya  en  la  basílica  al  bri- 
llo aurisolar  de  la  custodia,  o  en  el  aposento  tapizado  de 
rosa  y  aromado  de  lilas;  y  como  divino  pájaro  de  un  alba 
inextinguible,  se  ve  el  ave  azul  que  resucita  las  esperan- 
zas; pero  la  cual  buscará  en  vano  el  náufrago,  pues  vo- 
lará hacia  esas  sirtes  en  que  el  propio  piloto  ha  buscado 
el  naufragio.  Hasta  ei  final  de  este  primer  libro  se  siente 
el  influjo  del  desencanto.  Más  aún,  la  sombra  de  Baude- 
laire  sugiere  a  ese  joven  ágil  y  pletórico,  que  aprendió  a 
amar  y  a  cantar  en  Atenas,  sugiere  vagas  ideas  obscuras, 
relámpagos  de  satanismo.  El  se  pregunta: 

Que]  succube  au  pied  bot  m'a-t-ií  done  envouté? 

Sin  saberse  en  qué  momentos,  han  empezado  a  vegetar 
en  el  jardín  del  soñador  las  plantas  que  producen  las 
flores  del  mal.  Y  sobre  el  suelo  en  que  crecen  esas  plan- 
tas, bien  pueden  ya  percibirse,  a  la  luz  del  claro  sol,  las 
huellas  del  pie  hendido  de  Verlaine.  Por  allí  ha  pasado 
Pan,  o  ei  demonio.  La  pobre  aima  quiere  librarse  de  las 
llamas  libertinas,  de  ias  larvas  negras,  de  las  salaman- 
dras invasoras.  Lamenta  la  pérdida  de  la  alegría  de  su 
corazón,  la  sequedad  de  su  rosal  espiritual,  sobre  el 
que  ha  agitado  las  alas  un  mal  vampiro.  El  tenderá 
sus  brazos  a  la  naturaleza  y  al  Oriente  divino.  Pero  todas 
sus  quejas  serán  vanas;  y  aún  más,  incomprensibles.  Ya 
Mallarmé  se  oye  sonai-;  sus  trompetas  cabalísticas  augu- 
ran una  desconocida  irrupción  de  rarezas,  bellas,  muy 
bellas  y  luminosas,  pero  caóticas,  como  una  puesta  de 
sol  en  nuestros  cielos  americanos,  en  que  la  confusión  es 
el  mayor  de  los  encantos. 

La  adolescencia  es  ida,  y  los  años  de  las  dulces  cosas 
juveniles,  cuando  Julieta  nos  canta  con  su  dulce  voz  ven- 
cedora de  la  de  la  alondra:  "¡No  te  vayas  todavía!"  Las 
Cantinelas  encierran  el  nuevo  período.  El  traje  del  ca- 
ballero es  ¿e  un  tono  más  obscuro.  La  espada  siem- 
pre pende  al  cinto;  se  nota  el  triunfo  de  los  terciopelos 
sobre  los  encajes.  Ha  sufrido  el  joven  caballero  griego. 
No  son  por  cierto  notas  alegres  las  que  primero    escu- 

102 


LOS RAROS 

chainos.  Los  sonetos,  que  vienen  como  heraldos,  traen 
vestiduras  de  duelo.  La  pena  del  placer  perdido  hace  de- 
mandar las  voces  arrulladoras  y  los  aromas  embriagan- 
tes; el  jardín  de  Fletcher,  decorado  por  la  musa  sonám- 
bula de  Poe,  solloza  en  sus  fuentes;  hay  una  atmósfera 
de  duelo,  de  llanto,  casi  de  histerismo,  y  una  luz  espec- 
tral sirve  de  sol,  o  mejor  dicho,  de  luna. 

Que  je  cueille  la  grappe,  et  la  feuille  de  myrte 
Qui  tombe,  et  que  je  sois  á  l'abri  de  la  syrte 
Oú  j'ai  fait  si  souvent  naufraga  prés  du  port. 

Así  canta  el  malherido  de  desesperanzas. 

Su  voz  se  dirige  a  las  hadas  propicias,  pero  ellas  no 
llegan  todavía.  El  va  cerca  de  la  mar,  de  la  mar  femenina 
y  maternal,  a  dejar  en  sus  riberas  lo  que  queda  de  sus 
ensueños  y  hasta  el  último  hilo  de  la  púrpura  de  su  or- 
gullo. Su  alma  está  triste  hasta  la  muerte.  En  el  interludio 
parece  que  quisiera  entregarse  a  la  felicidad  de  una  ale- 
gría ficticia.  Así  el  gaitero  de  Gijón  de  nuestro  admirado 
y  querido  Campoamor,  toca  la  gaita  y  rige  las  danzas  con 
el  alma  apuñalada  de  pena.  Gestos,  expresiones,  impre- 
siones fugaces,  paisajes  nocturnos  en  una  calle  parisien- 
se; y  en  las  estrofas  una  mezcla  de  vaguedad  germánica 
y  de  color  meridional. 

El  "never  more"  fatídico  del  cuervo  de  Poe,  es  escucha- 
do por  el  cantor  nostálgico,  a  la  luz  del  gas  de  París. 

Preséntasenos  también  una  legendaria  escena  noctur- 
na que  ya  habíamos  visto,  lector,  acompañada  por  blanda 
música,  gracias  al  inmenso  cordaje  de  la  lira  de  Leconte 
de  Lisie.  Los  Elfos  del  Norte  cantan  coronados  de  hojas 
perfumadas  y  frescas,  cuando  el  caballero  de  la  balada 
viene  en  su  caballo  negro,  haciendo  espejear  su  casco  ar- 
gentino a  la  luz  de  la  luna.  Es  osado,  y  sus  armas  no  han 
conocido  nunca  la  vergüenza  de  las  derrotas.  Su  corcel 
va  como  si  fuese  alado,  a  las  punzadas  de  las  espuelas 
de  oro.  El  caballero  muere  vencido  en  las  Odas  bárbaras. 

El  personaje  de  Moreas,  cuya  figura  no  se  alcanza  a 
ver  y  cuyo  caballo  apenas  se  oye  galopar,  no  es  aprisio- 

103 


R l^     B EN  parí      o 

nado  por  el  encanto.  En  el  instante  del  nacimiento  de  la 
aurora,  lo  que  alcanza  a  divisarse  en  la  selva  es  la  silue- 
ta del  emperador  Barbarroja,  que  medita,  apoyada  la 
frente  en  las  manos, 

Pero  he  aquí  que  nos  ilumina  el  sol  de  Florencia.  Des- 
pués de  tanta  niebla,  halaga  por  una  visión  de  claros  ríos 
y  de  puentes  pintorescos. 

El  cielo  es  azul,  y  entre  dos  rimas  y  dos  acordes  musi- 
cales desfilan  una  marquesa  enamorada  y  un  envuelto 
capuchino.  Moreas  es  un  exquisito  grabador  de  viñetas. 
Riega  los  madrigales  y  miniaturas,  decora  y  viste  sus  per- 
sonajes sin  que  una  falta  de  tocado  turbe  la  exactitud  de 
ese  conocedor  de  todos  los  refinamientos. 

Las  Asonancias  son  bosquejos  de  leyendas;  pocas,  pero 
admirables;  cortas,  pero  conmovedoras.  El  Klepto  sien- 
te volver  a  su  memoria  las  narraciones  de  la  infancia: 
Maryó  tejiendo  su  lana,  vencedora  en  su  fidelidad;  y,  tal 
como  se  sabe  en  las  narraciones  de  la  isla  de  Candía,  la 
mala  madre  que  oye  hablar  al  corazón  desde  el  plato  y 
que  después  sufre  el  castigo  de  sus  crímenes.  En  esta 
sección  nos  deleita  el  errante  perfume  de  la  fábula,  las 
ingenuas  repeticiones  de  versos  y  de  palabras  de  los  poe- 
mas primitivos,  los  metros  apropiados  a  la  música  de  las 
danzas;  y  nuestro  asonante  español,  aplicado  en  estrofas 
cortas,  y  en  argumentos  donde  aparece  algún  héroe  de 
gesta  o  alguna  princesa  de  tradición,  en  sangrientos  su- 
cesos de  antiguos  adulterios  y  de  incestos  inmemoriales. 
Poesía  de  leyenda  y  de  romancero;  damas  del  tiempo  de 
Amadís;  armaduras  que  se  entrechocan  en  la  sombra  me- 
dioeval. 

En  cuanto  el  poeta  dirige  las  riendas  de  Pegaso  a  la  re- 
gión de  los  conceptos  puros,  nos  sentimos  envueltos  en 
una  sombra  absolutamente  alemana.  Su  metafísica  ador- 
mece. Subimos  a  alturas  inaccesibles,  rodeadas  de  obscu- 
ridad. Felizmente,  pronto  entramos  al  reino  encantado  de 
las  ficciones  portentosas.  Raimondin  corre  a  nuestra 
vista,  en  su  cabalgadura,  y  la  celeste  claridad  le  envuelve 
en  su  sutil  polvo  de  plata.  Los  castillos  del  tenebroso  en- 
cantamiento se  deshacen,  y  la  Entelequia,  desnuda,  res- 
104 


L        O S_ R        A        R O S 

plindece  al  amor  de  la  luz  del  día.  No  es  sino  en  una 
fuga  crepuscular  donde  se  esfuma  la  vieja  de  Berkeley, 
el  enano  Fidogolain,  "que,  ni  muy  loco  ni  muy  vulgar, 
sabía  cantar  baladas",  y  la  Muerte,  la  Thanatos  cabalgan- 
te, que  exige  para  el  contorno  de  su  esqueleto  el  lápiz 
visionario  de  Alberto  Durero. 

Refiriéndose  a  la  concepción  que  de  la  dignidad  de  su 
arte  han  tenido  dos  ilustres  prerrafaelisías  ingleses  -  casi 
huelga  nombrarlos:  Rossetti  y  Burne  Jones-  dice  un  es- 
critor británico  que  la  desventaja  única  de  la  elevación 
aristocrática  de  su  ideal  es  la  de  ser  incomprensible,  ex- 
cepto para  unos  pocos.  Algo  semejante  puede  afirmarse 
de  la  obra  de  Morcas. 

Tal  como  los  ritos  musicales  de  Beyruth,  Meca  de  los 
Mragneristas,  o  como  las  excelencias  delicadas  del  arte 
pictórico  de  los  primitivos,  las  poesías  del  autor  del  Pe- 
lerin  Passioné  necesitan  para  ser  apreciadas  en  su  verda- 
dero valor  de  cierto  esfuerzo  de  intelecto  y  de  cierta  ini- 
ciación estética.  Aiitant  en  emporle  le  vent  í\ié  escrito 
de  1886  a  1887.  Es  en  ese  librito  donde  se  encuentran  las 
que  se  podrían  llamar  primeras  manifestacionea  cuatro- 
centistas de  Morcas.  Madeleine,  Agnes,  Enone,  son  en- 
cantadoras figuras  del  siglo  decimoquinto;  sus  facciones 
exigen  la  humana  sencillez  y  al  propio  tiempo  la  mila- 
grosa expresión  de  un  Botticelli.  La  Edad  Media  es  para 
nuestro  poeta,  como  para  Dante  Gabriel  Rossetti,  fami- 
liar y  amada,  y  los  sujetos  que  ella  le  sugiere  son  plausi- 
blemente idealizados,  sin  una  tacha  anacrónica,  sin  una 
falta  o  debilidad  en  la  idea  íntima  ni  en  la  ornamentación 
exterior. 

El  espíritu  vuela  a  los  tiempos  de  la  caballería.  Leyen- 
do los  poemas  medioevales  de  Morcas  se  comprende  el 
valor  del  conocido  verso  de  Verlaine: 

...  le  Moyen  Age  enorme  et  délicat ... 

El  poeta  vive  la  vida  de  los  príncipes  enamorados,  de 
los  guerreros  galantes.  Los  lugares  que  se  presentan  a 
nuestra  vista  son  los  viejos  castillos  tradicionales  y  poé- 

105 


R U_^ EN  DARÍO 

ticos;  o  alguna  decoración  que  aparece  como  por  virtud 
de  un  ensalmo,  o  del  movimiento  de  la  mano  de  una 
hada.  Las  parejas  llenas  de  amor  cortan  flores  en  fan- 
tásticos parques.  Tras  un  rosal  se  alcanza  a  ver  de  cuan- 
do en  cuando,  ya  la  joroba  de  un  bufón,  ya  la  cola  irisa- 
da de  un  pavo  rea!.  Agnes  es  una  deliciosa  y  extraña 
sinfonía.  Las  estrofas  están  construidas  de  mano  maes- 
tra, y  el  alma  atenta  del  artista  se  siente  acariciada  por 
la  repetición  de  un  suave  "leit-motiv". 

La  poética  de  Moreas  está  definida  en  estas  cortas  pa- 
labras del  maestro  Mallarmé: 

"Une  euphonie  fragmentée,  selon  l'assentiment  du 
iecteur  intuitif,  avec  uneingénue  et  précieuse  justesse..." 

En  resumen.  Moreas  posee  un  alma,  abierta  a  la  Belle- 
za coma  la  primavera  al  sol.  Su  Musa  se  adorna  con  ga- 
las de  todos  los  tiempos,  divina  cosmopolita  e  incompa- 
rable políglota.  La  India  y  sus  mitos  le  atraen,  Grecia  y 
su  teogonia  y  su  cielo  de  luz  y  de  niárm.ol,  y  sobre  todo, 
la  edad  más  poética,  la  edad  de  los  santos,  de  los  miste- 
rios, de  las  justas,  délos  hechos  sobrenaturales;  la  edad 
terrible  y  teológica;  la  edad  de  los  pontífices  omnipoten- 
tes y  de  los  reyes  de  corona  de  hierro;  la  edad  de  Merlín 
y  de  Viviana,  de  Arturo  y  sus  caballeros;  la  edad  déla 
lira  de  Dante,  la  Edad  Media.  El  nombre  del  "Pelerin 
Passionné"  está  tomado  de  Shakespeare.  La  colección 
de  versos  amorosos  de  Moreas  no  tiene  con  la  del  poeta 
inglés  ningún  punto  de  contacto,  como  no  sea  el  pertene- 
cer ai  mismo  género,  al  erótico,  y  el  empleo  de  variedad 
de  metros  y  de  caprichos  rítmicos.  Shakespeare  usa  des- 
de el  verso  que  equivale  en  inglés  a  nuestro  endecasílabo 
español: 

When  my  lüve  swears  that  sheis  made  of  truth, 

bástalos  "trenos",  imitados  délos  himnos  latinos  cris- 
tianos: 

Beauty  truth  and  varity 
grare  in  an  simplicty 
here  enclosed  in  cinüers  lie, 

106 


L O         S RAROS 

Y  Morcas,  siguiendo  las  hi^ellas  de  Lafcntaine,  ya 
aumentando  o  cortando  a  la  moderna  el  númeio  de  síla- 
bas, ha  logrado  hacer  de  sus  poemas,  con  una  técnica 
delicada  y  fina,  maravillas  de  harmonía;  que,  por  supues- 
to, no  han  dejado  de  producir  escándalo  en  la  crítica 
oficial. 

La  aparición  del  Pelerin  fué  saludada  con  un  gran 
banquete  que  presidió  Mallarraé  y  que  fué  un  resonante 
triunfo.  Fué  la  exaltación  de  la  obra  del  joven  luchador, 
que  en  aquellos  instantes  representaba  el  más  bello  de 
los  sacerdocios:  el  del  Arte.  Eran  ya  conocidas  esas 
creaciones  y  amables  resurrecciones  que  atraviesan  por 
la  senda  del  Peregrino.  Enone,  la  del  claro  rostro,  que 
arrastra  en  el  poema  un  rico  manto  constelado  de  rimas 
como  piedras  preciosas,  en  una  g»  adería  de  estrofas  de 
pórfido,  y  del  más  blanco  pentélico;  el  caballero  Joé,  me- 
ditabundo, que  en  revista  mental,  mira  el  coro  de  belda- 
des que  guarda  en  su  memoria,  entre  las  cuales:  Madame 
Emelos,  la  castellana  de  Hiverdum  que  se  llamaba  Ber- 
tranda,  y  Sancha  que  engañó  al  amante  con  tres  capita- 
nes. Doulce,  a  su  vez,  es  una  princesa  de  cuento  azul. 

En  el  Pelerin  es  donde  florece  de  orgullo  el  laurel 
heleno-galo.  Sin  temor  a  la  edad  contemporánea,  se  pro- 
clama Moreas  tal  como  se  juzga.  Alaba  el  arte  que  in- 
venta. Mantenedor  del  renombre  griego,  de  la  tradición 
latina,  no  vacila  en  llevar  consigo,  junto  a  la  lira  de  Pín- 
daro,  la  lanza  de  Aquiles;  y  no  hay  sino  inclinarse  ante 
el  orgullo  de  sus  carteles  y  el  esplendor  de  sus  trofeos. 
Sus  alegorías  pastorales  son  un  escogido  ramillete  ecló- 
gico, con  más  de  una  perla  que  no  sería  indigna  del  joye- 
ro de  la  Antología.  Y  para  concluir:  si  escuchamos  un 
clamor  de  trompas,  y  percibimos  una  b.sndeia  agitada  por 
un  fuerte  brazo,  es  que  la  campaña  Romanista  ha  sido 
empezada.  ¡A  otros  las  nieblas  hiperbóreas  y  los  dieses 
de  los  bárbaros!  El  jefe  que  llega  es  nuestro  bravo  caba- 
llero; la  diosa  de  azules  ojos  que  le  cubre  con  su  égida 
es  Minerva;  la  misma  que  protegerá  al  editor  Vanier — se- 
gún sus  editados  —y  le  hará  ganar  tanto  dinero  como 
Lemerre;  y  el  abanderado,  que  viene  cerca  del  jefe,  hen- 

107 


R V_    B^      E^ i^  DARÍO 

chido  de  entusiasmo,  es  el  caballero  Mauricio  Du  Plessis, 
lugarteniente  de  la  falange,  y  cuyo  Primer  libro  pastoral 
es  su  mejor  hoja  de  servicios. 

Morcas  confía  en  su  completa  victoria.  Nuevo  Ron- 
sard,  tiene  por  Casandra  una  beldad  galo-greca.  Y  él 
confía  en  que  gracias  a  sus  ritos 

Sur  de  nouvelles  fleurs,  les  abeilles  de  Gréce 
Butineront  un  miel  franjáis. 

Y  con  Racine  exclama: 

Je  me  suis  applaudi,  quand  je  me  suis  connu... 

Así  vive  en  París,  indiferente  a  todo,  desdeñando  es- 
cribir ea  los  diarios,  enemigo  del  reportaje;  en  una  exis- 
tencia independiente,  gracias  a  su  íarailia^  "reconciliada 
ya  con  las  rimas",  como  dice  Mendés;  ignorando  que 
existen  Monsieur  Carnot,  el  sistema  parlamentario  y  el 
socialismo.  No  ha  parido  hembra  humana  un  poeta  más 
poeta... 


108 


"í^ 


Rachilde 


RACHILDE 


Toux  ceux  qu¡  aiment  le  rare,  l'exa- 
minent  avec  inquiétude. 

Maurice  Barres. 


RATO  de  una  mujer  extraña  y  escabrosa,  de 
un  espíritu  único  esfíngicamente  solita- 
rio en  este  tiempo  finisecular;  de  un  "caso" 
curiosísimo  y  turbador,  de  la  escritora  que 
ha  publicado  todas  sus  obras  con  este 
pseudónimo,  Rachilde;  satánica  flor  de  de- 
cadencia picantemente  períuraada,  misteriosa  y  hechiceja 
y  mala  como  un  pecado. 

Hace  algunos  arios  publicóse  en  Bélgica  una  novela 
que  llamó  la  atención  grandemente,  y  que  según  se  dijo 
había  sido  condenada  por  la  justicia.  No  se  trataba  de 
uno  de  esos  libros  hipománicos  que  hicieron  célebre  al 
editor  Kistemaekers,  en  los  buenos  tiempos  del  natura- 
lismo; tampoco  de  esas  cajas  de  bombones  afrodisíacos  a 
lo  Mendés,  llenas  de  cintas,  aromas  y  flores  de  tocador.  Se 
trataba  de  un  libro  de  demonómana,  de  un  libro  impreg- 
nado de  una  desconocida  u  olvidada  lujuria,  libro  cuyo 

111 


RUBÉN  parí O 

fondo  no  había  sospechado  en  los  manuales  de  los  con- 
fesores: una  obra  complicada  y  refinada,  triple  e  insigne 
esencia  de  perversidad.  Libro  sin  antecedentes,  pues  a  su 
lado  arden  completamente  aparte  los  carbones  encendi- 
dos y  sangrientos  del  "divino  marqués",  y  forman  grupo 
separado  las  colecciones  prisioneras  y  ocultas  en  el  "in- 
ferí" de  las  bibliotecas.  Este  libro  se  titulaba  Monsieur 
Venus,  el  más  conocido  de  una  serie  en  que  desfilan  las 
creaciones  más  raras  y  equívocas  de  un  cerebro  maligna- 
mente femenino  y  peregrinamente  infame. 

Y  era  una  mujer  el  autor  de  aquel  libro,  una  dulce  y 
adorable  virgen,  de  diez  y  nueve  años,  que  apareció  a  los 
ojos  de  Jean  Lorrain,  que  fué  a  visitarla,  corno  un  ser  ex- 
traño y  pálido,  "pero  de  una  palidez  de  colegiala  estudio- 
sa, una  verdadera  "jeune  filie",  un  poco  delgada,  un  poco 
débil,  de  manos  inquietantes  de  pequenez,  de  perfil  grave 
de  efebo  griego,  o  de  joven  francés  enamorado...  y  ojos — 
¡oh,  los  ojos! — grandes,  grandes,  cargados  de  pestañas 
inverosímiles,  y  de  una  claridad  de  agua,  ojos  que  igno- 
ran todo,  a  punto  de  creer  que  Rachilde  no  ve  con  esos 
ojos,  sino  que  tiene  otros  detrás  de  la  cabeza  para  bus- 
car y  descubrir  los  pimientos  rabiosos  con  que  realza  sus 
obras". 

Esa  mujer,  esa  colegiala  virginal,  esa  niña  era  la  sem- 
bradora de  mandragoras,  la  cultivadora  de  venenosas 
orquídeas,  la  juglaresa  decadente,  amansadora  de  víbo- 
ras y  encantadora  de  cantáridas,  la  escritora  ante  cuyos 
libros,  tiempos  más  tarde,  se  asombrarán,  como  en  una 
increíble  alucinación,  los  buscadores  de  documentos  que 
escriban  la  historia  moral  de  nuestro  siglo.  Los  pintores 
potentes,  dice  Barbey  d'Aurevilly,  pueden  pintarlo  todo, 
y  su  pintura  es  siempre  bastante  moral  cuando  es  trágica 
y  da  el  horror  de  las  cosas  que  manifiesta.  No  hay  de  in- 
moral sino  los  Impasibles  y  los  Mofadores. 

Rachilde  no  es  impasible:  ¡qué  iba  a  serlo  ese  cru- 
jiente cordaje  de  neivios  agitados  por  una  continua  y 
contagiosa  vibración!— ni  es  mofadora:  no  cabe  ningu- 
na risa  en  esas  profundidades  obscuras  del  Pecado  ni 
ante  las  lamentables  deformaciones  y  casos  de  teratolo- 

112 


LOS RARO S 

gía  psíquica  que  nos  presenta  la  primera  inmoralista  de 
todas  las  épocas. 

Imaginaos  el  dulce  y  puro  sueño  de  una  virgen,  lleno 
de  blandura,  de  delicadeza,  de  suavidad,  una  fiesta  euca- 
rística,  una  pascua  de  lirios — y  de  cisnes.  Entonces  un 
diablo— Behemot  quizá — ,  el  mismo  de  Tamar,  el  mismo 
de  Halagabal,  el  mismo  de  las  posesas  de  Lodun,  el  mis- 
mo de  Sade,  el  mismo  de  las  misas  negras,  aparece.  Y  en 
aquel  sueño  casto  y  blanco  hace  brotar  la  roja  flora  de 
las  aberraciones  sexuales,  los  extractos  y  aromas  que 
atraen  a  íncubos  y  súcubos,  las  visiones  locas  de  incóg- 
nitos y  desoladores  vicios,  los  besos  ponzoñosos  y  em- 
brujados, el  crepúsculo  misterioso  en  que  se  juntan  y  con- 
funden el  amor,  el  dolor  y  la  muerte. 

La  virgen,  tentada  o  poseída  por  el  Maligno,  escribe  las 
visiones  de  sus  sueños.  De  ahí  esos  libros  que  deberían 
leer  tan  solamente  los  sacerdotes,  los  médicos  y  los  psi- 
cólogos. 

Maurice  Barres  coloca  Mousicur  Venus,  por  ejemplo, 
al  lado  de  Adolphe,  de  MI  le.  de  Mauptn,  de  Crime 
d^Amour,  obras  en  que  se  han  estudiado  algunos  fenó- 
menos raros  de  la  sensibilidad  amorosa.  Mas  Rachilde 
no  tiene,  bien  mirado,  antecesores ~a  no  ser  la  Jusíina — 
o  ciertos  libros  antiguos  cuyos  nombres  apenas  osan  es- 
cribir los  bibliófilos  del  amor,  o  del  Libido,  como  el  in- 
glés que  anima  D'Anunnzio  en  su  Piacere.  Apenas  po- 
drían citarse  a  propósito  de  las  obras  de  Rachilde,  pero 
colocándolas  bastante  lejanamente,  algunas  pequeñas  no- 
velas de  Balzac,  la  Religiosa  de  Diderot,  y  en  lo  contem- 
poráneo, Zo  Har,  de  Mendés.  Un  compañero  tiene,  sin 
embargo,  Rachilde,  pero  es  un  pintor,  un  aguafuertista, 
no  un  escritor:  Felicien  Rops.  Los  que  conozcan  la  obra 
secreta  de  Rops,  tan  bien  estudiada  por  Huysmans,  verán 
que  es  justa  la  afirmación. 

El  mayor  de  los  atractivos  que  tienen  las  obras  de  Ra- 
childe está  basado  en  la  curiosidad  patológica  del  lector, 
en  que  se  ve  la  parte  autobiográfica,  en  que  se  presenta 
al  que  observa,  sin  velos  ni  ambages,  el  alma  de  una  mu- 
jer, de  una  joven  finisecular  con  todas  las  complicaciones 


RUBÉN D      A      R      I      O 

que  el  "mal  del  aiglo"  ha  puesto  en  ella.  Barres  se  pre- 
gunta: ¿Por  qué  misterio  Rachilde  ha  alzado  delante  de 
sí  a  Raoule  de  Véiierande  y  Jacques  Silvert?  ¿Cómo  de 
esta  niña  de  sana  educación  han  saüdo  esas  creaciones 
equívocas?  Es  en  verdad  el  problema  atrayente  y  curioso. 
No  hay  sino  pensar  en  lejanas  influencias,  en  la  fuerza  de 
ondas  atávicas  que  han  puesto  en  este  delicado  ser  la 
perversidad  de  muchas  generaciones;  en  el  despertamien- 
to, descubrimiento  o  invención  de  pecados  antiguos,  com- 
pletamente olvidados  y  borrados  del  haz  de  la  tierra  por 
las  aguas  y  los  fuegos  de  los  cielos  castigadores. 

Exponiendo  los  títulos  de  sus  obras,  puede  entreverse 
algo  de  las  infernales  pedrerías  de  la  anticristesa:  Mon- 
sieur  de  la  Nouveauté,  La  femme  dii  igg°,  Monsieur  Ve- 
nus, Gueue  de  poisson,  Histoires  bétes,  Nono,  La  virginiié 
de  Diane,  La  voix  du  sang,  A  mort.  La  Marquise  de 
Sade,  Le  tiroir  de  Mimi-Corail.  Madame  Adonis,  Vhom- 
me  roiix,  La  sanglante  ironie,  Le  Mordu,  L'animale:  pare- 
ce que  se  miraran  nudos  de  brillantes  y  coloreados  ás- 
pides, frutos  bellos,  rojos  y  venenosos,  confituras  enlo- 
quecedoras, ásperas  pimientas,  vedados  jengibres.  En- 
trar en  detalles  no  podría,  a  menos  que  lo  hiciese  en  la- 
tín, y  quizás  mejor  en  griego,  pues  en  latín  habría  dema- 
siada transparencia,  y  los  misterios  eleusíacos  no  eran 
por  cierto  para  ser  expuestos  a  la  luz  del  sol. 

Los  tipos  de  sus  obras  son  todos  excepcionales. 

Su  libro  Sangrienta  iroína,  por  ejemplo,  presenta, 
como  todos  los  otros  suyos,  a  un  desequilibrado,  un  "dé- 
traqué".  Se  trata  de  un  joven  que  ha  asesinado  a  su  que- 
rida en  un  momento  de  alucinación.  Prisionero,  cuenta 
y  explica  por  qué  sucesión  de  causas  ha  llegado  a  come- 
ter aquel  acto.  La  figura  de  Sylvain  d'Hauterac,  el  des- 
equilibrado, es  una  de  las  mejores  creaciones  de  Rachil- 
de, pero  la  crítica  le  ha  señalado  como  inverosímil.  Ello 
no  quita  que  la  obra  sea  de  una  vida  intensa,  y  de  un 
análisis  psicológico  admirable. 

Ha  escrito  un  drama  simbolista  titulado  Madame  la 
Mort.  La  acción  se  circunscribe  a  una  lucha  desesperada 
del  protagonista  entre  la  muerte  y  la  vida.  A  propósito: 

114 


B O         S RAROS 

¡qué  dibujo  macabro  el  de  Paul  Gauguin;  dibujo  que  sim- 
boliza a  Madama  la  Muerte! 

Un  fantasma  espectral  en  un  fondo  obscuro  de  tinieblas. 
Se  advierte  la  anatomía  de  la  figura;  un  gran  cráneo;  el 
espectro  tiene  una  mano  llevada  a  la  frente,  una  mano 
laiga,  desproporcionada,  delgada,  de  esqueleto;  se  miran 
claramente  los  huesos  de  las  mandíbulas;  los  ojos  están 
hundidos  en  las  cuencas. 

El  artista  visionario  ha  evocado  las  manifestaciones 
de  ciertas  pesadillas,  en  que  se  contemplan  cadáveres 
ambulantes,  que  se  acercan  a  la  víctima,  la  tocan,  la 
estrechan,  y  en  el  horrible  sueño,  se  siente  como  si  se 
apreté  se  una  carne  de  cera,  y  se  respirase  el  conocido  y 
espantoso  olor  de  la  cadaverina... 

La  novela  Monsieur  Venus  es  un  producto  incúbico. 
Jacques  Silvert  es  el  Sporus  de  la  cruelmente  apasionada 
cesarina;  un  Sporus  vulgar  de  ojos  de  cordero;  bestia, 
sonriente,  pasivo.  Raoule  de  Vénerande,  una  especie  de 
mádemoiselle  Des  Esseints,  se  enamora  de  ese  primor 
porcino;  se  enamora,  aplicando  a  su  manera  el  soneto  <ie 
Shakespeare: 

A  woman's  face,  with  natures  own 
hand  painted... 

Raoule  de  Vénerande  es  de  la  familia  de  Nerón,  y  de 
aquel  legendario  y  terrible  Gilíes  de  Laval,  sire  de  Rayes, 
que  murió  en  la  hoguera;  según  él,  por  causa  de  Suetonio. 
En  cuanto  al  emasculado  y  detestable  Jacques,  ridículo 
Ganimedes  de  su  amante  vampirizada,  es  un  curioso  caso 
de  clínica,  cliente  de  KrafftEbing,  de  Moiie,  de  Gley.  La 
androginia  del  florista  la  explica  Aristófanes  en  el  ban- 
quete de  Platón.  Krafft-Ebing  le  colocaría  entre  los  casos 
que  llama  de  "eviratio,  o  transmutatio  sexus  paranoia". 

El  Sar  Peladán  en  su  etopea  ha  abordado  temas  peli- 
grosos, con  su  irremediable  tendencia  a  idealizar  el 
androginismo.  Barbey  también  penetró  en  algunos  obs- 
curos problemas;  mas  ni  el  autor  de  las  Diabólicas,  ni  el 
Mago  y  caballero  Rosa  Cruz,  han  logrado  como  Rachilde 

11^ 


RUBÉN  parí O 

poseer  el  secreto  de  la  Serpiente.  Ella  dice  a  nuestros 
oídos 

...  des  mots  si  specieux  tout  bas 
que  notre  ame  depuis  ce  temps  tremble  et  s'étonne. 

Una  mujer,  una  joven  delicada,  intelectual,  cerebral,  os 
descubre  los  secretos  terribles:  he  ahí  el  mayor  de  los 
halagos,  el  más  tentador  de  los  llamamientos.  Y  advertid 
que  penetramos  en  un  terreno  dificilísimo  y  desconocido, 
antinatural,  prohibido,  peligroso. 

Hay  un  retrato  de  Rachilde,  a  los  veinticinco  años.  De 
perfil;  desnudo  el  cuello,  hasta  el  nacimiento  del  seno;  el 
cabello  enrollado  hacia  la  nuca,  como  una  negra  culebra; 
sobre  la  frente,  recortado,  según  la  moda  pasada,  recor- 
tado y  cubriendo  toda  la  frente;  la  mirada,  ¡qué  mirada! 
mirada  de  ojos  que  dicen  todo,  y  que  saben  todo;  la  nariz 
delicada  y  ligeramente  judía;  la  boca...  ¡oh,  boca  compa- 
ñera de  los  ojos!  y  en  toda  ella  el  enigma  divino  y  terrible 
de  la  mujer:  "Misterium".  Sobre  el  pecho  blanco,  prendi- 
do con  descuido,  hay  un  ramillete  de  botones  de  rosas 
blancas. 

Sé  de  quien,  estando  en  París,  no  quiso  ser  presentado 
a  Rachilde,  por  no  perder  una  ilusión  más.  Rachilde  es 
hoy  raadame  Alfred  Vallette;  ha  engordado  un  poco;  no 
es  la  subyugadora  enigmática  del  retrato  de  veinticinco 
años,  aquella  adorable  y  temible  ahijada  de  Lilith. 

Casada  con  Alfred  Vallette,  es  hoy  "mujer  de  su  casa", 
mas  no  deja  de  producir  hijos  intelectuales.  Hace  nove- 
las, cuentos,  críticas. 

Tiene  Rachilde  un  vivo  sentido  crítico;  descubre  en  la 
obra  que  analiza  las  faces  más  ocultas,  con  su  hábil 
y  rápida  perspicacia  de  mujer.  En  la  revista  que  dirige 
Vallette,  suele  escribir  ella,  ya  un  compte  rendu  teatral,  ya 
una  vibrante  exposición  de  un  libro  nuevo;  critica  con  la 
firmeza  de  una  ilustración  maciza,  y  con  la  admirable 
visión  de  su  raro  talento.  Tiene  palabras  especiales  que 
os  descubren  siempre  algo  ignorado  y  "sobrentendido** 
de  una  sutileza  y  malicia  que  inquietan. 


LOS RAROS 

Es  profundamente  artista.  Oíd  este  grito:  "lOh,  son 
necesarios,  ésos,  los  convencidos  de  nacimiento,  para 
que  se  enmiende  o  reviente  la  Bestia  Burguesa,  cuya 
grasa  rezumante  concluye  por  untarnos  a  lodos! 

„Obra  de  odio  y  obra  de  amor  deben  unirse  delante 
del  enemigo  maldito:  la  humanidad  indiferente." 

Veamos  algunas  de  sus  ideas,  al  vuelo.  "El  verso 
libre-  dice  a  propósito  de  un  libro  de  su  amiga  María 
Krysinska — es  un  encantador  "non  sens",  es  un  tartamu- 
deo delicioso  y  barroco  que  conviene  maravillosamente 
a  las  mujeres  poetas,  cuya  pureza  instintiva  es  a  menudo 
sinónimo  de  genio.  No  veo  ningún  inconveniente  en  que 
una  mujer  lleve  la  versificación  hasta  su  última  licencia!" 

En  el  prólogo  de  su  teatro  hállase  esta  franca  declara- 
ción: "Moi,  je  ne  connais  pas  mon  école,  je  n'ai  pas 
d'esthétique." 

Según  charles  Froment,  en  nuestra  época  no  se  tiene 
en  absoluto  la  noción  de  lo  bello.  Rachilde  escribe  su 
Vendeur  de  Soleil,  pieza  dramática  que  se  ha  presentado 
casi  en  toda  Europa  con  éxito,  para  demostrar  que  los 
únicos  que  no  han  visto  el  sol  son  los  románticos.  ¿Y  si 
buscando  bien  encontrásemos  en  la  genealogía  de  Ra- 
childe sangre  romántica?...  Ella,  ciertamente,  ha  empe  - 
zado  conversando  con  "Joseph  Delorme",  y  ha  bebido  en 
el  mism.o  vaso  que  Baudelaire,  el  Baudelaire  de  las  poe- 
sías condenadas:  Le  Léíhe,  Les  metamorphoses  du  Vant- 
pirer,  Lesbos...  y  que  escribió  un  día  en  sus  Fusées: 
"Moi,  je  dis:  la  volupté  unique  et  supréme  de  l'amour  git 
dans  la  certitude  de  faire  le  mal.  Et  l'homme  et  la  femme 
savent,  de  naissance,  que  dans  le  mal  se  trouve  toute 
volupté." 

En  nuestros  días,  dice  Rachilde,  hay  instigadores  de 
ideas — como  antes  "meneurs  de  loups" —  pues  en  nues- 
tra época  llamada  moderna,  mil  veces  más  siniestra 
que  la  sangrienta  Edad  Media,  son  precisas  apariciones 
mil  veces  más  flagelantes;  y  esos  "meneurs"  conduciendo 
sus  ideas  carniceras  a  los  asesinatos  de  las  viejas  teorías, 
de  los  viejos  principios,  abriendo  locamente  los  ojos  del 
espíritu,  son  también  los  precursores  del  Ángel!  ¡Bien 

117 


R U      B      E      N  DARÍO 

locas  las  gentes  que  no  comprenden  que  los  tiempos 
están  próximos,  porque  los  azuzadores  de  ideas  se  suce 
dea  con  una  asombrosa  rapidez  sobre  el  sombrío  hori- 
zonte! 

Así,  ¿no  tengo  razón  en  llamar  a  Rachilde  madama  la 
Anticristesa?  Ella  comprende,  ella  sabe,  y  ella  es  también 
un  Signo.  ¡Qué  página  escribiría  el  profético  Bloy  sobre 
las  anunciaciones  del  Juicio! 

;Cómo  dar  una  muestra  de  lo  que  escribe  Rachilde,  sin 
grave  riesgo...?  Felizmente,  encuentro  una  paginita  magis- 
tral, inocente  y  hasta  santa,  que  escribió  con  el  título: 
"Imagen  de  Piedad." 

Es  la  que  sigue: 

"Era  de  aquellos  que  no  conocen  ni  el  reposo  ni  las 
fie&tas,  el  pobre  buen  hombre  viejo.  Llevaba  al  dueño  de 
su  pequeño  cortijo  la  entrega  del  mes  de  Agosto:  el  me- 
dio saco  de  trigo  molido,  tres  pares  de  polios,  cuyos 
huesos  sobresah'an  bajo  las  plumas  erizadas,  y  un  poco 
de  manteca.  Sus  hijos,  desembarazándose  del  servicio 
para  ir  a  los  oficios,  le  habían  puesto  la  brida  del  asno 
en  el  puño^  del  viejo  asno  casi  tan  enfermo  como  él,  y 
"Huel  Papá!  Conduisez  droit  notre  Maitin...i" 

En  momentos  en  que  él  llegaba  a  la  orilla,  recibió  en 
plena  frente  como  un  deslumbramiento,  una  visión  del 
paraíso,  y  permaneció  allí  estúpidamente  plantado,  en 
una  admiración  respetuosa;  el  asno  reculó,  afirmándose 
sobre  sus  jarretes:  era  la  procesión  que  se  desenvolvía, 
con  sus  grandes  muselinas  talares,  sus  banderas  llenas 
de  reflejos,  sus  cordones  floridos,  con  sus  ángeles,  niños 
y  niñas,  "tout  en  neuf";  inflando  sus  mejillas  bajo  sus 
coronas  de  rosas.  Después  el  sacerdote,  vestido  de  im 
inmenso  manto  de  oro,  levantando  al  buen  Dios,  pálido,  a 
través  de  una  custodia  de  fuego... 

Los  joveacitos  y  las  jovencitas  se  codearon  y  querían 
reventar  de  risa;  ciertamente,  no  se  desarreglaría  ese 
bello  orden  de  cosas  por  un  viejo  hombre  acompañado 
de  un  asno  viejo.  Y  toda  la  procesión  rozó  a  esos  dos 
seres  ridículos  con  el  extremo  de  sus  suntuosas  vestidu- 
ras de  reina. 

118 


LOS RAROS 

El  viejo  tuvo  conciencia  de  su  indignidad,  se  puso  de 
rodillas,  se  quitó  su  gran  sombrero.  El  asno  bajó  las  ore- 
jas lamentablemente,  sus  orejas  demasiado  largas,  roldas 
de  úlceras  y  cubiertas  de  moscas.  De  la  alforja  de  la  iz- 
quierda, las  cabezas  asustadas  de  los  volátiles  salieron 
abriendo  el  pico,  tendiendo  la  lengua  puntiaguda,  muer- 
tos de  sed,  pues  hacía  un  calor  espantable,  un  pleno  sol 
que  devoraba  el  piadoso  grupo  con  sus  dientes  de  brasa. 
El  campesino  se  apoyaba  en  el  animal  y  el  animal  en  el 
campesino,  sudando  uno  y  otro,  los  flancos  palpitantes, 
no  osando  ni  uno  ni  otro  mirar  esas  magnificencias  que 
caían  del  cielo  con  llamas.  La  procesión,  con  su  paso 
lento,  ceremonioso,  de  gran  dama,  se  acercaba  al  próxi- 
mo altar  de  Corpus;  eso  no  concluía;  siempre  filas  nuevas 
de  mujeres  endomingadas,  nuevas  filas  de  los  señores 
notables;  no  volvería  el  viejo  de  su  asombro  de  haber 
visto  una  tan  enorme  muchedumbre  de  cristianos  bien 
puestos.  En  fin,  llegó  el  momento  en  que  pasaron  los 
cojos,  los  enfermos,  las  madres  llevando  los  niños  de 
pecho,  los  mal  vestidos,  la  vergüenza  de  la  parroquia: 
"Menoux",  el  de  las  muletas,  que  tomaba  rapé  cada  diez 
pasos;  Ragotte,  la  bociosa,  que  tenía  la  manía  de  plantar 
su  enfermedad  sobre  un  vestido  de  cachemir  verde. 

Entonces,  nuestro  viejo  se  levantó  vacilante  sobre  sus 
piernas  doloridas,  conmovido;  levantó  al  asno  por  la 
rienda,  siguió...  No  sabía  ya  lo  que  hacía,  pero  se  sentía 
a  su  vez  tirado,  como  su  asno,  por  una  cuerda  invisible, 
un  hilo  de  oro  salido  de  los  rayos  de  la  custodia,  que  co- 
rría a  lo  largo  de  las  guirnaldas  de  flores  y  llegaba  a  su 
frente  de  viejo  encaprichado,  bajo  la  forma  lancinante  de 
una  flecha  de  sol.  Muy  chico,  antes  ([oh!,  en  la  mañana 
de  los  tiempos),  ha  seguido  al  sacerdote  con  vestidos 
purpúreos,  arrojando  hojas  de  rosa  entre  los  humos  del 
incienso,  y  había  tenido  gozos  de  orgullo;  más  grande, 
se  había  colocado  tras  las  mozas  risueñas,  intentando  en 
veces  distraerlas  de  su  rosario;  había  tenido  las  mismas 
altiveces  inexplicables,  los  mismos  fuertes  latidos  de  co- 
razón, confundiendo  el  brillo  de  las  piedras  preciosas,  de 
las  casullas,  con  la  dulce  cintilación  de  los  ojos  de  **Ma- 

119 


RUBÉN  DARÍO 

rión",  su  prometida...  y  después,  no  se  acordaba  mucho; 
los  años  corrían  todos  iguales,  como  las  tocas  blancas, 
como  las  alas  palpitantes  de  todas  esas  cabezas  de  mu- 
jeres piadosas,  perdiéndose  sobre  las  azules  lejanías  del 
cielo...  No  se  acordaba  más;  seguía,  sin  embargo,  siempre 
el  último,  el  menos  digno,  tirando  de  su  asno  con  mano 
obstinada,  olvidando  hasta  el  objeto  de  su  viaje.  Y  "Mar- 
tín", dócilmente,  ritmaba  su  marcha  con  el  coro  del  cán- 
tico; los  pollos,  fuera  de  la  alforja,  inclinaban  la  cresta, 
con  aire  de  resignarse,  pues  se  iba  al  paso... 

Había  quienes  se  volvían  a  menudo  entre  la  fila  de 
fieles  escandalizados.  Se  le  enviaban  muchachos  para 
decirle  que  se  volviese...  o  que  dejase  su  asno.  ¡Qué  cola 
de  procesión  la  de  Martín!  Circulaban  risas  de  mucha- 
chas, con  susurros  de  abejones;  y  solamente  el  señor 
cura  no  quería  darse  cuenta  de  nada,  aparentando  no  en- 
tender lo  que  venía  a  murmurarle  su  sacristán  al  presen- 
tarle el  incensario. 

La  procesión,  después  de  las  paradas  de  uso,  se  entró 
bajo  el  pórtico  de  la  iglesia.  El  viejo  se  encontró  solo,  en 
medio  de  una  playa  desierta.  Entrar  con  "Martín"  no  era 
casi  posible.  Abandonar  a  "Martín",  los  pollos,  la  mante- 
ca, la  montura,  ni  pensarlo  quería.  Y  no  tendría  él  su 
parte  de  la  gran  bendición,  de  aquella  que  inclinada  a  los 
fieles,  cargados  de  pecados,  sobre  las  baldosas,  como  las 
espigas  maduras  bajo  el  vencedor  relám.pago  de  la  hoz... 
Lanzando  un  profundo  suspiro,  el  pobre  viejo  se  signó, 
descubierta  su  frente,  una  última  vez,  ante  la  ojiva  som- 
bría del  pórtico.  Mas  he  aquí  que,  bruscamente,  brota  de 
esa  obscuridad  temible  una  extraordinaria  aparición:  del 
fondo  de  la  iglesia,  el  cura  llevaba  la  custodia;  sí,  el  cura 
asombrando  a  sus  feligreses  endomingados,  el  cura  con 
su  casulla  luminosa,  aureolado  de  estrellas,  de  cirios, 
nimbado  de  las  nubes  del  incienso...  y  el  sacerdote,  con 
una  mirada  de  extraña  dulzura,  pronuncia  las  palabras 
sagradas,  mientras  que  resplandece,  más  fulgurante  aún, 
la  custodia  de  allá  arriba,  el  sol,  sobre  el  humilde  viejo 
que  lloraba  de  alegría,  sobre  el  triste  "Martín",  cuyas  ore- 
jas ulceradas  pendían,  ¡ay,  tan  lastimosamente...!" 

120 


o 


s 


R 


R 


O 


Esa  página  de  Rachilde  da  a  conocer  el  fondo  de  amor 
y  de  dulzura  que  hay  en  el  corazón  de  la  terrible  Deca- 
dente. Rachilde,  la  Perversa,  habría  sido  disputada  entre 
Dios  y  el  diablo,  según  Luis  Dumur.  ¿Qué  casuista,  qué 
teólogo  podría  demostrarme  la  victoria  de  Satanás  en 
este  caso?  Rachilde  se  salvaría,  siquiera  fuese  por  la  in- 
tercesión del  viejo  campesino  y  por  la  apoteosis  de  "Mar- 
tín", el  cual  también  rogaría  por  ella...  ¿No  se  salvó  el 
Sultán  del  poema  de  Hugo  por  la  súplica  del  cerdo? 


121 


^^é'^ 


GEORGE  D'ESPARBÉS 


OMo  el  hecho  no  demuestra  sino  la  oportuni- 
dad de  una  ocurrencia  de  poeta,  que  en  todo 
caso  no  merece  sino  aplausos,  y  como  me 
fué  narrado  delante  de  Jean  Carrere,  que 
aprobaba  con  su  sonrisa,  no  creo  ser  indis- 
creto al  comenzar  estas  líneas  contando  la 
historia  de  un  telegrama  de  Atenas,  leído  en  el  reciente 
banquete  de  Víctor  Hugo  y  firmado  George  d'Esparbés, 
telegrama  que  reprodujo  toda  la  prensa  de  París. 

Jean  Carrere,  en  unión  de  otros  jóvenes  brillantes  y 
entusiastas,  literatos,  poetas,  quisieron  manifestar  que  no 
era  cierta  la  fea  calumnia  levantada  contra  la  juventud 
literaria  de  Francia,  que  ha  sido  tachada  de  irrespetuosa 
para  con  Víctor  Hugo. 

Para  ello,  y  con  motivo  de  la  nueva  publicación  de 
Touie  ¡a  Lyre,  organizaron  un  banquete  que  tuvo  la  co- 
rrespondiente resonancia;  un  banquete  que  pudiérase 
llamar  de  desagravio. 

Fueron  ágapes  a  que  asistió  gran  parte  del  París  lite- 
rario— viejos  románticos,  parnasianos  y  escuelas  nuevas, 

123 


RUBÉN  parí O 

y  de  las  que  brotó,  maldita  flor  de  discordia-^a  pistola, 
treinta  pasos,  sin  resultado — un  duelo  entre  Catulle  Men- 
dés  y  Jules  Bois,  quienes  no  hace  mucho  tiempo  eran  ex- 
celentes amigos.  Fué  la  fiesta  una  deuda  pagada,  una 
ceremonia  cumplida  con  el  dios,  y  la  cual,  con  gran  pom- 
pa, y  por  contribución  internacional,  debería  realizarse 
anualmente.  Esta  es  una  idea  poético-gastronómica  que 
dejo  a  la  disposición  de  los  hugólatras. 

En  la  mesa,  cuando  el  espíritu  lírico  y  el  champaña 
hacían  sentir  en  el  ambiente  un  perfume  de  real  mirra  y 
de  glorioso  incienso,  en  medio  de  los  vibrantes  y  ardien- 
tes discursos  en  honor  de  aquel  que  ya  no  está,  corpo- 
ralmente,  entre  los  poetas,  después  de  los  brindis  de  los 
maestros,  y  de  los  versos  leídos  por  Carrere  y  Mendés,  se 
pronunció  por  allí  el  nombre  de  George  d'Esparbés. 
D'Esparbés  no  estaba  en  el  banquete,  él,  que  ama  la  glo- 
ria del  Padre,  y  que  como  él  ha  cantado,  en  una  prosa 
llena  de  soberbia  y  de  harmonía,  los  hechos  del  «cabito», 
la  epopeya  de  Napoleón.  Jean  Carrere,  el  soberbio  rima- 
dor, se  levanta  y  ausenta  por  unos  segundos.  Luego, 
vuelve  triunfante,  mostrando  en  sus  manos  un  despacho 
telegráfico  que  acababa  de  recibir,  un  despacho  firmado 
D'Esparbés. 

¿Pero  dónde  está  ahora  él?  Nadie  lo  sabe.  Está  en 
Atenas,  dice  Carrere.  Y  lee  el  telegrama,  una  corona  de 
flores  griegas  que  desde  el  Acrópolis  envía  el  fervoroso 
escritor  a  la  mesa  en  que  se  celebra  el  triunfo  eterno  de 
Hugo.  Pocas  palabras,  que  son  acogidas  con  un  explosión 
de  palmas  y  vivas.  Nadie  estaba  en  el  secreto.  Cuando 
aparezca  D'Esparbés  no  hay  duda  de  que  «reconocerá» 
su  telegrama. 

Y  ahora  hablemos  de  esa  portentosa  Leyenda  del  Águi- 
la napoleónica. 

La  Leyenda  del  Águila  es  un  poema,  con  la  adverten- 
cia de  que  D'Esparbés  canta  en  cuentos.  La  epopeya  es 
toda  una,  mas  cada  cuento  está  animado  per  su  llama 
propia,  en  que  el  lirismo  y  la  más  llana  realidad  se  con- 
funden. 

No  hace  falta  el  verso,  pues  en  esta  prosa  marcial  cada 

124 


LOS R         A ROS 

frase  es  un  toque  de  música  guerrera,  las  palabras  suenan 
sus  fanfarrias  de  clarines,  hacen  rodar  en  el  ambiente  sus 
redobles  de  tambores,  son  a  veces  un  cántico,  un  trueno, 
un  lay!,  un  omnisonante  clamor  de  victoria. 

También  el  final  es  triste,  al  doble  sonoro  y  doloroso 
de  las  campanas  que  tocan  por  la  caída  del  imperio.  Na- 
poleón no  aparece  aumentado,  no  es  un  Napoleón  mítico 
y  de  fantasía;  antes  bien,  algunas  veces  como  que  el  poe- 
ta se  complace  en  achicar  más  su  tan  conocida  pequeña 
estatura. 

Pensaríase  en  ocasiones  un  joven  Aquiles  comandando 
un  ejército  de  cíclopes,  guiando  a  la  campaña  batallones 
de  gigantes.  Porque  si  emplea  el  lente  épico  D'Esparbés, 
es  cuando  pinta  las  luchas,  el  decorado,  el  campamento, 
los  soldados  imperiales.  Los  soldados  crecen  a  nuestra 
vista,  aparecen  enormes,  sobrehumanos,  como  si  fuesen 
engendrados  en  mujeres  por  arcángeles  o  por  demonios. 
Sus  talantes  se  destacan  orgullosa  y  heroicamente.  Tie- 
nen formas  homéricas,  son  verdaderos  ^ndroleones;  llega 
a  creerse  que  al  caer  uno  de  ellos  herido  debe  temblar 
alrededor  la  tierra,  como  en  los  exámetros  de  la  Ilíada, 

Tal  húsar  es  inmenso;  tal  granadero  podría  llamarse 
Amico  o  Polifemo;  tal  escuadrón  de  caballería  podría  en- 
trar en  el  versículo  de  un  profeta,  terrible  y  devastador 
como  una  «carga»  de  Isaías.  Y  en  todo  esto  una  sencillez 
serena  y  dominaiiora.  Podría  intercalarse  en  este  libro^ 
sin  que  se  notase  diferencia  en  tono  y  fuerza,  el  episodio 
de  Hugo  en  que  vemos  a  Marius  asomarse  a  la  ventana  y 
lanzar  un  ¡viva  el  emperadorl  al  viento  y  a  la  noche. 

D'Esparbés  ha  elegido  para  su  obra  el  cuento,  este 
género  delicado  y  peligroso,  que  en  los  últimos  tiempos 
ha  tomado  todos  los  rumbos  y  todos  los  vuelos.  La  pro- 
sa, animada  hoy  por  los  prestigios  de  un  arte  deslumbra- 
dor y  exquisito,  juntando  los  secretos,  las  bizarrías  artís- 
ticas de  los  maestros  antiguos  o  los  virtuosísimos  moder- 
nos, es  para  61  un  rico  material  con  que  pinta,  esculpe, 
suena  y  maravilla.  Batallista  de  primer  orden,  conciso, 
nervioso  y  sugestivo,  supera  en  impresiones  y  sensacio- 
nes de  guerra  a  Stendhal  y  a  Tolstoy,  y  si  existe  actual- 


R U      B      E      N  DARÍO 

mente  quien  puede  igaalarle — alguno  diría  superarle  -en 
campo  semejante,  es  un  escritor  de  España:  Pérez  Gal- 
dós,  el  Pérez  Galdós  de  los  Episodios  Nacionales. 

Desde  que  comienza  el  poema,  con  el  cuento  de  los 
tres  soldados,  tres  húsares  altos  como  encinas,  viene  un 
potente  soplo  que  posee,  que  arrebata  la  atención.  Esta- 
mos enfrente  de  tres  máquinas  de  carne  de  cañón,  tres 
soldados  rudos  y  musculosos  como  búfalos,  tres  grandes 
animales  crinados  del  rebaño  de  leones  del  pastor  Bona- 
parte.  Porque  es  de  ver  cómo  esos  sangrientos  luchado- 
res, esos  fieros  hombres  del  invencible  ejército,  hablan 
del  «emperadorcito»,  del  pequeño  y  real  ídolo,  como  de 
un  divino  pastor,  como  de  un  David.  Así  cuando  se  pro- 
nuncia su  nombre,  las  fauces  bárbaras,  los  fulminantes 
ojazos,  se  suavizan  con  una  dulce  y  cariñosa  humedad. 
Son  tres  soldados  que,  después  de  la  jornada  de  Jena, 
tienen,  lo  que  es  muy  natural  en  un  soldado  después  de 
una  batalla,  tienen  hambre. 

Ingenuamente  y  <necesariamente»  feroces,  esos  tres 
hombres  degüellan  a  uno  del  enemigo  con  la  mayor 
tranquilidad,  pero  sufren  y  se  inquietan  cuando  sus  ca- 
ballos no  comen. 

Por  eso  cuando  hallan  un  cura  que  les  hospeda,  en 
Saalfeld,  del  lado  de  Erfurth,  y  les  da  buena  vianda  y 
buen  pan,  lo  que  está  conforme  con  la  lógica  militar  es 
que  sus  tres  cabalgaduras,  también  hambrientas,  entren  a 
comer  en  los  mismos  platos  de  ellos,  espantando  a  la 
criada,  y  haciendo  que  el  sacerdote  medite,  y  vea  el  alma 
de  esos  hombres;  y  no  se  extrañe.  Es  uno  de  los  mejores 
cuentos  del  poema.  No  resisto  a  citar  una  frase. 

Los  soldados  comen  como  desesperados  de  apetito.  El 
cura  les  contempla,  meditabundo  y  sacerdotal.  De  cuando 
en  cuando  les  hace  preguntas.  Ha  tiempo  que  están  en 
armas.  Desde  jóvenes  han  oído  las  trompetas  de  las  cam- 
pañas. No  saben  de  nada  más.  Y  sobre  todo,  Napoleón 
se  alza  delante  de  ellos  semejante  a  una  inmortal  divini- 
dad. El  cura  dice  a  uno: 

"—Y  vos,  hijo  mío,  ¿creéis  en  Dios  padre  todopode- 
roso?" 

126 


LOS RAROS 

El  soldado  no  comprende  bien.  Piensa:  "Dios  padre... 
Dios  hijo...  Dios..." 

*-  ]Y  bien!  -  grita  de  repente. 

" — ¡Todo  eso...!  ¡eso  es  la  familia  del  Emperadorl" 

Después  surge  a  nuestra  vista  un  colosal  tambor  mayor 
del  ejército  de  Italia,  "alto  como  una  torre  y  tierno  como 
un  saco  de  pan".  Su  nombre  es  un  verdadero  nombre  de 
gigante,  más  hermoso  y  tremendo  que  el  de  Cristóbal,  o 
el  de  Fierabrás,  o  el  de  Goliat;  se  llama  Rougeot  de  Sa- 
landrouse.  Un  gallardo  bruto,  que  cuando  reía,  "il  mon- 
trait  comme  les  bétes  une  épaisse  gueule  de  chair  rouge 
qui  semblait  saigner". 

Este  bello  monstruo  que  gustaba  de  las  viejas  historias 
de  guerra  y  de  las  sublimes  mitologías,  amaba  sobre  todo 
la  harmonía  musical,  las  cornetas,  los  parches  del  com- 
bate. Bonaparte  le  nombró  subteniente,  teniente  y  capi- 
tán; después  de  lo  de  Areola,  después  de  lo  de  Man- 
tua, después  de  lo  de  Trebia.  Pero  el  hijo  de  Apolo 
cifraba  su  ambición  en  las  pompas  radiantes,  en  los 
compases,  en  el  bastón  que  guiaba  a  los  tambores:  quería 
ser  tambor  mayor.  Lo  fué  después  de  mucho  pedirlo  al 
emperador;  y  el  titánico  testarudo  saludó  con  su  admira- 
ble uniforme  y  sus  vanidosos  gestos  el  triunfal  sol  de 
Austerlitz.  Le  vio  Lannes  desde  su  caballo,  le  vio  Soult, 
le  vio  Bernadotte,  le  vio  el  insigne  caballero  Murat:  y 
junto  con  Berthier  y  Janot,  le  vio,  sonriendo,  el  "petit 
caporal",  príncipe  y  dueño  del  Águila.  Y  cuando  llega  la 
áspera  brega,  en  medio  de  los  choques,  de  la  confusión 
sangrienta  y  de  la  muerte,  la  figura  de  Salandrouse, 
guiando  sus  tambores,  adquiere  proporciones  legen- 
darias. 

Herido,  soberbio,  incomparable,  hace  que  los  parches 
no  cesen  de  tocar  un  son  de  victoria;  y  hay  que  ir  a 
arrancarle  de  su  puesto,  donde  se  yergue,  maravilloso 
como  un  dios,  al  canto  ronco  y  sordo  de  los  pellejos 
cribados. 

El  desdén  de  la  muerte,  el  respeto  de  la  consigna, 
el  amor  a  la  vida  miUtar  y,  sobre  todo,  la  adoración  por 
el  que  ellos  miran  como  favorecido  de  la  omnipotencia 

127 


RUBÉN  DARÍO 

divina — conquistador  victorioso,  señor  del  mundo,  Napo- 
león—, forman  el  alma  de  estos  épicos  relatos. 

Ya  es  el  conde  subteniente  que  sufre  sin  gemir,  y 
muere  oyendo  leer,  cual  si  fuese  un  santo  breviario,  un 
libro  de  oro  de  la  nobleza  heroica;  ya  es  el  grupo  de 
bravos  rústicos  que  no  sabían  cargar  los  fusiles  en  medio 
de  la  más  horrible  carnicería,  y  que  luego  fueron  conde- 
corados; ya  son  los  rudos  gascones  que  luchan  como 
tigres  y  gritan  como  diablos;  ya  es  la  marcha  que  bate 
un  tamborcito  casi  femenil,  para  que  desfilen  ante  los 
ojos  aquilinos  de  Bonaparte  ciento  veinticinco  hombres, 
resto  de  los  treinta  y  ocho  mil  de  Elkingen,  o  la  visión  de 
los  cascos  coronados  por  penachos  de  cabellos  de  mujeres 
españolas;  o  "Le  Kenneck",  valiente  y  ñel,  delante  del 
rey  de  Prusia;  o  el  águila  del  Imperio  que  sale,  apretando 
el  rayo  con  las  garras,  del  vientre  del  caballo  muerto; 
o  esta  orden  trágica,  casi  macabra,  dada  en  lo  más  duro 
de  la  batalla:  "En  avant,  les  cadavres...!";  o  el  capellán 
que  parafrasea  la  Biblia  al  ruido  de  las  descargas;  o  ese 
cuadro  cuya  sencilla  magnificencia  impone,  asombra  y 
encanta,  cuando  el  Cabito  tiene  frío,  y  va  a  la  tienda  de 
la  guardia  inmortal,  y  duerme  y  se  le  hace  lumbre  con 
millones  de  oro,  con  Murillos,  con  Goyas,  con  portentos 
de  Velázquez,  con  encajes  de  marquesas  y  abanicos  de 
manólas;  o  el  león  de  vida  de  gato  que  creía  ser  inmortal 
si  no  se  le  mataba  con  su  sable;  o  el  abandono  de  los  ca- 
ballos, alas  de  los  caballeros;  o  el  oficial  que  condecora 
y  el  emperador  que  aprueba;  o  el  fantasma  del  "shakó", 
que  se  alza  para  responder  con  bizarría  y  cae  en  la  muer- 
te; o  Duelos  con  sus  charreteras,  que  condecora  llorando 
a  un  viejo  luchador,  y  cuando  el  emperador  le  pregunta: 
"Duelos,  ¿conoces  a  ese  hombre?",  le  contesta:  "¡Señor, 
es  mi  padre!";  o  el  águila,  el  águila  viva,  que  vuela  y  grita 
sobre  el  pabellón  que  marcha  al  Austria;  o  el  fúnebre 
clamor  del  abismo;  o,  en  fin,  los  cañones  que  doblan 
cuando  ya  el  Grande  ha  caído,  ¡lúgubres  y  fatales  cam- 
panas del  Imperio! 

¡Libro  magistral;  poema  ardiente  y  magnífico! 

La  mujer  no  aparece  sino  raras  veces,  y  en  los  recuer- 

%^2' 


LOS RAROS 

dos  de  los  héroes:  las  madres,  las  abuelas  llenas  de  ca- 
nas, alguna  esposa  que  está  allá  lejos!  Donde  brota  un 
grupo  de  ellas^  como  un  coro  de  Esquilo,  terribles,  su- 
plicantes, gemidoras  como  mártires,  coléricas  como  gor- 
gonas,  es  en  el  capítulo,  en  el  cuento  de  las  crines.  A  un 
gran  número  de  las  hijas  de  España,  en  su  pueblo  inva- 
dido, un  coronel  fantasista,  jovial  y  plúmbeo,  hace  cortar 
las  cabelleras  para  adornar  los  cascos  de  sus  dragones.  Y 
como  una  mujer,  aullante  de  dolor  como  Hécuba,  se  pre- 
senta con  sus  espesos  cabellos  ya  canosos,  el  coronel  se 
los  hace  también  cortar  y  los  pone  sobre  su  cabeza  mar- 
cial, donde  los  hará  agitarse  el  huracán  de  la  guerra.  Y 
otra  mujer  brilla  como  una  estrella  de  virtud  y  de  gran- 
deza, divina  suicida,  augusta  delante  de  la  muerte.  Su- 
cumbe con  su  niño  en  el  más  sublime  de  los  sacrificios; 
pero  también  quedan  emponzoñados,  rígidos  y  sin  vida, 
en  la  casita  pobre,  ocho  cosacos  como  ocho  bestias  fieras. 
¿Qué  otra  figura  femenil?  Hay  una,  envuelta  en  el  mis- 
terio. Ella,  la  vaga,  la  anunciadora  de  las  desgracias,  la 
que  se  pasea  silenciosa  por  los  vivacs,  haciendo  malos 
signos;  ella,  solitaria  como  la  Tristeza  y  triste  como  la 
Muerte.  ¿Qué  otra  más?  La  Victoria,  de  real  y  soberano 
perfil,  de  cuello  robusto  y  erectas  mamas;  creatriz  de  los 
lauros  y  de  los  himnos. 

Este  libro  es  una  obra  de  bien.  El  es  fruto  de  un  espí- 
ritu sano,  de  un  poeta  sanguíneo  y  fuerte;  y  Francia,  la 
adorada  Francia  que  ve  brotar  de  su  suelo  — por  causa  de 
una  decadencia  tan  lamentable  como  cierta,  falta  de  fe  y 
de  entusiasmo,  falta  de  ideales — ;  que  ve  brotar  tantas 
plantas  enfermas,  tanta  adelfa,  tanto  cáñamo  indiano, 
tanta  adormidera,  necesita  de  estos  laureles  verdes,  de 
estas  erguidas  palmas.  Libros  como  el  de  D'Esparbés  re- 
cuerdan a  los  olvidadizos,  a  los  flojos  y  a  los  epicúreos  el 
camino  de  las  altas  empresas,  la  calle  enguirnaldada  de 
los  triunfos.  Y  puesto  que  de  Vogüe  ha  visto  el  feliz 
anuncio  de  un  vuelo  de  cigüeñas,  alce  los  ojos  Francia 
y  mire  si  ya  también  vuelve,  sonora,  lírica,  inmensa,  el 
Águila  antigua  de  las  garras  de  bronce . 

9  129 


^■.¿¿i  ^  J's?*^' 


AUGUSTO  DE  ARMAS 


[ace  algunos  años  un  joven  delicado,  soñador, 
nervioso,  que  llevaba  en  su  alma  la  irreme- 
diable y  divina  enfermedad  de  la  poesía,  lle- 
gó a  París,  como  quien  llega  a  un  Oriente 
encantado.  Dejaba  su  tierra  de  Cuba,  en 
donde  había  nacido  de  familia  hidalga.  Te- 
nía por  París  una  pasión  nostálgica  que  tantos  hemos 
sentido,  en  todos  los  cuatro  puntos  del  mundo;  esa  pasión 
que  hizo  dejar  a  Heine  su  Alemania,  a  Morcas  su  Grecia, 
a  Parodi  su  Italia,  a  Stuart  Merril  su  Nueva  York.  Hijo 
espiritual  de  Francia  y  desde  sus  primeros  años  dedica- 
do al  estudio  de  la  lengua  francesa,  si  llegó  a  escribir 
preciosos  versos  españoles,  donde  debía  encontrar  la  ex- 
presión de  su  exquisito  talento  de  artista,  de  su  lirismo 
aristocrático  y  noble,  fué  en  el  teclado  polífono  y  presti- 
gioso de  Banville. 

¡Banville!  Pocos  días  antes  de  morir  aquel  maestro 
maravilloso  y  encantador,  recibió  un  libro  de  versos,  en 
cuya  portada  se  leía:  "Augusto  de  Armas. — Rimes  By- 

131 


E Tl_B^ 5_    J^_    _    ^       A^   R      I      O 

zantines.^  Leyó  las  rimas  cinceladas  de  Armas,  y  enton- 
ces le  escribió  una  carta  llena  de  aliento  y  entusiasmo. 

Theodore  de  Banville  había  escrito,  a  propósito  de 
Wagner,  estas  palabras:  "Le  vrai,  le  seul,  l'irrémisible 
défaut  de  son  armure  c'est  qu'il  a  fait  des  vers  fran9ais. 
L'homme  de  génie,  qui  doit  tout  savoir,  doit  savoir  entre 
autres  choses,  que  nul  étranger  ne  fera  jamáis  un  vers 
frangais  qui  ait  le  sens  commun.  On  t'en  fricasse  des 
filies  comme  nous!  voilá  ce  que  dit  la  Muse  frangaise  a 
quiconque  n'est  pas  de  ce  pays  ci,  et  lorsqu'elle  disait 
cela  en  se  mettant  les  poings  sur  les  hanches,  Henri  Rei- 
ne, qui  était  un  malin,  l'a  bien  entendu."  Ciertamente,  le 
escribió  el  gran  poeta  a  Augusto  de  Armas: — "He  dicho 
eso,  pero  huélgome  de  confesar  que  vos  sois  la  excepción 
de  lo  que  afirmé." 

Basta  leer  una  sola  de  las  poesías  del  refinado  bizanti- 
no de  Cuba,  para  reconocer  que  fué  con  justicia  armado 
caballero  de  la  musa  francesa  al  golpe  de  la  espada  de 
oro  de  Banville.  ¿Quién  ha  cantado  en  más  ricos  hemisti- 
quios el  oleaje  sonoro  de  los  alejandrinos?  Como  Car- 
ducci,  que  lleno  del  fuego  de  su  estro  entona  su  cántico 
"¡Ave  o  Rima...!";  como  Sainte  Beuve,  que  a  manera  de 
Ronsard  celebra  ese  mismo  encanto  musical  de  la  conso- 
nancia, Augusto  de  Armas,  con  el  más  elevado  deleite, 
alaba  la  forma  del  verso  francés  en  que  se  han  escrito 
tantas  obras  maestras  y  tantos  tesoros  literarios;  alaba  el 
instrumento  que  ha  hecho  resonar  desde  el  Poema  de 
Alejandro  hasta  las  colosales  harmonías  de  La  Leyenda 
de  los  siglos. 

Su  libre  es  labrado  cofrecillo  bizantino,  lleno  de  joyas. 
Su  verso  es  flor  de  Francia;  su  espíritu  era  completamen- 
te galo.  Ha  sido  uno  de  los  pocos  extranjeros  que  hayan 
podido  sembrar  sus  rosas  en  suelo  francés,  bajo  el  in- 
menso roble  de  Víctor  Hugo.  El  abate  Marchena  no  sé 
que  haya  hecho  en  francés  nada  como  su  curiosidad  latina 
del  falso  Petronio;  Menéndez  Pelayo,  pasmo  de  sabiduría, 
según  se  dice  en  España,  dudo  que  se  acomodase  a  las 
exigencias  de  las  musas  de  Galia;  Longfellow  dejó  muy 
medianejos  ensayos,  como   su   juguete  Ches  Agassiz) 

132 


LOS  RARO S 

Swinburne,  que  como  Menéndez  Pelayo  versifica  admira- 
blemente en  lenguas  sabias,  en  sus  versos  franceses  va 
como  estrechado  y  sin  la  libertad  y  potencia  de  sus  poe- 
sías en  su  lengua  nativa.  Lo  mismo  Dante  Gabriel  Ros- 
setti . 

Heine  lo  que  escribió  en  francés  fué  prosa;  lo  propio 
Tourgueneff.  Los  casos  que  pueden  citarse,  semejantes 
al  de  Augusto  de  Armas,  son  el  de  su  paisano  José  María 
de  Heredia,  que  se  ha  colocado  orgiiUosamente  entre  el 
esplendor  de  sus  trofeos;  el  de  Alejandro  Parodi,  que  ha 
logrado  hasta  el  laurel  de  las  victorias  teatrales;  el  de 
Jean  Morcas,  gran  maestro  de  poesía;  el  de  Stuart  Merril, 
que  sólo  puede  ser  yanqui  porque,  como  Poe,  nació  en  ese 
país  que  Peladan  tiene  razón  en  llamar  de  Calibanes;  el 
de  Eduardo  Cornelio  Price,  distinguido  antillano;  el  de 
García  Mansilla,  poeta  y  diplomático  argentino  que  escri- 
be envuelto  en  el  perfume  del  jardín  de  Copee.  Pero  José 
María  de  Heredia  llegó  a  París  muy  joven,  y  apenas  si 
tiene  de  americano  el  color  y  la  vida  que  en  sus  sonetos 
surgen,  de  nuestros  ponientes  sangrientos,  nuestras  fuer- 
tes cavias  y  nuestros  calores  tórridos.  Heredia  se  ha 
educado  en  Francia;  su  lengua  es  la  francesa  más  que  la 
castellana,  Parodi,  por  una  prodigiosa  asimilación,  perte- 
nece al  Parnaso  francés;  Morcas  llegó  de  Atenas,  históri- 
ca hermana  de  París;  Stuart  Merril,  como  Poe,  brota  de 
una  tierra  férrea,  en  un  medio  de  materialidad  y  de  cifra, 
y  es  un  verdadero  mirlo  blanco;  formando  Poe,  el  pintor 
misterioso  y  él  la  trinidad  azul  de  la  nación  del  honora- 
ble presidente  Washington;  Price  no  pasa  de  lo  mediano; 
y  García  Mansilla,  me  figuro  que  a  pesar  de  sus  precio- 
sas producciones  y  con  todo  y  creerle  dominador  de  la 
rima  francesa  y  poeta  y  refinado  artista,  me  figuro,  digo, 
que  debe  ser  un  cultivador  elegante  de  la  poesía,  un  tro- 
vero gran  señor  que  ritma  y  rima,  para  solaz  de  los  salo- 
nes, versos  que  deben  ser  impresos  en  ediciones  licas  y 
celebrados  por  lindas  bocas  en  las  bellas  veladas  de  la 
diplomacia. 

Augusto  de  Armas  representaba  una  de  las  grandes 
manifestaciones  de  la  unidad  y  de  la  fuerza  del  alma  la« 

133 


R      U      B      E      N  D      A RIO 

tina,  cuyo  centro  y  foco  es  hoy  la  luminosa  Francia.  El, 
que  había  nacido  animado  por  la  fiebre  santa  del  arte, 
llevó  al  suelo  francés  la  representación  de  nuestras  ener- 
gías espirituales,  y  Banville  pudo  reconocer  que  el  laurel 
francés,  honra  y  gloria  de  nuestra  gran  raza,  podía  tener 
quien  regase  su  tronco  con  agua  de  fuente  americana,  y 
que  un  americano  de  sangre  latina  podía  ceñirse  una  co- 
rona hecha  de  ramas  cortadas  en  el  divino  bosque  de 
Ronsard. 

¿Pero  el  soñador  no  sabía  acaso  que  París,  que  es  la 
cumbre,  y  el  canto,  y  el  lauro,  y  el  triunfo  de  la  aurora, 
es  también  el  maelstrom  y  la  gehenna?  ¿No  sabía  que,  se- 
mejante a  la  reina  ardiente  y  cruel  de  la  historia,  da  a 
gozar  de  su  belleza  a  sus  amantes  y  en  seguida  los  hace 
arrojar  en  la  sombra  y  en  la  muerte?  ¡Pobre  Augusto  de 
Armas!  Delicado  como  una  mujer,  sensitivo,  iluso,  vivía 
la  vida  parisiense  de  la  lucha  diaria,  viendo  a  cada  paso 
el  rniraje  de  la  victoria  y  no  abandonado  nunca  de  la 
bondadosa  esperanza.  Entre  los  grandes  maestros  en- 
contró consejos,  cariño,  amistad.  Dios  pague  a  Sully 
Prudhomme,  al  venerable  Leconte  de  Lisie,  a  Mendés  y 
a  José  María  de  Heredia,  los  momentos  dichosos  que  po- 
dían dar  al  joven  americano,  alimentando  su  sueño,  su 
noble  ilusión  de  poeta.  Y  también  a  los  que  fueron  gene- 
rosos y  llevaron  a  la  cama  del  hospital  en  que  sufría  el 
pálido  bizantino  de  larga  cabellera,  el  consuelo  material  y 
la  eficaz  ayuda.  Entre  éstos  diré  dos  nombres  para  que 
ellos  sean  estimados  por  la  juventud  de  América:  es  el 
uno  Domingo  Estrada,  el  brillante  traductor  de  Poe,  y  el 
otro  M.  Aurelio  Soto,  ex  presidente  de  la  república  de 
Honduras. 


134 


LAURENT.  TAILHADE 


ARísiMO.  Es,  ni  más  ni  menos,  un  poeta.  Es- 
tas palabras  que  se  han  dicho  respecto 
a  él  no  pueden  ser  más  exactas:  «Es  un 
supremo  refinado  que  se  entretiene  con  la 
vida  como  con  un  espectáculo  eternamente 
imprevisto,  sin  más  amor  que  el  de  la  belle- 
za, sin  más  odio  que  a  lo  vulgar  y  lo  mediocre.» 

Como  poeta,  como  escritor,  no  ha  tenido  la  notoriedad 
que  sólo  dan  los  éxitos  de  librería,  los  cuales  desprecia 
el  olímpico  Jean  Moreas,  supongo  que,  fuera  de  la  razón 
lírica,  porque  recibe  una  buena  pensión  de  su  familia  de 
Atenas.  Como  hombre,  raro  es  el  que  no  conozca  a 
Tailhade  en  el  "quartier". 

Y  a  propósito:  ¿recuerdan  los  lectores  lo  que  aconteció 
a  este  otro  poeta  cuando  el  alboroto  de  los  estudiantes, 
años  ha?  No  le  dieron  sus  versos,  por  cierto,  la  fama  que 
los  garrotazos  y  heridas  que  recibió.  Poco  más  o  menos 
sucede  ahora  con  Laurent  Tailhade.  Sus  libros,  que  antes 
solamente  circulaban  entre  un  público  escogido  y  en  edi- 
ciones de  suscripción,  es  probable  que  tengan  hoy  si- 

135 


RUBÉN  DAR      I      O 

quiera  sea  una  pasajera  boga;  aunque  su  refinamiento  y 
su  aristocracia  artística  no  serán  ni  podrían  ser  para  el 
gran  público  de  los  indudablemente  ilustres  Tales  y  Cua- 
les. El  cómo  ve  la  vida  Laurent  Tailhade  lo  explica  un 
caricaturista  dé  esta  manera:  "El  poeta,  vestido  a  la  grie- 
ga, toca  la  lira  admirando  un  hermoso  caballo  salvaje. 
Poseído  del  "deus",  no  advierte  el  peligro.  Resultado: 
Orfeo  recibe  un  par  de  coces  que  le  echan  fuera  de  la 
boca  toda  !a  dentadura." 

Y  Castelar  a  su  vez,  hablando  de  la  explosión  que  tan 
maltrecho  dejó  al  lírico:  "Hallábase  allí  entre  tantos  ado- 
radores de  la  belleza  divorciada  del  bien,  un  escritor 
anarquista,  el  amado  Tailhade,  quien  dijo  que  importaba 
poco  el  crimen  cometido  por  Vaillant,  ante  la  hermosura 
de  su  actitud  y  de  su  gesto  al  despedir  la  bomba,  sólo 
comparables,  añado  yo,  al  gesto  y  actitud  de  Nerón, 
cuando,  vestido  de  Apolo  y  llevando  en  las  manos  áurea 
cítara  tañida  por  sus  delicados  dedos,  celebraba  el  incen- 
uio  de  la  sacra  Ilion  entre  las  llamas  que  consumían  la 
Ciudad  Eterna.  Pues  bien:  el  apologista  de  Vaillant  y  su 
crimen  estaba  en  el  comedor  cuando  estalló  la  nueva  bom- 
ba; y  efecto  del  estallido,  cayó  casi  deshecho  en  tierra, 
perdiendo  un  ojo  arrancado  a  su  rostro  por  los  vidrios 
ardientes.  Al  sentirse  así,  no  dijo  nada  el  cuitadísimo  de 
gestos  y  actitudes,  llevóse  la  mano  a  la  herida  y  gritó: 
"¡Al  asesino!"  Hay  providencia." 

¡El  "amado  Tailhade",  anarquista! 

El  gusta  de  los  buenos  olores  y  de  las  cosas  bellas  y 
poéticas.  No  quiso  ir  al  último  banquete  de  la  Pluma, 
porque  "olía  a  remedios".  ¿Será  anarquista  el  que  sabe 
como  todos  que,  no  digamos  el  anarquismo,  sino  la  misma 
democracia,  huele  mal? 

Tengo  a  la  vista  sus  Vitraux.  Mi  número  es  el  226  del 
tiraje  único  de  quinientos  ejemplares  que  sobre  rico  pa- 
pel de  Holanda  hizo  el  editor  Vanier.  Vitraux  es  la  pri- 
mera parte  de  Sur  Chanip  D'Or.  La  carátula  está  impre- 
sa a  tres  tintas,  rojo,  violeta  y  negro,  sobre  un  papel 
apergaminado.  Y  la  dedicatoria  que  escribió  ese  admira- 
dor de  Vaillant  es  la  siguiente: 

136 


LOS R        A         R O S 

A  Madame 
La  Comtesse  Diane  de  Beausaq. 
L.  T. 

Laurent  Tailliade  dedica  a  esa  dama  aristocrática  sus 
versos,  porque  debe  ser  bella,  tiene  un  lindo  nombre  y  el 
blasón  es  siempre  bello.  Y  pronunció  la  "boutade"  sobre 
Vaiilant  porque,  como  Caslelar,  se  imaginó  que  el  dina- 
mitero había  lanzado  la  bomba  con  un  bello  gesto.  En 
cuanto  a  Nerón,  era  sencillamente  otro  poeta,  muy  infe- 
rior, por  cierto,  al  raro  de  quien  hoy  escribo.  Porque,  no, 
no  haría  ni  con  todas  las  lecciones  de  cien  Sénecas,  el 
imperial  rimador,  versos  a  sus  dioses,  como  estos  burila- 
dos, miniados  adorables  versos  que  Tailhade  ha  escrito 
Sur  Champ  D'Or  en  homenaje  a  la  religión  católica...  y 
a  la  mujer  amada.  Es  un  homenaje  sacrilegamente  artís- 
tico, si  queréis;  son  joyas  profanas  adornadas  con  los 
diamantes  de  las  custodias,  labradas  en  el  oro  de  los  al- 
tares y  de  los  cálices.  Cierto  que  en  los  tercetos  a  Nues- 
tra Señora  no  se  m.uestra  el  resplandor  sagrado  de  la  fe 
que  vemos  en  la  liturgia  de  Verlaine;  son  obras  inspira- 
das en  la  belleza  del  culto  cristiano,  del  ritual  católico. 

Pero  después  de  "Pauvre  Lelian",  que  con  fe  pura  y 
profunda  y  arte  de  insigne  maestro,  ha  escrito  prodigios 
de  rimado  amor  místico,  nadie  ha  igualado  siquiera  al 
Laurent  Tailhade  de  los  Vitraux  en  ninguna  lengua,  por 
la  gracia  primitiva,  el  sagrado  vocabulario  y  el  sentimien- 
to de  las  hermosuras  y  magnificencias  del  catolicismo  Es 
aquí  demasiado  profano,  es  cierto,  y  vierte  en  el  agua 
bendita  un  frasco  de  opoponax...  ¿Le  perdonaremos  en 
gracia  al  "bello  gesto"?  Para  escribir  estos  poemas  ha 
debido  recorrer  los  viejos  himnarios,  las  prosas,  los  an- 
tiguos cantos  de  la  iglesia;  las  sequencias  de  Notker,  las 
de  Hildegarda,  las  de  Godeschalk  y  las  poesías  de  aquel 
divino  Hermanus  Contractus  que  nos  dejó  la  perla  de  la 
Salve  Regina. 

Laurent  Tailhade  es  buen  latinista,  y  ha  versificado 
imitando  a  Adam  de  Saint- Victor. 

137 


R U B       E    JV D       A       R       ( O 

Ejemplo: 

¡Saivi  vincia!  ¡fulge  lémur! 
Amor  nunc  foveamur: 
Per  te,  virgo,  virginemur. 

Sus  l^itraux  son  comparable?  a  los  de  las  antiguas  ca- 
tedrales. En  ellos  la  Virgen  conversa  ingenuamente  con 
el  encantador  serafín: 

Les  calcédoines,  les  rubis 
Passementent  ses  longs  habits 
De  moire  antique  et  de  tabis. 

Ses  cheveux  souplets  d'ambre  vert 
Glisücnt  comme  un  rayón  d'hiver 
Sur  sa  cotte  de  menu-vair. 

¡Oh!  ses  doigts  fréles  et  le  pur 
Mystére  de  ses  yeux  d'azur 
Eblouis  du  pardon  futur! 

Tremblante  elle  re90it  l'Avé. 
Par  qui  le  front  sera  lavé 
De  Fantique  Adam  réprouv¿. 

Emperiéro  au  bleu  penaon, 
Sur  le  sistre  et  le  tyrnpanon, 
Les  cieux.  exaltent  ton  renom. 

¡Toi  dejesse  royal  provin, 
Pain  mis  ¡que,  pain  sans  levain, 
Font  scellé  de  TAmour  divin! 

¡Toisón  de  Gédécn!  ¡Cristal 
Dont  le  soleil  oriental 
N'adombre  pas  le  feu  natal...! 

La  letanía  continúa  magnífica  y  preciosamente  encade- 
nada. Delicado,  perfumado  con  mina  celeste,  su  "Hortus 
Conclusus"  resuena  con  el  eco  de  un  himno  en  la  fiesta 
de  la  purificación: 

138 


o        S  RAROS 

Quia  obsequentes  oferunt 
Ligustra  et  alba  lilia. 
Candor  sed  horum  vincitur 
Candore  casti  pectoris. 

Siempre  la  Reina  Virgen,  la  "Mere  Marie"  de  Verlain — 
¡y  todos  los  que  sufren! — aparece  radiante,  vestida  de  sol, 
la  Hija  del  Príncipe  que  cantó  el  Profeta.  Todos  los  bál- 
samos de  consolación  brotan  de  ella:  todos  los  perfumes: 
el  del  olibán,  el  del  cinamomo,  el  del  nardo  de  la  Esposa 
del  Cantar  de  los  Cantares. 

Un  soneto  litúrgico  hay  que  no  puedo  menos  que  re- 
producir. Para  él  no  habría  traducción  posible  en  verso 
castellano. 

Este  es: 

Dans  le  nimbe  ajearé  des  vierges  byzantines, 
Sous  Tauréole  et  la  chasuble  de  drap  d'or 
Oú  s'irisent  las  clairs  saphirs  du  Labrador, 
Je  veux  emprisonner  vos  gráces  enfantines. 

¡Vases  myrrhins!  ¡trépieds  de  Cumes  ou  d'Endor! 
¡Maitre-autel  qu'ont  fleuri  les  roses  de  matines! 
Coupe  lústrale  des  ivresses  libertines, 
Vos  yeux  sont  un  ciel  calme  oú  le  désir  s'endort. 

¡Des  lis!,  ¡des  lis!,  ¡des  lis!  jOli  páleurs  inhumaines! 
¡Lin  des  etoles,  choeur  des  frois  catéchuménes! 
¡Inviolable  hostie  oferte  a  nos  espoirs! 

Mon  amour  devant  toi  se  prosterne  et  t'admire, 
Et  s'exhale,  avec  la  vapeur  der  encensoirs, 
Dans  un  parfum  de  nard,  de  cinname  et  de  myrrhe. 

Imaginaos  un  enamorado  que  fuese  a  las  santas  basíU- 
cas  a  arrancar  los  mejores  adornos  para  decorar  con  ellos 
la  casa  de  su  querida.  Podría  citar  exquisitas  muestras 
de  este  volumen  admirable;  pero  sería  alargar  mucho 
estas  apuntaciones.  He  de  observar,  sí,  algo  de  su  poéti- 
ca. Hay  en  ella  mezcla  de  Decadencia  y  de  Parnaso.  Al- 
gunas veces  se  pregunta  uno:  ¿es  esto  Banville?  Prueba: 

139 


RUBÉN  DARÍO 

C'est  un  jardín  orné  pour  les  métamorphoses 
Oü  Benserade  apprend  ses  rondeaux  aux  Follets, 
üú  Puck  avec  Trilby,  prés  des  lacs  violets, 
Débitent  des  fadeurs,  en  adorables  poses. 

Y  el  "Menuet  d^automne"  es  un  espécirae  de  la  poética 
modernísima,  Pero  en  todo  se  reconoce  la  distinción,  la 
aristocracia  espiritual  y  la  magnífica  realeza  de  ese  **anar- 
quista". 

Cierto  es  que  es  éste  el  anverso  de  la  medalla:  la  faz 
del  inmortal  Apolo. 

En  el  reverso  nos  encontramos  con  una  cara  conocida, 
ancha  y  risueña,  con  la  cabeza  de  un  bonachón  y  picaro 
fraile  que  nos  saluda  con  estas  palabras:  "¡Buveurs  tres 
illustres,  et  vous,  verolés  tres  précieux...!"  Laurent  Tail- 
hade  ha  renovado  a  Rabelais  en  sus  escasamente  cono- 
cidas Lettres  de  mon  Ermitage.  Después,  su  risa  hiriente 
y  sonora  se  ha  derramado  en  una  profusión  de  baladas 
que  le  han  acarreado  un  sinnúmero  de  enemigos.  En  este 
terreno  es  una  especie  de  León  Bloy  rimador  y  jovial. 
Quisiera  citar  algún  fragmento  de  las  cartas  o  de  las  ba- 
ladas; ¿pero  cómo  serán  ellas  cuando  en  las  revistas  que 
se  han  publicado  se  ven  llenas  de  lagunas  y  de  puntos 
suspensivos?  Con  un  tono  antiguo  y  bufonesco,  burla  a 
sus  contemporáneos,  empleando  en  sus  estrofas  las  pala- 
bras más  brutales,  obscenas  o  escatológicas.  Sus  baladas 
son  el  polo  opuesto  de  sus  Vitraux.  Esas  baladas  se 
conocieron  en  las  noches  literarias  de  la  "Plume"  u  otras 
semejantes,  y  hoy  pueden  verse  en  un  elegante  volumen 
ilustrado  por  H.  Paul.  Nombres  de  escritores,  asuntos 
políticos  y  sociales,  son  el  tema.  Ya  despelleja  a  Peladan, 

...  C'est  Peladan-Tueur-de  Moaches... 
Quand  Peladan  coiffé  de  vermicelle..., 

ya  pone  en  berlina  a  Loti,  o  a  Bonnetain,  o  a  Barres,  o  a 
Jean  Morcas;  ya  la  emprende  con  el  senador  Bérenger, 
de  pudorosísima  memoria;  ya  toma  como  blanco  al  bur- 
gués y  alaba  la  terrible  locura  de  Ravachol  o  de  Vaillant. 
Allá  en  el  fondo  de  su  corazón  de  buen  poeta,  halla- 

140 


o 


R 


R 


O 


réis  honrada  nobleza,  valor,  bravura  y  un  tesoro  de  com- 
pasión para  el  caído.  Exactamente  lo  mismo  que  en  el 
fulminante  Bloy. 

Como  coferencista  ha  traído  un  escogido  público  a  la 
Büdiniére.  Su  figura  es  apropiada  a  ia  elocuencia,  y  sus 
gestos  son  bellos,  en  verdad. 

Hay  un  retrato  de  "Dom  Juniperien" — pseudónimo 
suyo  en  el  Mercure—,  que  le  representa  sentado  en  una 
vieja  silla  monástica,  vestido  con  su  hábito  religioso,  la 
capucha  caída.  La  frente  asciende  en  una  ebúrnea  calva 
imponente;  sobre  el  cuello  robusto  se  alza  la  cabeza  fir- 
me y  enérgica;  los  ojos  escrutadores  brillan  bajo  el  arco 
de  las  cejas;  la  nariz  recta  y  noble  se  asienta  sobre  un 
bigote  de  sportsman,  cuyas  guías  aguzadas  denuncian  la 
pomada  húngara.  De  las  obscuras  mangas  del  hábito  sa- 
len las  manos  blancas,  cuidadísimas,  finas,  regordetas, 
abaciales. 

Fué  uno  de  los  primeros  iniciadores  del  simbolismo, 
Vive  en  su  sueño.  Es  raro,  rarísimo.  ¡Un  poeta! 


Si 


141 


1!.! 


FRA  DOMENICO  CAVALCA 


»o  tengo  conocimiento  de  que  se  haya  tradu- 
cido a  nuestra  lengua  ningún  libro  del  "pri- 
mitivo" Fra  Domenico  Cavalca,  en  cuyas 
obras  en  prosa  y  en  verso  brilla  la  luz  senci- 
lla y  adorable,  la  expresión  milagrosa  de  las 
pinturas  de  un  Botticelli.  Al  menos,  Estel- 
rich,  que  es,  en  lo  moderno,  quien  mejor  se  ha  ocupado 
en  su  magnífica  Antología  de  las  traducciones  de  obras 
italianas  en  idioma  español,  no  cita  en  las  noticias  biblio- 
gráficas de  su  obra  el  nombre  del  fraile  Cavalca,  de  cuyas 
producciones  dice  Manni,  citado  por  Francisco  Costero, 
hablando  de  las  "Vite  scelte  dei  santi  padri",  que  son  me- 
recedoras de  todo  encomio,  "non  solamente  peí  fatto  di 
nostra  favella,  ma  exiandio  per  la  materia  stessa  di  eru- 
dizione,  di  buon  costume,  di  ottimi  esempli,  di  antichi  riti 
e  di  profonda,  sovrana  dottrina  fornita  e  ripiena".  Coste- 
ro le  coloca  en  el  rango  de  primer  prosista  de  su  tiempo, 
apoyado  en  Barretti  y  en  la  mayor  parte  de  los  críticos 
modernos. 

Si  la  pintura  "primitiva"  ha  dado  vuelo  a  la  inspiración 
de  los  prerrafaelistas,  la  poesía,  la  literatura  trecentista  y 

143 


RUBÉN  DARÍO 

cuatrocentista  resuena  también  en  el  laúd  de  Dante  Ga- 
briel Rosseti,  en  la  lira  de  Swinburne.  En  Francia  ha  ins- 
pirado a  más  de  un  poeta  de  las  escuelas  nuevas.  Ver- 
laine,  Morcas,  Vielli  Griffin — quien  con  su  Oso  y  su  Aba- 
desa ha  escrito  una  obra  maestra — ,  son  muestra  de  lo 
que  afirmo.  Ese  mismo  Laurent  Tailhade,  ese  mismo 
poeta  de  las  baladas  anárquicas,  ha  escrito  antes  sus  Vi- 
traux,  en  los  cuales  hallaréis  oro  y  azul  de  misal  viejo, 
sencillas  pinceladas  de  Fra  Angélico.  Hay  un  tesoro  in- 
menso de  poesía  en  la  gloriosa  y  pura  falange  de  los  mís- 
ticos antiguos. 

Cuando  en  nuestra  Bolsa  el  oro  se  cotiza  duramente, 
cuando  no  hay  día  en  que  no  tengamos  noticia  de  una  ex- 
plosión de  dinamita,  de  un  escándalo  financiero  o  de  un 
baldón  político,  bueno  será  volar  en  espíritu  a  los  tiem- 
pos pasados,  a  la  Edad  Media. 

Le  Moyen  Age  enorme  et  délicat... 

He  aquí  a  Cavalca,  dulce  y  santo  poeta  que  respiraba 
el  aroma  paradisíaco  del  milagro,  que  vivía  en  la  atmós- 
fera del  prodigio,  que  estaba  poseído  del  amor  y  de  la  fe 
en  su  Señor  y  rey  Cristo.  Antes  que  él,  Fra  Guittone 
d'Arezzo  pedía,  en  un  célebre  soneto  a  la  Virgen,  que  le 
defendiese  del  amor  terreno  y  le  infundiese  el  divino;  y 
el  inmenso  Dante,  en  medio  de  sus  agitaciones  de  comba- 
tiente, ascendía'  por  las  graderías  de  oro  da  sus  tercetos 
al  amor  divino,  conducido  por  el  amor  humano. 

Eran  los  antiguos  místicos  prodigiosos  de  virtud;  sus 
grandes  almas  parece  que  hubiesen  tenido  comunicación 
directa  con  lo  sobrenatural;  de  modo  que  el  milagro  es 
para  ellos  simple  y  verdadero,  como  la  eclosión  de  una 
rosa  o  el  amanecer  del  sol.  ¡Y  qué  artistas,  qué  ilumina- 
dores! En  la  tela  de  la  vida  de  un  anacoreta,  de  un  solita- 
rio, os  bordan  los  paisajes  más  ideales,  las  flores  más 
poéticamente  sencillas  que  podáis  imaginar.  La  caridad, 
la  fe,  la  esperanza,  iluminan,  perfuman,  animan  las  obras. 
Es  el  tiempo  del  imperio  de  Cristo.  Para  aquellos  cora- 
zones únicos,  para  aquellas  mentes  de  excepción,  la  cruz 

144 


L        O        S R        A         ROS 

se  agiganta  de  tal  manera  que  casi  llena  todo  el  cielo .  E 
Padre  mismo  y  la  Paloma  blanca  del  Espíritu  están  en  el 
resplandor  del  Hijo.  Y  la  Madre,  la  emperatriz  María, 
pone  con  su  sonrisa  una  aurora  eterna  en  la  maravilla  del 
Empíreo. 

La  hagiografía  fué  en  aquellos  siglos  ocupación  de  las 
mejores  almas.  Fra  Domenico,  si  dejó  escritos  religiosos 
y  teológicos  y  vulgarizó  más  de  una  obra  desconocida;  si 
fué  poeta  en  sus  serventesios  y  laúdes,  lo  que  le  ha  seña- 
lado un  puesto  único  en  la  literatura  mística  universal 
son  las  Vidas,  aunque  ellas  no  sean  originales,  sino  arre- 
glos y  versiones.  "Le  Vite  de  Santi  Padri  furono  scritte 
parte  de  San  Gerolamo,  parte  da  Evagrio  del  Ponto  e  da 
Sant'Atanasio,  e  Fra  Domenico  Cavalca  le  tradusse  del 
latino",  dice  Costero.  Pero  hay  tal  encanto,  tal  ingenua 
gracia  y  tal  animación  en  ese  italiano  antiguo;  es  tan  níti- 
do y  suave  el  estilo  de  Fra  Domenico,  que  la  obra  pasa  a 
ser  suya  propia.  No  conozco  las  otras  traducciones  suyas 
de  obras  diversas,  como  el  Pangilingiia  o  Suma  de  Vicios, 
de  Guillermo  de  Francia,  u  otras  de  que  habla  Costero: 
Un  diálogo  y  una  epístola  de  San  Gregorio,  las  Ammo- 
nizione  da  San  Jerónimo  a  Santa  Paula,  un  libro  de  Fra 
Simone  de  Cascia,  el  Libro  de  Ruth  y  Tratado  de  Virtu- 
des y  Vicios. 

La  musa  de  Cavalca,  dice  De  Sanctis,  es  el  amor.  Res- 
pira, en  efecto,  amor  todo  aquello  que  brota  de  su  pluma: 
el  absoluto  amor  de  Dios.  La  ternura  rebosa  en  la  vida 
de  Santa  Eugenia,  que  tanto  entusiasmó  a  escritora  como 
la  Franceschi  Ferrucci.  En  la  de  San  Pablo,  primer  ermi- 
taño, flota  un  ambiente  de  deliciosa  fantasía.  No  creo 
equivocarme  si  digo  que  Anatole  France  ha  leído  a  nues- 
tro autor  para  escribir  imitaciones  tan  preciosas  como  la 
Leyenda  y  Celestín,  de  su  Etui  de  nacre.  Las  creaciones 
del  paganismo  alternan  con  las  figuras  ascéticas.  Pinturas 
hay  de  Fra  Domenico  que  tienen  toda  la  libertad  de  la 
inocencia,  y  que  en  boca  de  un  autor  moderno  serían  de- 
masiado naturalistas.  En  la  vida  de  San  Pablo  es  donde 
se  cuenta  el  caso  de  aquel  mancebo  que,  tentado  para  pe- 
car por  una  "bellísima  meretriz",  sintiéndose  ya  próximo 
10  145 


RUBÉN  DARÍO 

a  faltar  a  la  pureza,  se  cortó  la  lengua  con  los  dientes  y 
la  arrojó  sangrienta  a  la  cara  de  la  tentadora. 

El  viaje  de  San  Antonio  en  busca  de  su  hermano  en 
Cristo,  Pablo,  que  habitaba  en  el  Yermo,  es  página  curio- 
sísima. 

Allí  es  donde  vemos  afirmada  la  existencia  real  de  los 
hipocentauros  y  de  los  faunos.  El  Santo  peregrino  en- 
cuentra a  su  paso  un  "mezzo  uomo  e  mezzo  cavallo"  que 
conversa  con  él  y  le  da  la  dirección  que  debe  seguir  para 
encontrar  al  eremita.  Luego  un  sátiro,  un  "uomo  piccolo, 
col  naso  ritorto  e  lungo,  e  con  corna  in  fronte,  e  piedi 
quasi  come  di  capra",  le  ofrece  dátiles  y  le  ruega  que  in- 
terceda por  él  y  sus  compañeros  con  el  nuevo  Dios,  con 
el  triunfante  Cristo. 

Para  Fra  Domenico,  que  era  un  digno  poeta,  la  exis- 
tencia de  esos  seres  fabulosos  es  cosa  indiscutible  e  indu- 
dable. Más  aún,  da  en  su  apoyo  citas  históricas.  "De  estas 
cosas — dice  — no  hay  que  dudar,  por  creerlas  increíbles  o 
vanas;  porque  en  tiempo  del  emperador  Constantino,  un 
semejante  hombre  vivo  fué  llevado  a  Alejandría,  y  des- 
pués, cuando  murió,  su  cuerpo  fué  conservado  («insala- 
to»)  para  que  el  calor  no  le  descompusiese,  y  llevado  a 
Antioquía,  al  emperador,  de  lo  cual  casi  todo  el  mundo 
puede  dar  testimonio." 

Pero  nada  como  la  odisea  de  los  monjes  Teófilo,  Ser- 
gio y  Elquino,  cuando  se  propusieron,  para  edificación 
de  la  gente,  narrar  y  escribir  las  admirables  cosas  que 
Dios  les  había  he^^ho  ver,  en  su  viaje  en  busca  del  Paraíso 
terrenal.  Esto  se  ve  en  la  vida  de  San  Macario.  Habiendo 
renunciado  al  siglo,  entraron  a  un  monasterio  de  Meso- 
potamia  de  Siria,  del  cual  era  abad  y  rector  Asclepione. 
El  monasterio  estaba  situado  entre  el  Eufrates  y  el  Tigris. 
Teófilo  un  día,  en  medio  de  una  mística  conversación, 
propuso  a  sus  dos  nombrados  hermanos  en  Cristo  ir  en 
peregrinación  por  el  mundo,  "hasta  llegar  al  lugar  en  que 
se  junta  el  cielo  con  la  tierra".  Partieron  todos  juntos,  y 
la  primera  ciudad  que  encontraron  después  de  muchos 
días  de  caminar  fué  Jerusalén,  en  donde  adoraron  la  santa 
cruz  y  visitaron  los  lugares  santos.  Estuvieron  en  Belén 

146 


L O         S RAROS 

y  en  el  monte  de  los  Olivos.  Después  se  dirigieron  a 
Persia,  el  cual  imperio  recorrieron .  Luego  van  a  la  India, 
y  empiezan  para  ellos  los  encuentros  raros,  los  peligros 
y  las  cosas  extranaturales.  Les  rodean  tres  mil  etíopes, 
en  una  casa  deshabitada  en  la  cual  habían  entrado  a  orar; 
les  cercan  de  fuego,  para  quemarles  vivos;  oran  ellos  a 
Cristo;  Cristo  les  salva;  les  encierran  para  darles  muerte 
de  hambre;  Dios  les  saca  libres  y  sanos.  Pasan  por  mon- 
tes obscuros,  llenos  de  víboras  y  fieras.  Caminan  días 
enteros  y  pierden  el  rumbo.  Un  bellísimo  ciervo  llega  de 
pronto  y  les  sirve  de  guía.  Vuelven  a  encontrarse  solos, 
en  un  lugar  lleno  de  tinieblas  y  de  espantos:  una  paloma 
se  les  aparece  y  les  conduce.  Encuentran  una  tabla  de 
mármol  con  una  inscripción  referente  a  Alejandro  y  a 
Darío.  En  la  cual  tabla  miran  escrita  la  dirección  nueva 
que  deben  tomar.  Cuarenta  días  más  de  peregrinación  y 
caen  rendidos  de  cansancio.  Llaman  a  Dios,  y  adquieren 
nuevas  fuerzas.  Se  levantan  y  ven  un  grandísimo  lago 
lleno  de  serpientes  que  parecían  arrojar  fuego,  "y  oímos 
voces,  dice  la  narración,  salir  estridentes  de  aquel  lago, 
como  de  innumerables  pueblos  que  gimiesen  y  aullasen". 
Una  voz  del  cielo  les  dijo  que  allí  estaban  los  que  nega- 
ron a  Cristo. 

Hallaron  después  a  un  hombre  inmenso — una  especie 
de  Prometeo  — encadenado  a  dos  montes,  y  martirizado 
por  el  fuego.  Su  clamor  doloroso  "s'udiva  bene  quaranta 
miglia  alia  lunga..."  Después,  en  un  lugar  profundísimo 
y  horrible  y  rocalloso  y  áspero — los  adjetivos  son  del 
original  —vieron  una  fea  mujer  desnuda  a  la  cual  apreta- 
ba un  enormx  dragón,  y  le  mordía  la  lengua.  Más  ade- 
lante encuentran  árboles  semejantes  a  las  higueras,  llenos 
de  pájaros  que  tenían  voz  humana  y  pedían  perdón  a 
Dios  por  sus  pecados.  Quisieron  nuestros  monjes  saber 
qué  era  aquello,  mas  una  voz  celeste  ¡es  reprendió:  "Non 
ci  conviene  a  voi  conoscere  ii  segreti  giudici  di  Dio; 
ándate  alia  via  vostra."  Con  esta  franca  indicación  los  bue- 
nos religiosos  prosiguieron  su  camino.  Hallan  en  seguida 
cuatro  ancianos,  hermosos  y  venerables,  con  coronas  de 
oro  y  gemas,  palmas  de  oro  en  las  manos;  ante  ellos, 

147 


R^     U      B      E      N  DARÍO 

fuego  y  espadas  agudas.  Temblaron  los  peregrinos;  pero 
fueron  confortados:  "Seguid  vuestro  camino  seguramente, 
que  nosotros  estaremos  en  este  lugar,  por  Dios,  hasta  el 
día  del  juicio." 

Anduvieren  cuarenta  días  más,  sin  comer.  Después 
viene  la  pintura  de  una  visión  semejante  a  las  visiones 
de  los  fuertes  profetas — Ezequiel,  Isaías — ,  pero  en  un 
lenguaje  dulce  y  claro,  de  una  transparencia  cristalina. 
No  es  posible  dar  traducidas  las  excelencias  originales. 
Dicen  que,  en  su  camino,  escucharon  como  cantar  la  voz 
de  un  pueblo  innumerable;  y  sintieron  al  mismo  tiempo 
perfumes  suavísimos,  y  una  dulzura  en  el  paladar  como 
de  miel. 

Gozaban  todos  los  sentidos  santamente.  Como  en  la 
bruma  de  un  ensueño,  vieron  un  templo  de  cristal,  y  un 
altar  en  medio,  del  cual  brotaba  una  agua  blanca  como  la 
leche,  y  alrededor  hombres  de  aspecto  santísimo  que 
cantaban  un  canto  celestial  con  admirable  melodía.  El 
templo,  en  su  parte  del  Mediodía,  parecía  de  piedras 
preciosas;  en  su  parte  austral  era  color  de  sangre;  en  la 
del  Occidente,  blanco  como  la  nieve.  Arriba  estrellas,  más 
radiantes  que  las  que  vemos  en  el  cielo: — sol,  árboles, 
frutas  y  flores  y  pájaros  mejores  que  los  nuestros;  y  este 
precioso  detalle:  "la  térra  medesima  e  dall'  uno  lato  bian- 
ca  come  nevé  e  dall'  altro  rosa."  No  concluyen  aquí  las 
maravillas  encontradas  por  estos  divinos  Marco  Polos. 
Después  de  verse  frente  a  frente  con  una  tribu  extrañí- 
sima— a  la  cual  ponen  en  fuga  de  muy  curiosa  manera, 
gritando — ,  Dios  calma  sus  hambres  y  sedes  con  hierbas 
que  brotan  de  la  tierra  como  cayó  el  maná  bíblico  del  cielo. 

Todo  cubierto  de  cabellos  blancos,  "come  Tuccello 
delle  penne",  aparece  ante  ellos  el  ermitaño  San  Macario. 
Si  la  blancura  de  sus  cabellos  ha  sido  comparada  con  la 
de  la  nieve,  no  obsta  para  compararla  con  la  de  la  leche. 
El  retrato  del  solitario:  "Su  faz  parecía  faz  de  ángel;  y 
por  la  mucha  vejez  casi  no  se  veían  los  cjos.  Las  uñas 
de  los  pies  y  de  las  manos  cubrían  todo  el  cuerpo;  su  voz 
era  tan  sutil  y  poca  que  apenas  se  oía,  ia  piel  del  rostro 
casi  como  una  piel  seca". 

148 


LOS  R        AROS 

Así  León  Bloy  dibujaría  una  de  sus  viñetas  arcaicas,  a 
imitación  de  los  viejos  maestros  alemanes.  Macario  con- 
versa con  los  peregrinos,  después  de  reconocer  en  ellos 
a  hijos  y  ministros  de  Dios,  y  les  aconseja  no  proseguir 
en  su  intento  de  llegar  al  Paraíso. 

El  mismo  ha  querido  hacer  el  viaje:  lo  ha  hecho:  ¡está 
tan  cerca  aquel  lugar  de  delicias  donde  vivieron  Adán  y 
Eva!  veinte  millas,  no  más.  Pero  allá  está  el  querubín  con 
una  espada  de  fuego  en  la  mano,  para  guardar  el  árbol 
de  la  vida:  sus  pies  parecen  de  hombre,  su  pecho  de  león, 
sus  manos  de  cristal.  Macario  recomienda  sus  huéspedes 
a  sus  dos  leones:  "Hijitos  míos,  esos  hermanos  vienen 
del  siglo  a  nosotros:  cuidado  con  hacerles  ningún  mal." 
Cenaron  raíces  y  agua;  durmieron.  Al  siguiente  día  rue- 
gan a  Macario  que  les  narre  su  vida.  Nuevos  y  mayores 
prodigios. 

Macario,  nacido  en  Roma,  cuenta  cómo  dejó  el  lecho 
de  sus  nupcias,  la  propia  noche  de  bodas,  para  consa- 
grarse al  servicio  de  Cristo. 

Guías  sobrenaturales,  milagrosos  senderos,  hallazgos 
portentosos;  todo  eso  hay  en  la  vida  del  anciano.  Tam- 
bién él,  perdido  en  el  monte,  tuvo  por  compañero  a  un 
onagro  maravilloso,  después  de  ser  conducido  por  el  ar- 
cángel Rafael;  muéstrale  el  sendero  que  debe  seguir 
luego  un  ciervo  desmesurado;  frente  a  frente  con  un  dra- 
gón, el  dragón  le  llama  por  su  nombre  y  le  conduce  a  su 
vez,  mas  ya  transformado  en  un  bellísimo  joven.  Halló 
una  gruta  y  en  ella  dos  leones,  que  desde  entonces  fueron 
sus  compañeros.  Esos  dos  leones  escoltaron  como  pajes, 
un  buen  trecho,  a  los  peregrinos,  cuando  se  despidieron 
del  santo  eremita. 

Al  tratar  de  los  demonios  y  sus  costumbres,  en  las 
"Vidas",  Fra  Domenico  es  copioso  en  detalles.  Deben 
haber  consultado  sus  obras  los  Bcdin,  Corres,  Sinistrari, 
Lannes,  Sprenger,  Remigius,  Del  Río,  para  escribir  sus 
tratados  demonológicos.  En  la  vida  de  San  Antonio  Abad 
toma  el  Bajísimo  formas  diversas:  ya  es  una  mujer  bellí- 
sima y  provocativa;  o  un  mozo  horrible;  o  surge  el  diablo 
en  forma  de  serpiente;  y  fieras,  leones  fantásticos,  toros, 

149 


R      U      B      E      N  DARÍO 

lobos,  basiliscos,  escorpiones,  leopardos  y  osos,  que 
amenazan  al  solitario  en  una  algarabía  infernal.  Después, 
en  otro  capítulo,  explícase  cómo  los  demonios  pueden 
venir  en  forma  de  ángeles  luminosos,  y  parecer  espíritus 
buenos.  San  Antonio  cuenta  de  cuántas  maneras  se  le 
aparecieren:  en  forma  de  caballeros  armados,  o  de  fieras 
o  monstruos;  de  un  gigante  y  de  un  santo  monje.  San 
Hilarión  les  oye  llorar  como  niños,  mugir  como' bueyes, 
gemir  como  mujeres,  rugir  como  leones.  San  Abraham 
mira  a  Lucifer  en  su  celda  en  medio  de  una  maravillosa 
luz,  o  en  forma  de  hombre  furioso,  de  niño,  de  una  agre- 
.siva  multitud.  A  San  Macario  le  tienta  en  figura  de  pre- 
ciosa doncella,  ricamente  vestida.  A  San  Patricio  le  arro- 
ja a  un  fuego  demoníaco,  del  cual  se  libra  por  la  oración. 
Pero  casi  siem.pre  es  en  forma  de  mujer,  o  por  medio  de 
la  mujer,  que  Satán  incita,  pues  según  dice  con  justicia 
Bodin:  "Satán  par  le  moyen  des  femmes,  attire  les  hom- 
mes  a  sa  cordelle."  Y  es  probado. 

Lo  que  se  presenta  con  especial  y  primitiva  gracia  en 
las  Vite,  son  las  adorables  figuras  de  las  santas.  Semejan 
imágenes  de  altar  bizantino,  de  vidrieras  medioevales;  la 
virgen  Eufrasia;  Eugenia,  mártir;  Eufrosina,  que  vivió 
en  un  monasterio  con  hábito  masculino,  como  murió  Pa- 
lagia;  María  Egipcíaca,  dulce  pecadora  que  va  a  Dios  y 
resplandece  como  una  estrella  en  el  cielo  de  la  santidad; 
Reparada,  que  cambia  en  agua  fría  el  plomo  derretido  y 
entra  al  horno  ardiente  y  sale  intacta. 

Al  acabar  de  leer  la  obra  de  Fra  Doraenico  Cavalca, 
siéntese  la  impresión  de  una  blanda  brisa  llena  de  aro- 
mas paradisíacos  y  refrescantes.  Hay  algo  de  infantil  que 
deleita  y  pone  en  los  labios  a  veces  una  suave  sonrisa. 

Todas  las  literaturas  europeas  tienen  esta  clase  de  es- 
critores— hagiógrafos  o  poetas — ,  por  desgracia  hoy  de- 
masiado olvidados  e  ignorados.  Raro  es  un  Rémy  de 
Gourmont  que  resucite  y  ponga  en  maravilloso  marco  las 
bellezas  del  latín  místico  de  la  Edad  Media,  por  ejemplo. 
No  soii  muchos — no  digo  entre  nosotros,  eso  es  claro — 
los  que  conocen  joyeles  como  las  Secuencias  de  Santa 
Hildegarda,  y  otros  tesoros  de  poesía  mística  antigua. 

150 


o 


R 


R 


O 


Alemania  posee  el  Balaam  y  Josapliat,  el  cántico  de 
San  Hannon,  etc.  Tieck  intentó  que  la  poesía  alemana  de 
su  tiempo  se  abrevase  en  las  límpidas  aguas  de  Wacken- 
roder  y  otros  autores  de  su  tiempo.  Fué  un  precursor  de 
Dante  Gabriel  Rossetti,  del  prerrafaelismo;  y  sufrió  por 
sus  intentos  más  de  una  picadura  de  las  abejas  de  Heine. 


151 


i 


EDUARDO  DUBUS 


os  violines  también  se  callan,  los  violines 
que  tocaban  tan  vigorosamente  para  la  dan- 
za, para  la  danza  de  las  pasiones;  los  violi- 
nes se  callan  también.  Estas  palabras  de  la 
Angélica  de  Heine,  escucháis  al  entrar  al 
parque  solitario  en  donde  la  fiesta  tuvo 
sus  luces  y  sus  cantos. 

Eduardo  Dubus  es  un  raro  poeta,  poeta  que  enguir- 
nalda con  rosas  marchitas  el  simulacro  de  la  Melancolía. 
Vamos  allá,  al  recinto  abandonado...  Ya  pasó  la  hora 
de  la  partida;  ya  las  barcas  van  lejos;  ya  las  marquesas, 
los  caballeros  galantes,  los  abates  rosados  van  lejos.  Ca- 
llaron los  violines  y  partieron,  con  su  dulce  alma  harmo- 
niosa...  Los  violines,  silenciosos,  van  ya  lejos... 

En  mes  réves,  oú  regne  une  Magicienne, 
Cent  violons  mignons,  d'unegráce  ancienne, 
Vétus  de  bleu,  de  rose,  et  de  noir  plus  souvent, 
Viennent  jouer  parfois,  on  dirait  pour  le  vent, 
Des  musiques  de  la  couleur  de  leur  coutume, 
Mais  oü  pleurent  de  folies  notes  d'amertume. 
Que  la  Fée,  une  fleur  aux  lévres,  sans  émoi, 

153 


R      U      B      E      N  DARÍO 

Ecoute  longuement  se  prolonger  en  moi, 
El  dont  je  garde  souvenir,  pour  lui  complaire, 
Et  maint  joyau  voilé  d'ombre  crépusculaire, 
Qu'orfévre  symbolique  et  pieuse  sortis 
A  sa  gloire, 

Quand  les  violons  sont  partís. 

Si  vuestra  alma  pone  el  oído  atento  en  las  fiestas  de 
ensueños  del  poeta,  oiréis  los  maravillosos  sones  de  los 
violines:  los  azul  ;s  cantan  la  melodía  de  las  dichas  soña- 
das, los  alcázares  de  ilusión,  las  babilonias  de  pálido  oro 
que  vemos  a  través  de  las  brumas  de  los  vagos  anhelos; 
los  rosados  dicen  las  albas  de  las  adolescencias,  la  luz 
adorable  del  orto  del  amor,  la  primera  sutil  y  encantada 
niciación  del  beso,  las  palomas,  las  liras;  los  negros,  ¡oh 
los  negros!,  son  los  reveladores  de  las  tristezas,  los  que 
plañen  los  desengaños,  los  que  sollozan  líricos  de  profun- 
dis,  los  que  riman  la  historia  de  los  adioses,  en  una  en- 
ternecedora  lengua  crepuscular.  Todos  ellos  mezclan  a 
sus  sones  divinos  la  nota  melancólica;  todos  a  su  "gracia 
antigua"  agregan  como  una  visión  de  desesperanza;  así 
escucha  el  Hada,  una  flor  en  los  labios... 

La  aparición  de  Ella  es  semejante  a  una  de  las  delicio- 
sas visiones  de  Gachons,  ese  discípulo  prestigioso  de 
Grasset,  rosa  suave,  violeta  suave,  un  poniente  melancó- 
lico; la  Mujer  suige  intangible;  no  es  la  Mujer,  es  la  Apa- 
riencia; sus  ojos  son  adoradores  de  los  sueños,  enemigos 
de  las  fuertes  y  furiosas  luces;  aman  las  neblinas  fantás- 
ticas; buscan  las  lejanías  en  donde  crece  el  sublime  lirio 
de  lo  Imposible.  Luego  la  contemplamos  en  un  jardín 
hesperidino: 

Parmi  les  fleurs  pales,  aux  senteurs  ingénues, 
Qui  n'ont  jamáis  vibré  sous  les  soleils  torrides, 
Elle  va  le  regard  éperdu  vers  les  núes. 

Son  ame,  une  eau  limpide  et  calme  de  fontaine: 
Sous  le  grand  nonchaloir  des  ramures  fúnebres, 
Reíléte  indolement  la  réverie  hautaine 
Des  lis  épanouis  dans  les  demi  ténébres. 

154 


o         S RAROS 

Une  angélique  Main,  qui  lui  montre  la  Voie, 
Seuie  dans  sa  pensée  eut  la  gloire  d'écrire, 
Et  le  ciel,  d'une  paix  divine,  lui  renvoie 
L'écho  perpétuel  de  son  chaste  sourire... 

Es  una  misteriosa  y  pura  figura  de  primitivo:  su  paso 
es  casi  un  imperceptible  vuelo;  su  delicadeza  virginal  tie- 
ne el  resplandor  albísimo  de  una  celeste  nieve...  Etcétera... 

Y  así  podría  seguir,  violineando  poema  en  prosa,  para 
encanto  de  los  snobs  de  nuestra  América,  ¡que  también 
los  tenemos!,  si  no  debiese  presentar  como  se  lo  merece, 
en  la  serie  de  los  Raros,  a  este  poeta  Dubus,  que  es  cier- 
tamente admirable,  y  en  el  mismo  París,  como  no  sea  en 
ciertos  cenáculos  literarios,  muy  escasamente  conocido. 

León  Deschamps  compara  la  cara  de  Dubus  a  "la  más- 
cara de  Baudelaire  joven",  lo  cual  quiere  decir  que  era 
de  un  hermoso  tipo,  si  recordáis  la  impresión  de  Gautier; 
era  joven  y  vigoroso,  "un  grand  enfant  réveur,  pervers 
pas  mal  et  fantasque  joliment".  Del  retratito  pintado  con 
humor  y  cariño  por  su  amigo  el  jefe  de  La  Plume,  se  ve 
que  había  en  el  lírico  envainado  un  fantasista,  y  en  el  so- 
ñador un  terrible,  que  quería  a  toda  costa  espantar  a  los 
burgueses.  No  hay  que  olvidar  que  los  peores  enemigos 
de  las  "gentes"  se  han  hallado  siempre  entre  los  hom- 
bres jóvenes  y  cabelludos  que  besan  mejor  que  nadie  las 
mejillas,  muerden  las  uvas  a  plenos  dientes  y  acarician  a 
las  musas  como  a  celestiales  amadas  y  ardientes  queri- 
das. Era  así  Dubus. 

No  se  adivinaría  tras  su  faz  al  melancólico  que  deslíe 
los  pálidos  colores  de  sus  ensueños  en  los  versos  exqui- 
sitos que  rimaba,  cuando  los  violines  habían  ya  partido... 

Quería  tener  fama  en  "Francisco  1",  en  el  "Vachette", 
en  todo  el  barrio,  de  ser  morfinómano,  y  no  había  visto 
nunca,  dicen  sus  íntimos,  una  Pravaz;  de  ser  pornógrafo, 
y  era  casto,  tan  casto  en  sus  versos,  como  un  lirio  de  poe- 
sía; de  mal  "sujeto",  y  era  un  excelente  muchacho.  Su 
Maga  le  protegía;  su  Maga  le  enseñaba  la  más  dulce  ma- 
gia; su  Maga  le  enseñaba  los  melodiosos  versos,  las  mú- 
sicas de  sus  enigmáticos  violines... 

155 


R V      B      E      N  DARÍO 

Henri  Degrou  —  otro  perfecto  desconocido — nos  ha 
contado  de  él  cómo  apenas  tenía  diez  años  de  vida  artís- 
tica; que  comenzó  en  el  «Scapin»  de  Vallette  con  Denise, 
Samain,  Dumur,  Stuart  Merril;  que  luego  juntando  dos 
cosas  horriblemente  antagónicas,  poesía  y  política,  fué 
conferencista  revolucionario  en  la  sala  Jussieu;  y  se  batió 
en  duelo;  periodista  clamoroso  y  aullante  en  el  Cri  du 
Peuphy  en  la  feune  Republique  y  en  la  escandalosa  Cocar- 
de  de  boulangística  memoria;  poeta  en  el  Chat  Noir,  con 
Tinchant  y  Cross,  y  compañero  constante  de  la  parvada 
mantenedora  de  las  «revistas  jóvenes»,  entre  las  cuales 
brotaron  dos  que  hoy  son  lujo  intelectual  del  alma  nueva 
de  Francia,  y  a  las  que  no  nombro  por  ser  muy  conocidas 
de  los  «nuevos». 

Hízose  luego  Dubus  pontífice  o  cosa  así  de  una  de  esas 
religiones  de  moda  más  o  menos  indias  o  egipcias;  bu- 
dista, kabalista,  o  lo  que  fuese,  lo  que  buscaba  su  espí- 
ritu era  huir  de  la  banalidad  ambiente,  hallar  algo  en  que 
refugiarse,  sediento  de  ensueños  y  de  fábulas,  enemigo 
del  bulevar,  de  Coquelin  y  de  la  Revue  de  Deux  Mondes, 
uno  de  tantos  «des  Esseintes»,  en  fin. 

Cuando  la  publicación  de  su  libro-bijoU;  Quand  les  vio- 
lons  son  pariis — libro  especial,  defendido  de  los  hipopó- 
tamos callejeros  porque  era  de  subscripción  y  no  se  ven- 
día en  las  librerías — ,  los  pocos,  los  que  le  comprendie- 
ron, le  saludaron  como  a  uno  de  los  más  ricos  y  brillantes 
poetas  de  la  nueva  generación. 

Ni  descoyuntó  el  verso  francés,  ¡y  era  revolucionario  y 
simbolista!;  ni  mimó  a  Mallarmé,  ¡y  era  decadente...!;  ni 
ostentó  la  escuadra  de  plata  y  la  cuchara  de  oro  de  los 
impecables  albañiles  del  Parnaso,  ¡y  era  parnasiano!  Lo 
único  que  le  denunciaba  su  filiación  era  un  cierto  perfu- 
me de  Baudelaire;  pero  un  Baudelaire  tan  sereno  y  me- 
lancólico... 

Al  comenzar  vimos  cómo  era  el  alma  del  poeta,  es  de- 
cir, la  mujer,  la  inspiración.  Simboliza  Dubus  en  ella  a  la 
reina  de  un  soñado  país  que  se  desvanece,  de  un  reino 
hechizado  que  se  borra,  que  se  esfuma: 

156 


os  RAROS 


Elle  pairait  ainsi  bien  Eeine  pour  ees  temps 
Enveloppés  de  leur  linceul  de  décadence, 
Oü  tant  de  joie  est  travestie  de  Mort  qui  danse, 
Et  l'Amour  en  vieillard,  dont  les  doigts  mécontents, 
Brodent,  sans  foi,  sur  une  trame  de  mensonge 
Des  griffons  prisonniers  dans  des  palais  de  songe. 

En  ella,  como  en  un  altar,  se  verifican  todos  los  sacrifi- 
cios, se  queman  todos  los  inciensos.  Se  miran,  como  a 
través  de  una  gasa  diamantina,  o  más  bien,  de  clara  luz 
lunar,  los  jardines  de  su  vida,  su  primavera,  en  un  estre- 
mecimiento de  oro;  o  es  ya  su  perfil,  el  perfil  de  una  em- 
peratriz bizantina — algo  como  la  Ana  Commeno  que 
pinta  Paul  Adam — ,  sus  deseos  y  sus  ensueños,  bajeles- 
cisnes  que  parten  a  desconocidos  países  de  amor,  en 
busca  de  nuevos  ardores,  de  nuevos  fuegos;  y  mirad  la 
transformación:  cómo  la  mujer  intangible  marchita  ahora 
con  sólo  su  aliento  las  corolas  frescas;  cómo  estremece 
de  asombrado  espanto  los  blancores  liliales  con  sólo  la 
visión  de  sus  crueles  e  imperiales  labios  de  púrpura,  la 
roja  violadora  de  lises. 

La  segunda  parte  del  libro  está  precedida  de  un  son  de 
siringa  de  Verlaine: 

Coeurs  tendres,  mais  affranchis  du  serment. 

En  toda  obra  de  poeta  joven  actual  se  ve  necesaria- 
mente pasar  la  sombra  del  Caprípede. 

Es  el  que  ha  enseñado  el  secreto  de  las  vagas  melodías 
sugestivas,  de  aquellas  palabras 

si  specieux,  tout  has, 

que  hacen  que  nuestro  corazón  «tiemble  y  se  extrañe... > 
primero  con  la  proclamación  del  imperio  musical — de  la 
<musique  avant  toute  chose» — y  las  maravillas  del  matiz, 
en  una  poética  encantadora  y  sabia,  después  con  la  sa- 
pientísima gracia  de  una  sencillez  más  difícil  que  todas 
las  manifestaciones  que  parecieron  al  principio  tan  abs- 
trusas. 

157 


RUBÉN  DARÍO 

Dubus  canta  su  romanza  teniendo  la  visión  de  aquel 
parque  verleniano  en  que  iban  las  bellas,  prendidas  del 
brazo  de  los  jóvenes  amantes,  soñadoras;  y  en  donde  los 
tacones  luchaban  con  las  faldas... 

J'aimerais  bien  vous  égarer  un  soir 
Au  fond  du  pare  desert,  dans  une  allée 
Impenetrable  á  la  nuit  etoilée: 
J'aimerais  bien  vous  égarer  un  soir. 

Je  ne  verrais  que  vos  longs  yeux  féeriques 
Et  nous  vivons  lévres  closes,  révant 
A  la  chanson  languisante  du  vent; 
Je  ne  verrais  que  vos  longs  yeux  féeriques. 

Luego  las  pequeñas  cosas  divinas  del  amor,  en  medio 
de  los  perfumes  del  gran  bosque  misterioso,  las  dos  almas 
olvidadas  de  la  tierra;  vuelos  de  mariposa,  sombras 
propicias... 

Quelle  serait  la  fin  de  ¡'aventure? 
Un  madrigal  accueilli  d'airs  moqueurs? 
Nous  fumes  tant  les  dupes  de  nos  cceurs? 
Quelle  serai  la  fin  de  l'aventure? 

Abates  de  corte,  marquesas,  ecos  de  las  Fiestas  galan- 
tes. Como  en  éstas,  la  expresión  de  un  indecii  le  «regret», 
y  el  refugio  de  la  desolación  en  el  ensueño. 

En  ritmos  de  Malasia  continúan  las  lentas  y  vagorosas 
prosas  de  las  ilusiones  fugitivas,  de  las  "reverles"  cre- 
pusculares, de  las  laxitudes  que  dejan  los  apasionados 
besos  idos;  se  oyen  en  el  "pantum"  como  las  quejas  de 
un  viejo  clavicordio  que  hubiese  sido  testigo  de  las  horas 
de  pasión,  en  la  primavera  en  que  florecieron  las  ilusio- 
nes, y  que  hoy  rememora  ¡tan  tristemente!  las  albas  amo- 
rosas que  pasaron.  ¿Hay  algo  más  melancólico  que  el 
rostro  de  viuda  de  esa  musa  entristecida  que  tiene  por 
nombre  Antes? 

En  Les  Jeux  fermés  las  reminiscencias  de  Verlaine  apa- 
recen más  claras  que  en  ninguna.  Si  me  favoreciese  la 

158 


LOS  R        ARO        S 

memoria,  recordaiía  el  pasaje  original  del  maestro.  Pero 
los  pocos  lectores  para  quienes  escribo  estas  líneas  po- 
drán hacer  la  confrontación: 


Toute  blanche,  comme  une  aubepine  fleurie, 
Voici  la  Belle-au-bois-dormant:  on  la  marie, 
Ce  soir,  au  bien-aimé  qu'elle  atendit  cent  ans. 

Cendrillon  passe  au  bras  de  l'Adroite-Princesse... 
Et  les  songas  épars  des  contes,  vont  sans  cesse 
Souriant  aux  petits  enfants  jusqu'au  reveil. 

La  parte  siguiente  la  preside  Mallarmé;  un  Mallarmé 
que  viene  desde  las  lejanías  del  Eclesiastés: 

La  chair  est  triste,  hela?!  et  j'ai  lu  touts  les  livres! 

¿Los  violines,  los  dos  violines  de  la  cuadrilla,  lloran 
o  ríen?  Es  el  fin  del  baile.  La  respuesta  quizá  la  encon- 
traríamos en  La  Nuit  perdue,  bajo  los  tilos  radiosos  de 
girándulas,  en  donde  la  orquesta  da  al  aire  alegres  y 
frivolos  m.otivos. 

Aquel  mismo  parque,  lleno  de  adorables  visiones  y  de 
ruidos  de  músicas  suaves  y  de  besos,  es  el  lugar  de  la 
nueva  escena.  Al  claro  de  la  luna  se  inicia  un  amorío 
deleitoso  y  loco.  Pero  el  éxtasis  es  rápido.  No  quedará 
muy  en  breve  sino  la  lánguida  atonía  del  recuerdo. 

Le  Mcnsonge  d^  Automne  está  escrita  con  la  manera  sun- 
tuosa y  hermética  de  Mallarmé:  apenas  entrevistas  apa- 
riencias, enigmáticas  evocaciones,  músicas  sutiles  y  pe- 
netrantes, despertadoras  de  sensaciones  que  un  momento 
antes  ignoraba  uno  dentro  de  sí  mismo. 

Aurora.  Ha  pasado  la  noche  de  la  fiesta.  "El  oro  rosa- 
do de  la  aurora  incendia  los  «vitraux»  del  palacio  en 
donde  se  danza  una  lenta  pavana  desfalleciente,  a  los 
perfumes  enervantes  del  aire  puro." 

Un  detalle: 

L'éclat  falot  de  la  bougie  agonise 
A  l'infini,  dans  les  glaces  de  Venise. 

159 


R      U      B      EN  DAR I O 

¿Habéis  visto  un  final  de  fiesta  cuando  el  alba  empieza 
y  la  luz  del  sol  va  inundando  el  salón  iluminado  por  las 
arañas  y  los  candelabros?  Los  rostros  cansados,  las  oje- 
ras, las  fatigas  del  cuerpo  y  una  vaga  fatiga  del  alma. 


La  musique  a  des  sons  bien  étranges; 
On  dirait  un  remords  qui  perore. 

Mourants  ou  morts  deja  les  sourires  rniévres, 
Les  madrigaux  sont  morts  sur  tous  les  lévres. 


Dans  la  salle  de  bal  nue  et  vide 
Reste  seul  un  bouquet  qui  se  fane, 
Pour  mourir  du  méme  jour  livide 
Que  respoir  des  danseurs  de  pavana. 

L'éclat  falot  de  la  bougie  agonise 
A  I'inflni,  dans  les  glaces  de  Venise... 

Después,  una  canción  jovial,  cuyo  final  nos  llevará  al 
ineludible  páramo  de  los  desengaños;  una  "feerie" — para 
Rachilde — que  sería  maravillosamente  a  propósito  para 
ser  interpretada  por  Odilon  Radon. 

Y  en  los  "bailes"  son  las  alegres  danzantes,  las  ama- 
das, las  adoradas — ¡ah,  crueles  gatas  nietzschianas! — las 
alegres  danzantes  que  danzan  al  son  de  los  violines  y  de 
las  flautas. 

Entre  aromas  y  sonrisas  y  músicas,  helas  allí  del  bra- 
zo de  los  caballeros,  de  los  pobres  enamorados  caba- 
lleros. 

— Bellas  nuestras,  ¿queréis  colocar  en  el  lugar  de  las 
rosas,  sobre  vuestro  corazón,  los  corazones  nuestros? 

¡Ah!  ellas  dicen  que  sí,  toman  los  corazones,  se  los 
prenden  al  corpino  y  ríen.  Los  pobres  caballeros  partirán 
y  han  de  ver  cómo  las  bellas  danzan  en  la  sala  del  baile, 
y  cómo  se  desprenden  los  corazones  de  los  corpinos,  y 
cómo  ellas  siguen  danzando, 


...  et  leurs  petits  souliers 
Glissent  óclaboussés  de  gouttes  purpurines. 


160 


LOS RAROS 

Otra  noche  de  fiesta.  Los  pájaros  azules  han  volado 
desde  el  amanecer  del  día;  pero  vuelven  como  heridos, 
con  un  incierto  vuelo.  Las  rosas  del  camino  están  más 
pálidas  y  son  más  raras  que  nunca.  Las  flores  están  de- 
soladas bajo  un  cielo  ahogador.  Casi  concluye  esta  parte 
con  una  sensación  de  pesadilla. 

Ciertamente,  el  poeta  sabía  ya  cómo  la  carne  es  triste; 
y  había  leído  todos  los  libros... 

En  la  otra  parte,  cuyo  epígrafe  es  este  verso  de  Gerard 
de  Nerval: 

Crains  dans  le  mur  un  regard  qui  t'epie, 

es  una  sucesión  de  cuadros  fpstuosos,  en  donde  predo- 
mina siempre  la  bruma  de  una  tristeza  irremediable.  Es 
el  reino  del  desencanto. 

Así  en  un  soneto  invernal,  como  en  el  "pantim"  del 
Fuego,  dedicado  a  Saint  Pol  Roux,  El  Ma^nifiro;  como 
en  el  palacio  monumental  que  alza  en  una  Babilonia  de 
ensueño;  como  en  la  canción  ""para  la  que  llegó  demasia- 
do tarde";  como  en  Epaves,  donde  los  galeones  cargados 
de  esperanzas  se  hunden  en  un  océano  de  olvido  antes 
de  llegar  a  la  España  soñada;  como  en  el  jardín  muerto, 
un  jardín  a  lo  Poe,  en  donde  reina  la  Desolación. 

La  parte  siguiente  presídenia  dos  corifeos  de  la  Deca- 
dencia (¡habrá  que  llamarla  asilj:  Villiers  de  l'Isle  Adam 
y  Charles  Morice. 

El  Eterno  Femenino  alza  al  cielo  un  cáliz  enguirnalda- 
do de  locas  flores  de  voluptuosidad: 

La  haute  coupe,  d'un  metal  diamanté 
Oú  se  profilent  de  lascives  Silhouett^^=, 
A  l'attirnnce  d'un  miroir  aux  aloiiettes, 
Et  nos  divins  désirs,  qu'elle  eblouit  un  jnnr, 
Viennent,  l'ailf^  ivre,  épernumpnt  volerautour 
Criantla  tjrande  soif  qui  nous  brúle  la  bouche, 
Jusqii'á  l'hf  ure  de  la  communion  farruche 
Oü  chacun  boit  dans  le  metal  diamanté 
La  Science:  qu'il  n'est  au  monde  volupté 
Horniis  les  fleurs  dont  o'enguirlande  le  cálice, 
Pour  que  s'immortalise  un  merveilleux  supplice. 

11  161 


RUBÉN  parí O 

Las  letanías  que  siguen  tienen  su  clarísimo  origen  en 
Baudelaire;  pero  tanto  Dubus,  como  Hannon,  como  to- 
dos los  que  han  querido  renovar  las  admirables  de  Satán, 
no  han  alcanzado  la  señalada  altura.  No  se  puede  decir 
lo  mismo  respecto  a  la  Sangre  de  las  rosas,  en  donde  el 
autor  se  revela  exquisito  artista  del  verso  y  poeta  encan- 
tador. 

Después  oímos  el  canto  que  rememora  el  naufragio  de 
los  que,  atraídos  por  las  fascinantes  sirenas,  hallaron  la 
muerte  bajo  la  tempestad,  "cerca  de  los  archipiélagos  cu- 
yos bosques  exhalan  vagas  sinfonías  y  perfumes  carga- 
dos de  languideces  infinitas". 

C'était  le  chant  suave  et  mortel  des  sirenas, 
Qui  avangaient,  avec  d'ineffables  lenteurs, 
Les  bras  en  lyre  et  les  regarás  fascinateurs, 
Dans  les  rales  du  vent  divinement  sereines. 

Algo  soberbio  es  El  ídolo,  poema  fabricado  lapidaria- 
mente, cuyo  símbolo  supremo  irradia  una  majestad  so- 
lemne y  grandiosa. 

Seguidamente  viene  la  última  parte,  en  la  cual  vuelve 
a  oirse  el  paso  del  Pie  de  chivo,  y  su  flauta  de  carrizos: 

Te  souvient-il  de  notre  extase  ancienne? 

Llama  a  la  Resignación  con  una  cordura  completamen- 
te verleniana;  Don  Juan  se  queja  en  dísticos.  Es  ya  un 
piano  viejo  y  roto,  demasiado  usado.  Ha  cantado  muchos 
amores  y  muchas  delicias.  Las  mujeres  han  aporreado  sus 
teclas  con  aires  infames,  y  "traderiderá  y  laitou", 

¡Tant  et  tout!  que  les  tremoles 
Eussent  la  gaité  des  sanglots. 

En  el  parque  antiguo  yace  la  estatua  de  Eros,  caída; 
las  canciones  ha  tiempo  que  se  han  callado:  el  solitario 
desterrado  halla  apenas  un  refugio:  el  orgullo  de  los  re- 
cuerdos: "Superbia".  Al  finalizar  hay  un  clamor  de  resu- 
rrección. 

162 


LO         S_ ^ A R__^ S 

Pour  devenir  enfin  celui  que  tu  receles, 
Et  qui  pourrait  périr  avant  d'avoir  été 
Sous  le  poids  d'une  trop  charnelle  humanité. 
¡O  inon  ame!  il  est  temps  enñn  d'avoir  des  alies. 

Concluye  el  libro  con  un  inmemoriam  a  la  adorada  que 
un  tiempo  sacrificó  el  corazón  del  pobre  poeta;  a  la  ado- 
rada reina,  amante  de  la  sangra  del  sacrificio,  cruel  como 
todas  las  adoradas, — Herodías. 

Los  violines  se  han  callado,  los  violines  han  partido.  Y 
el  poeta  ha  partido  también,  camino  del  cielo  de  los  po- 
bres poetas,  camino  de  su  hospital. 

Los  vioünes  negros  deben  haber  iniciado  un  misterio- 
so "De  profundis",  los  violines  negros  que  le  acompaña- 
ron en  sus  desesperanzas  y  en  sus  dolores,  cuando  la 
vida  le  fué  dura,  la  gloria  huraña  y  la  mujer  engañosa  y 
felina. 


163 


TEODORO  HANNON 

...  M.  Théodore  Hannon,  un  poete  de 
talent,  sombré,  sans  excuse  de  misére, 
á  Bruxelles,  dans  !a  cloaqu?  des  revues 
de  fin  d'annés  et  í^s  nauséeu?es  rata- 
touilles  de  la  basse  presse. 

/.  K.  Huysmans. 


RTHUR  Symons?...,  no  estoy  seguro;  pero  es 

ijjj    en  libro  de  escritor  inglés  donde  he  visto 


primeramente  la  observación  de  que  la  ma- 
yor parte  de  los  poetas  y  escritores  "fin  de 
'I   siglo"  de  París,  decadentes,  simbolistas,  etc., 
han  sido  extranjeros  y,  sobre  todo,  belgas. 
Escribo  hoy  sobre  Théodore  Hannon,  quien  si  no  tiene 
el  renombre  de  otros  como  Maeterlinck,  es  porque  se  ha 
quedado  en  Bruselas,  de  revistero  de  fin  de  año  y  perio- 
dista, cosa  que  a  Des  Esseintes  provoca  náuseas. 

¡Raro  poeta,  este  Théodore  Hannon!  Apareció  entre  la 
pacotilla  pornográfica  que  hizo  ganar  al  editor  Kiste- 
mackers,  propagador  de  todas  las  cantáridas  e  hipoma- 
nes  de  la  literatura.  Fueron  los  tiempos  de  las  nuevas 
edicionefi  de  antiguos  libros  obscenos;  de  la  reimpresión 
del  En  i8...,  de  les  ^Goncourt,  con  ¡as  partes  que  la  cen- 

165 


RUBÉN D A      ?_  _1    _? 

sura  francesa  había  cercenado.  Paul  Bonnetain  daba  a 
luz  su  Charlot  s'amuse,  Flor  O'squarr  su  Cristiana,  que 
le  valdría  unos  cuantos  golpes  del  knut  de  León  Bloy, 
Poetevin,  Nizet,  Caze...  la  falange  escandalosa  se  llama- 
ba en  verdad  legión.  Entonces  surgió  Hannon  con  su 
Mannecken-pis,  anunciado  como  "curiosísimo  y  originalí- 
simo  volumen".  Amédée  Lynen  ie  había  ilustrado  con 
dibujos  "ingenuos".  No  siendo  suficiente  esa  campanada, 
dio  a  luz  el  Mirliton.  El  diablo  de  las  ediciones,  Kiste- 
mackers,  no  podía  estar  más  satisfecho  rabudo  y  en  cu- 
clillas, sobre  las  carátulas.  Las  Rimas  de  Gozo  nos  mues- 
tran ya  un  Théodore  Hannon,  si  no  menos  tentado  por  el 
demonio  de  todas  las  concupiscencias,  suavizado  por  los 
ungüentos  y  perfumes  de  una  poesía  exquisita.  Deprava- 
da, enferma,  sabática  si  queréis,  pero  exquisita. 

He  ahí  primero  ese  condenado  suicidio  del  herrero, 
que  dio  tema  a  Felicien  Rops  para  abracadabrante  agua- 
fuerte, que  no  aconsejo  ver  a  ninguna  persona  nerviosa 
propensa  a  las  pesadillas  macabras.  Esos  versos  del 
ahorcado  parécenme  la  más  amarga  y  corrosiva  sátira 
que  se  ha  podido  escribir  contra  la  literatura  afrodisíaca. 
No  tendría  Théodore  Hannon  esas  intenciones;  pero  es 
el  caso  que  le  resultaron  así. 

Discípulo  de  Baudelaire,  "su  alma  flota  sobre  los  per- 
fumes", como  la  del  maestro.  Busca  las  sensaciones  extra- 
ñas, los  países  raros,  las  mujeres  raras,  los  nombres  exó- 
ticos y  expresivos.  Me  imagino  el  enfermizo  gozo  de  Des 
Esseintes  al  leer  las  estrofas  al  Opoponax:  "¡Opoponax!, 
nom  tres  bizarre — et  parfum  plus  bizarre  encoré!"  Tráe- 
te el  perfume  de  apelación  exótica  visiones  galantea , 
tentadores  cuadros,  maravillosos  conciertos  orgiásticos; 
la  nota  de  ese  aroma  poderoso  sobrepasa  a  las  de  los 
demás,  en  un  efluvio  victorioso. 

Gusta  del  opoponax  porque  viene  de  lejanas  regiones, 
donde  la  naturaleza  parece  artificial  a  nuestras  miradas; 
cielos  de  laca,  flores  de  porcelana,  pájaros  desconocidos, 
mariposas  como  pintadas  por  un  pintor  caprichoso:  el 
reinado  de  lo  postizo.  El  poeta  de  lo  artificial  se  deleita 
con  los  vuelos  de  las  cigüeñas  de  los  paisajes  chinos,  los 

166 


L        O        S  RAROS 

arrozales,  los  boscajes  ocultos  y  misteriosos  impregnados 
de  vagos  almizcles.  Estrofas  inauditas  como  ésta: 

La  chinoise  aux  fueurs  des  bronzes 
En  allume  ses  ongles  d'or 
Et  sa  gorge  citrine  oü  dort 
Le  désir  insensé  des  bonzes. 
La  japonaise  en  ses  rangons 
Se  sert  de  les  acers  salives. 


Luego  se  dirigirá  a  Marión,  la  adorada  que  adora  el 
opoponax.  (El  amor  en  la  obra  de  Hannon  no  existe  sino 
a  condición  de  ser  epidérmico.)  Para  adular  a  la  mujer 
de  su  elección  le  canta,  le  arrulla,  lo  diré  con  la  palabra 
que  mejor  lo  expresa,  le  maulla  letanías  de  sensualidad, 
collares  de  epítetos  acariciadores,  comparaciones  pimen- 
tadas, frases  mordientes  y  melifluas...  Es  el  gato  de  Bau- 
delaire,  en  una  noche  de  celo,  sobre  el  tejado  de  la  Deca- 
dencia. El  opoponax  es  su  tintura  de  valeriana. 

Como  paisajista  es  sorprendente.  Nada  de  Corot;  para 
hallar  su  procedimiento  es  preciso  buscarlo  entre  los 
últimos  impresionistas  Tal  pinta  una  tarde  obscura  de 
tempestad  y  nubarrones;  mar  brava,  negros  oleajes, 
vuelo  de  pájaros  marinos;  o  un  florecimiento  de  nieve, 
los  acuosos  vidrios  de  hielo,  la  blancura  de  las  nevadas; 
sinfonías  en  blanco,  inmensos  y  húmedos  armiños.  Pero 
de  todo  brota  siempre  el  relente  de  la  tentación,  el  soplo 
del  tercer  enemigo  del  hombre,  más  formidable  que  todos 
juntos:  la  carne. 

Solamente  en  Swinburne  puede  hallarse,  entre  los  po- 
derosos, esta  poética  y  terrible  obsesión.  Mas  en  et  inglés 
reina  la  antigua  y  clásica  furia  an-orosa,  el  Libido  formi- 
dable que  azotaba  con  tirsos  de  rosas  v  ortigas  a  la  me- 
lodiosa y  candente  Safo.  Théodore  Hannon  es  un  per- 
verso, elegante  y  refinado;  en  sus  poemas  tiembla  la 
"histeria  mental"  de  la  ciencia,  y  la  "delectación  morosa" 
de  los  teólogos.  Es  un  satánico,  un  pr:i  ido.  Mas  el  Satán 
que  le  tienta,  no  creáis  que  es  el  chivo  impuro  y  sucio,  de 

167 


R_    Í7      B      E_    N D      A      R      I O 

horrible  recuerdo,  o  el  dragón  encendido  y  aterrorizador, 
ni   siquiera  el   Arcángel   maldito,   o  la  Serpentina  de  la 
Bblia,  o  el  diablo  que  ¡legó  a  la  gruta  del  ^anto  Antonio, 
o  el  de  H  go,  de  grandes  alas  -^e  murciélago,  o  el  labrado 
por  Antc.k.ul>ky,  sobre  un  picacho,  en  la  sombra.  El  diablo 
que   ha   poseído   a   Haniion  es  el  que  ha  pintado  Rops 
diablo  dr  frac  y  "monocle",  moderno,  civilizado,   refina 
do,  morfinómano,  sadista,  maldito,  más  diablo  que  nunca 
Si  Corres  escribiese  hoy  su  Mística  diabólica^  no  pinta 
ría  al  enemigo,  «alto,  negro,  con  voz  inarticulada,  cascada 
pero   sonora   y   terrible  ..   cabellos   erizados,    barba    de 
chivo...»   antes   bien:   buen    mozo,    elegante,    perfumado 
con   aromas  exóticos,   piel   de  seda  y  rosa,  bebedor  de 
ajenjo,  sportsman,  y,  si  literato,  poeta  decadente.  Este  es 
el  de  Théodore  Hannon,   el  que  le  hace  rimar  preciosi- 
dades infernales  y  cultivar  sus  flores  de  fiebre,  esas  flores 
luciferinas  que  tienen   el  atractivo  de  un  aroma  divino 
que  diera  la  eterna  muerte. 

Hannon  pagó  tributo  a  la  chinofilia  y  tejió  sedosos 
encajes  rimados  en  alabanza  del  Imperio  Celeste  y  del 
Japón...  Allá  le  llevó  el  amor  acre  y  nuevo  de  la  mujer 
amarilla  y  el  opio  sublime  y  poderoso,  según  la  expresión 
de  Quincey.  Tan.oién,  como  al  autor  óe  las  F ¡ores  del 
Mal,  le  persigue  el  spleen.  Luego,  lanza  en  esas  horas 
cansadas  y  plúmbeas  su  desdén  al  amor  ideal.  Rompe 
los  moldes  en  que  su  poesía  pudiese  formar  este  o  aquel 
verso  de  oro  en  honor  de  la  pasión  espiritual  y  pura; 
fleta  un  barco  para  Citeres,  y  arroja  al  paso  ramos  de 
rosas  a  las  mujeres  de  Lesbos.  La  vendedora  de  amor 
será  glorificada  por  él  y  corre  hacia  el  abismo  de  las  de- 
licias en  una  especie  de  fatal  e  ineludible  demencia.  Va 
como  si  le  hubiese  aguijoneado  los  riñones  una  abeja  del 
jardín  de  Pt-tionio. 

Hele  allí  bajando  a  la  bodega  de  los  abuelos,  a  buscar 
el  buen  vino  viejo  que  le  pondrá  sol  y  sangre  en  las  ve- 
nas; o  en  el  tren  expreso  que  va  a  llevarle  a  saborear  los 
labios  deseados;  o  admirando  en  una  íntima  noche  de 
Diciembre  la  estatua  viviente  de  las  voluptuosidades  fe- 
linas. De  pronto  un  eíectg  de  luna  en  un  mar  de  duelo, 

168 


•^  n         A         ROS 

en  un  fondo  negro  de  tinieblas.  El  "odor  di  íemina"  se 
encuentra  en  una  serie  de  versos,  como  esos  perfumes 
concentrados  en  los  "sachets"  de  las  damas.  A  veces  cre- 
yérase  en  una  vuelta  a  !a  naturaleza,  a  las  frescas  prima- 
veras, pues  brilla  si-bre  la  armonía  de  una  estrofa  la 
sonrisa  de  Mayo.  Es  una  nueva  forma  de  la  tentación,  y 
si  oís  el  canto  de  un  mirlo  será  una  invitación  picaresca. 
Como  su  maestro  de  una  malabaresa,  Hannon  se  prenda 
de  una  funámbula,  para  la  cual  decora  un  interior  a  su  ca- 
pricho, y  a  la  que  ofrece  la  sonata  más  amorosamente 
extravagante  del  arpa  loca  de  sus  nervios.  Todo,  para 
este  sensual,  es  color,  sonido,  perfume;  línea,  materia. 
Baudelaire  hubiera  sonreído  al  leer  este  terceto: 

Lesandrigham,  l^lang-YIang,  laviolette 
De  ma  pále  Beuté  font  une  cassolette 
Vivante  sur  laquelle  errent  mes  sensrodeurs. 

Si  hay  celos  son  celos  del  mar,  que  envuelve  en  un 
beso  inmenso  el  cuerpo  amado.  He  visto  cuadros,  mu- 
chos, que  representan  sugerentes  escenas  de  baños  de 
mar;  pero  ningún  pintor  ha  llegado,  a  mi  juicio,  adonde 
este  maldito  belga  que  hasta  en  el  agua  inmensa  y  azul 
vierte  filtros  amatorios,  como  un  brujo.  En  ocasiones  es 
baña',  emplea  símiles  prosaicos,  como  ferroviarios  y  geo- 
gráficos. Pero  cuando  canta  las  medias,  esas  cosas  pro- 
saicas, os  juro  que  no  hay  nada  más  original  que  esa  poe- 
sía audaz  y  fugitiva;  sobre  una  alfombra  de  seda  e  hilos 
de  Escocia,  danza  la  musa  Serpentina  uno  de  sus  pasos 
más  prodigiosos.  Cuando  llega  Mayo,  madrigaliza  el 
poeta  tristemente.  No  es  raro:  "Omnia  animal  post...",  etc. 

A  Louise  Abbema  dedica  una  linda  copia  rítmica  de  su 
cuadro  "Lilas  blancas";  ¡suave  descanso!  Pero  es  para  en 
seguida  abortar  una  estúpida  y  vulgar  blasfemia.  ¿Hannon 
ha  querido  imitar  ciertos  versos  de  Baudelaire?  Baude- 
laire era  proñinda  y  dolorosamente  católico,  y  si  escribió 
algunas  de  sus  poesías  "poiir  épater  les  bourgeois",  no 
osó  nunca  a  Dios.  Pasa  Théodore  Hannon  con  sus  bebe- 
doras de  fósforo:  ésas  son  las  musas  y  las  mujeres  que 

169 


R U      B      E      N      D^    ARIO 

le  llevan  la  alegría  de  sus  rimas;  dedica  ciertos  limones  a 
Cheret,  y  el  pintor  de  ios  joviales  "affiches"  gustará  de 
esas  limonadas;  quema  lo  que  él  llama  "incienso  femeni- 
no", en  una  copa  de  Venus  con  carbones  del  Irfierno; 
pinta  mares  de  espumosas  ondas  lesbianas  y  celebra  a 
su  amada  de  figura  andrógina;  es  bohemio  y  errabundo, 
soñador  y  noctámbulo;  prefiere  las  flores  artificiales  a  las 
flores  de  la  primavera;  labra  joyas,  verdaderas  joyas 
poética?,  para  modistas  y  perdularias;  dice  sus  desenga- 
ños prematuros;  nos  describe  a  Jane,  una  diablesa;  nos 
lleva  a  un  taller  de  pintor  en  donde  un  pobre  viejo  mo- 
delo sufre  su  martirio;  los  Sonetos  sinceros  son  tres  can- 
ciones del  amor  moderno,  llenas  de  rosas  y  de  besos,  y 
sus  iconos  bizantinos  son  obras  de  maestros  de  "degene- 
ración". Tomando  per  modelo  las  letanías  infernales  de 
Baudelaire,  escribe  las  del  Ajenjo,  que,  a  decir  verdad, 
le  resultaron  más  que  medianas.  Su  histerismo  estalla  al 
cantar  la  Histeria;  su  Mer  enrhumée  es  una  extrava- 
gancia. Canta  a  unos  ojos  negros  y  diabólicos  que  le  que 
man  el  alma;  canta  el  pecado.  Nos  presenta  un  cuadro 
de  "toilette"  que  es  adorable  de  arte  y  abominable  de 
vicio;  en  sus  versos  se  sienten  todos  los  perfumes,  y  se 
miran  todos  los  afeites  y  menjurjes  de  un  tocador  feme- 
nino, desde  el  coldcream  diáfano,  la  leche  de  Iris.  la 
Crema  de  Ninon,  el  blanco  Emperatriz,  el  polvo  divi- 
no, el  polvo  vegetal,  hasta  la  azurina,  el  carmín,  "Ixor", 
"new  mownhay",  "frangipane",  "steplanotis"...,  ¡qué  sé 
yo!,  todo  en  los  más  cristalinos,  diamantinos,  tallados,  cin- 
celados, admiraoles  frascos.  ¡Raro  poeta  este  Théodore 
Hannon! 


170 


El  Condk  de  Lautréamont 


EL  CONDE  DE  LAUTRÉAMONT 


\^^  u  nombre  verdadero  se  ignora.  El  conde  de 
Lautrcaniont  es  pseudónimo.  El  5e  dice 
montevideano;  pero  ¿quién  sabe  ni* da  de  !a 
verdad  de  esa  vida  sombiía,  pesadilla  tal 
vez  de  algún  triste  ángel  a  q'jíen  martiriza 
en  el  empíreo  en  recuerdo  dei  celeste  Luci- 
fer? Vivió  desventurado  y  murió  loco.  Escribió  un  libro 
que  sería  único  si  no  existiesen  las  prosas  de  Rimbaud; 
un  libro  diabólico  y  extraño,  burlón  y  aullante,  cruel  y 
penoso;  un  libro  en  que  se  oyen  a  un  tiempo  mismo  los 
gemidos  del  Dolor  y  los  siniestros  cascabeles  de  la  Lo- 
cura . 

León  Bloy  fué  el  verdadero  descubridor  del  conde  de 
Lautréamont.  El  furioso  San  Juan  de  Dios  hizo  ver  como 
llenas  de  luz  las  llagas  del  alma  del  Job  blasfemo.  Mas 
hoy  mismo,  en  Francia  y  Bélgica,  fuera  de  un  reducidísi- 
mo grupo  de  iniciados,  nadie  conoce  ese  poema  que  se 
llama  Cantos  de  Maldoror,  en  el  cual  está  vaciada  la  pa- 

173 


R      U      B   _E_N ^_^ ^    I      O 

vorosa  angustia  del  infeliz  y  sublime  montevideano,  cuya 
obra  me  tocó  hacer  conocer  a  América  en  Montevideo. 
No  aconsejaré  yo  a  la  juventud  que  se  abreve  en  esas 
negras  aguas,  por  más  que  en  ellas  se  refleje  la  maravilla 
de  las  constelaciones.  No  sería  prudente  a  los  espíritus 
jóvenes  conversar  mucho  con  ese  hombre  espectral,  si- 
quiera fuese  por  bizarría  literaria,  o  gusto  de  manjar 
nuevo.  Hay  un  juicioso  consejo  de  la  Kabala:  "No  hay 
que  jugar  al  espectro,  porque  se  llega  a  serlo":  y  si  exis- 
te autor  peligroso  a  este  respecto,  es  el  conde  de  Lau- 
tréamont.  ¿Qué  infernal  cancerbero  rabioso  mordió  a  esa 
alma,  allá  en  la  región  del  misterio,  antes  de  que  viniese 
a  encarnarse  en  este  mundo?  Los  clamores  del  teófobo 
ponen  espanto  en  quien  los  escucha.  Si  yo  llevase  a  mi 
musa  cerca  del  lugar  en  donde  el  loco  está  enjaulado  vo- 
ciferando al  viento,  le  taparía  los  oídos. 

Como  a  Job,  le  quebrantan  los  sueños  y  le  turban  las  vi- 
siones; como  Job,  puede  exclamar:  "Mi  alma  es  cortada  en 
mi  vida;  yo  soltaré  mi  queja  sobre  mí  y  hablaré  con  amar- 
gura de  mi  alma."  Pero  Job  significa  "el  que  llora";  Job 
lloraba  y  el  pobre  Lautréamont  no  llora.  Su  libro  es  un 
breviario  satánico,  impregnado  de  melancolía  y  de  tris- 
teza. "El  espíritu  maligno— dice  Quevedo  en  su  Introduc- 
ción a  la  vida  devota— se  deleita  en  la  tristeza  y  melanco- 
lía, por  cuanto  es  triste  y  melancólico,  y  lo  será  eterna- 
mente." Más  aún:  quien  ha  escrito  los  Cantos  de  Maldoror 
puede  muy  bien  haber  sido  un  poseso.  Recordaremos 
que  ciertos  casos  de  locura  que  hoy  la  ciencia  clasifica 
con  nombres  técnicos  en  el  catálogo  de  las  enfermedades 
nerviosas,  eran  y  son  vistos  por  la  Santa  Madre  Iglesia 
como  casos  de  posesión,  para  los  cuales  se  hace  preciso 
el  exorcismo.  "¡Alma  en  ruinas!",  exclamaría  Bloy  con 
palabras  húmedas  de  compasión. 

Job:  "El  hombre  nacido  de  mujer,  corto  de  días  y  harto 
de  desabrimiento  .." 

Lautréamont:  "Soy  hijo  del  hombre  y  de  la  mujer, 
según  lo  que  se  me  ha  dicho.  Eso  me  extraña.  jCreía 
ser  másl" 

Con  quien  tiene  puntos  de  contacto  es  con  Edgar  Poe. 

174 


L        O         S R^      AROS 

Ambos  tuvieron  la  visión  de  lo  extranatura!,  ambos 
fueron  perseguidos  por  los  terribles  espíritus  enemigos, 
«horlas>  funestas  que  arrastran  al  alcohol,  a  la  locura,  o 
a  la  muerte;  ambos  experimentaron  la  atracción  de  las 
matemáticas,  que  son,  con  la  teología  y  la  poesía,  los  tres 
lados  por  donde  puede  ascenderse  a  lo  infinito.  Mas  Poe 
fué  celeste,  y  Lautréamont  infernal. 

Escuchad  estos  am.argos  fragmentos: 

«Señé  que  había  entrado  en  el  cuerpo  de  un  puerco, 
que  no  me  era  fácil  salir,  y  que  enlodaba  mis  cerdas  en 
los  pantanos  más  fangosos.  ¿Era  ello  como  una  recom- 
pensa? Objeto  de  mis  deseos:  ¡no  pertenecía  más  a  lahu- 
manidadl  Así  interpretaba  yo,  experimentando  una  más 
que  profunda  alegría.  Sin  embargo,  rebuscaba  activamen- 
te qué  acto  de  virtud  había  realizado  para  merecer  de 
parte  de  la  Providencia  este  insigne  favor... 

>¿Mas  quién  conoce  sus  necesidades  íntimas  o  la  causa 
de  sus  goces  pestilenciales?  La  metamorfosis  no  pareció 
jamás  a  mis  ojos  sino  como  la  alta  y  magnífica  repercu- 
sión de  una  felicidad  perfecta  que  esperaba  desde  hacía 
largo  tiempo.  ¡Por  fin  había  llegado  el  día  en  que  yo  me 
convirtiese  en  un  puerco!  Ensayaba  mis  dientes  sobre  la 
corteza  de  los  árboles;  mi  hocico,  lo  contemplaba  con 
delicia.  «No  quedaba  en  mí  la  menor  partícula  de  divini- 
dad>:  supe  elevar  mi  alma  hasta  la  excesiva  altura  de 
esta  voluptuosidad  ineíable.> 

León  Bloy,  que  en  asuntos  teológicos  tiene  la  ciencia 
de  un  doctor,  explica  y  excusa  en  parte  la  tendencia  blas- 
fematoria del  lúgubre  alienado,  suponiendo  que  no  fué 
sino  un  blasfemo  por  amor.  «Después  de  todo,  este  odio 
rabioso  para  el  Creador,  para  el  Eterno,  para  el  Todopo- 
deroso, tal  como  se  expresa,  es  demasiado  vago  en  su 
objeto,  puesto  que  no  toca  nunca  los  Símbolcs>,  dice. 

Oíd  la  voz  macabra  del  raro  visionario.  Se  refiere  a  los 
perros  nocturnos,  en  este  pequeño  poema  en  prosa,  que 
hace  daño  a  los  nervios.  Los  perro»  aullan  «sea  como  un 
niño  que  grita  de  hambre;  sea  como  un  gato  herido  en  el 
vientre,  bajo  un  techo;  sea  como  una  mujer  que  pare;  sea 
como  un  moribundo  atacado  de  la  peste,  en  el  hospital; 

175 


RUBÉN  DARÍO 

sea  como  una  joven  que  canta  un  aire  sublime — contra  las 
estrellas  al  Norte,  contra  las  estrellas  al  E^ite,  contraías 
estrellas  al  Sur,  contra  las  estrellas  al  Oeste;  contra  la 
luna;  contra  las  montañas,  semejantes,  a  lo  lejos,  a  rocas 
gigantes,  yacentes  en  la  obscuridad; — contra  el  aire  frío 
que  ellos  aspiran  a  plenos  pulmones,  que  vuelve  lo  inte- 
rior de  sus  narices  rojo  y  quemante;  contra  el  silencio  de 
la  noche;  contra  las  lechuzas,  cuyo  vuelo  oblicuo  les  roza 
los  labios  y  las  narices,  y  que  llevan  un  ratón  o  una  rana 
en  el  pico,  alimento  vivo,  dulce  para  la  cría;  contra  las 
liebres  que  desapareen  en  un  parpadear;  contra  el  ladrón 
que  huye,  al  galope  de  su  caballo,  después  de  haber  co- 
metido un  crimen;  contra  las  serpientes  agitadoras  de 
hierbas,  que  les  ponen  temblor  en  sus  pellejos  y  les  ha- 
cen chocar  los  dientes; — contra  sus  propios  ladridos,  que 
a  ellos  mismos  dan  miedo;  centra  los  sapos,  a  los  que 
revientan  de  un  solo  apretón  de  mandíbulas  (¿para  qué 
se  alejaron  del  charco?);  contra  los  árboles,  cuyas  hojas, 
muellemente  mecidas,  son  otros  tantos  misterios  que  no 
comprenden,  y  quieren  descubrir  con  sus  ojos  fijos  inte- 
ligentes;— contra  las  arañas  suspendidas  entre  las  largas 
patas,  que  suben  a  los  árboles  para  salvarse;  contra  los 
cuervos  que  no  han  encontrado  qué  comer  durante  el  día 
y  que  vuelven  al  nido,  el  ala  fatigada;  contra  las  rocas  de 
la  ribera;  contra  los  fuegos  que  fingen  ra.ástiles  de  navios 
invisibles;  contra  el  ruido  sordo  de  las  olas,  contra  los 
grandes  peces  que  nadan  mostrando  su  negro  lomo  y  se 
hunden  en  ei  abisiBo, — y  conlra  el  hombre  que  les  es- 
claviza =. 

■iUn  día,  con  ojos  vidriosos,  me  dijo  mi  madre: — Cuan- 
do estés  en  tu  lecho,  y  oigas  los  aullidos  de  los  perros  en 
la  campaña,  ocúltate  en  tus  sábanas,  no  rías  de  lo  que 
ellos  hacen;  ellos  tienen  una  sed  insaciable  de  lo  infinito, 
como  yo,  como  el  resto  de  los  humanos,  a  la  «figure  palé 
et  longue...»  «Yo — sigue  él  — ,  como  los  perros,  sufro  la 
necesidad  de  lo  infiuito.  ¡No  puedo,  no  puedo  llenar  esa 
necesidad  »  Es  ello  insensato,  delirante;  «mas  hay  algo 
en  el  fondo  que  a  los  reflexivos  hace  temblar». 

Se  trata  de  un  loco,  ciertamente.  Pero  recordad  que  el 

176 


L        O        S RAROS 

«deus»  enloquecía  a  las  pitonisas  y  que  la  fiebre  divina 
de  los  profetas  producía  cosas  semejantes:  y  que  el  autor 
«vivió>  eso,  y  que  no  se  trata  de  una  «obra  literaria», 
sino  del  grito,  del  aullido  de  un  ser  sublime  martirizado 
por  Satanás. 

El  cómo  se  burla  de  la  belleza — como  de  Psiquis,  por 
odio  a  Dios — lo  veréis  en  las  siguientes  comparaciones, 
tomadas  de  otros  pequeños  poemas: 

"...  El  gran  duque  de  Virginia  era  bello,  bello  como 
una  memoria  sobre  la  curva  que  describe  un  perro  que 
corre  tras  de  su  amo..."  "El  vautour  des  agneaux,  bello 
como  la  ley  de  ia  detención  del  desarrollo  del  pecho  en 
los  adultos  cuya  propensión  al  crecimiento  no  está  en 
relación  con  la  cantidad  de  moléculas  que  su  organismo 
se  asimila...  El  escarabajo,  "bello  como  el  temblor  de  las 
manos  en  el  alcoholismo..." 

El  adolescente,  "bello  como  la  retractilidad  de  las 
garras  de  las  aves  de  rapiña",  o  aun  "como  la  poca  segu- 
ridad de  los  movimientos  musculares  en  las  llagas  de  las 
partes  blandas  de  la  región  cervical  posterior",  o,  toda- 
vía, "coruo  esa  trampa  perpetua  para  ratones,  "toujours 
retendu  par  l'animal  pris,  qui  peut  prendre  seu!  des  ron- 
geurs  indéfiniment,  et  fonctionner  méme  caché  sous  la 
paille",  y  sobre  todo,  bello  "como  el  encuentro  fortuito, 
sobre  una  mesa  de  disección,  de  una  máquina  de  coser  y 
un  paraguas. ..> 

En  verdad,  oh  espíritus  serenos  y  felices,  que  eso  es 
de  un  "humor"  hiriente  y  abominable. 

¡Y  el  final  del  primer  canto!  Es  un  agradable  cumpli- 
miento para  el  lector  ei  que  Baudelaire  le  dedica  en  las 
Flores  del  Mal,  a!  lado  de  esta  despedida:  "  Adieu  viellard, 
et  pense  k  mol,  si  tu  ra'as  lu.  Toi,  jeune  homme,  ne  te 
desespere  point;  car  tu  as  un  ami  dans  le  vanpire,  malgré 
on  opinión  contraire.  En  comptant  l'acarus  sarcopte  qui 
produit  la  gale,  tu  auras  dcux  arais." 

El  no  pensó  jamás  en  la  gloria  literaria.  No  escribió 
sino  para  sí  mismo.  Nació  con  la  suprema  llama  genial,  y 
esa  misma  le  consumió, 

El  Bajísimo  le  poseyó,  penetrando  en  su  ser  por  la  tris- 

12  177 


B      ü      B      E      N  D      A      R      I O 

tcza.  Se  dejó  caer.  Aborredíí  al  hombre  y  detestó  a 
Dios.  En  las  seis  partes  de  su  obra,  sembró  una  flora  en- 
ferma, leprosa,  envenenada.  Sus  animales  son  aquellos 
que  hacen  pensar  en  las  creaciones  del  Diablo:  el  sapo, 
el  buho,  la  víbora,  la  araña.  La  desesperación  es  el  vino 
que  le  embriaga.  La  Prostitución  es  para  él  el  misterio- 
so  símbolo  apocalíptico,  entrevisto  por  excepcionales  es- 
píritus en  su  verdadera  transcendencia:  "Yo  he  hecho  un 
pacto  con  la  Prostitución,  a  fin  de  sembrar  el  desorden  en 
las  familias...  ¡ay!  ¡ay...!  grita  la  bella  mujer  desnuda:  los 
hombres  algún  día  serán  justos.  No  digo  más.  Déjame 
partir,  para  ir  a  ocultar  en  el  fondo  del  mar  mi  tristeza 
infinita.  No  hay  sino  tú  y  los  monstruos  odiosos  que  bu- 
llen en  esos  n*=gros  abismos,  que  no  me  desprecien". 

Y  B!oy:  «E!  signo  incontestable  del  gran  poeta  es  la 
<inconsciencia»  profética,  la  turbadora  facultad  de  profe- 
rir sobre  los  hombres  y  el  tiempo  palabras  inauditas  cuyo 
contenido  ignora  él  mismo.  E^a  es  la  misteriosa  estampi- 
lla del  Espíritu  Santo  sobre  las  frentes  sagradas  o  profa- 
nas. Por  ridículo  que  pueda  ser,  hoy,  descubrir  un  gran 
poeta  y  descubrirle  en  una  casa  de  locos,  debo  declarar 
en  conciencia  que  estoy  cierto  de  haber  realizado  el 
hallazgo. > 

El  poema  de  Lautréamont  se  publicó  hace  diez  y  siete 
años  en  Bélgica  De  la  vida  de  su  autor  nadase  sabe.  Los 
<modernos>  grandes  artistas  de  la  lengua  francesa  se 
hablan  del  libro  como  de  un  devocionario  simbólico,  raro, 
inencontrable. 


173 


Paul  Adam 


PAUL  ADAM 


[E  cuando  en  cuando,  la  primera  página  del 
Journal  viene  como  pesada.  Dos,  tres,  cua- 
tro columnas  nutridas,  negras,  casi  de  una 
sola  pieza,  hacen  ya  adivinar  la  firma.  Y  el 
lector  avisado  se  prepara,  alista  bien  su  ca- 
beza, limpíalos  cristales  del  entendimiento, 
y  recibe  el  regalo  con  placer  y  confianza.  Es  el  artículo 
de  Paul  Adam.  Y  es  como  salir  al  campo,  o  a  la  orilla  del 
mar.  Hay,  pues,  algo  más  que  el  aposento  perfumado,  los 
senos  lujuriosos,  los  chismes  déla  condesa,  los  cancanes 
de  la  política,  las  piernas  de  las  bailarinas  y  las  evolucio- 
nes del  protocolo.  La  sensación  es  de  extrañeza  al  pro- 
pio tiempo  que  de  satisfacción  Salir  de  la  perpetua  casa 
de  cita,  del  perpetuo  bar,  de  los  perpetuos  bastidores, 
del  perpetuo  salón  "oü  l'on  flirte";  dejar  la  compañía  de 
lechuguinos  canijos  y  de  vírgenes  locas  de  su  cuerpo,  por 
la  de  un  hombre  fuerte,  sano,  honesto,  franco  y  noble 
que  os  señala  con  un  hermoso  gesto  un  gran  espectáculo 
histórico,  un  vasto  campo  moral,  un  alba  estética,  es  cier- 

181 


R U      B^     E      N DAR      l_0 

tamente  consolador  y  vigorizante.  Los  politiqueros  de  la 
patriotería  dan  vueltas  cada  mañana  al  mismo  cantar. 
Rocheíort  redobla  cotidianamente  en  su  viejo  tambor, 
furioso;  Drumont  destaza  su  semita  de  costumbre;  Cop- 
pée,  inválido  lírico  metido  a  sacristán,  se  pone  a  la  par 
del  ridículo  Derouléde;  los  escritores  de  la  literatura  ex- 
plotan sus  distintos  lenocinios;  M.  Jean  Lorrain  cuenta 
sus  historias  viciosas  de  siempre;  Mendés,  cuya  porno- 
grafía de  color  de  rosa  no  está  ya  de  moda,  hace  la  crítica 
teatral,  generalmente  plástica;  Fouquier,  el  maestro  pe- 
riodista, da  lecciones  útiles  y  generosas — entre  todos, 
más  alto,  más  joven,  más  enérgico,  más  vigoroso,  Paul 
Adam  aparece,  al  lado  de  Mirbeau;  llega  con  su  mi= 
sióD,  obligatoria  y  dignificadora,  y  ara  en  la  prensa,  en  e] 
campo  malsano  de  esta  prensa,  con  su  deber,  firme 
arado. 

Yo  admiro  profundamente  a  M.  Paul  Adam.  Noble  por 
íamilia  y  origen,  se  ha  consagrado  a  una  tarea  de  solida- 
ridad humana,  cuyos  frutos  se  vierten  para  los  de  abajo. 
Dueño  de  una  voluntad,  propietario  de  un  carácter,  fe» 
cundo  de  ideas,  pictórico  de  conocimientos,  archimillona- 
rio de  palabras,  ha  desdeñado  la  parada  ele  un  Barres, 
que  le  hubiera  conducido  a  una  diputación,  ha  rechazado 
los  flonflones  de  la  literatura  fáci!,  la  "glorióle"  de  ¡os 
éxitos  azucarados:  ha  podado  su  antiguo  estilo  de  ramas 
superfluas;  ha  puesto  su  cuño  de  pensamientos  circulan- 
tes en  pleno  sol',  en  plena  claridad;  se  ha  ido  a  vivir  fue- 
ra de  París,  para  trabajar  mejor;  y  diciendo  la  verdad, 
clamando  al  porvenir,  recorriendo  lo  pasado,  estudiando 
lo  presente,  sacudiendo  la  historia,  escarbando  naciones, 
da,  periódicamente,  su  ración  de  bien  para  quien  sepa 
aprovecharla. 

No  haya  vacilación  en  creer  que  éstos  son  pocos.  Para 
los  de  abajo,  la  elevación  menta!,  la  frase  simplificada  y 
amacizada  de  M.  Paul  Adam  no  es  fácilmente  accesible; 
para  los  puros  ideólogos,  este  organizador,  este  lógico, 
este  filósofo  de  combate,  no  inspira  completa  confianza. 
Por  otra  parte,  la  media  intelectualidad  halla  la  selva  de- 
masiado tupida,  y  la  aspereza  es  enemiga  del  hacha,  en- 

182 


L O        S R^  __  A    _^R O S 

cuentra  el  mar  muy  peligroso,  y  cree  más  agradable  fu- 
mar, sentada  en  una  piedra  de  la  orilla,  por  donde  los 
ensueños  pasan  y  se  cogen  con  la  mano. 

Hablando  recientemente  con  el  poeta  Morcas,  cuyos 
olímpicos  juicios  son  conocidos  y  sonreídos,  pregúntele  su 
opinión  su  antiguo  colaborador  y  amigo.  Con  las  condi- 
ciones que  él  suele  establecer,  el  amable  descontentadizo 
me  concedió;  "Mais  il  est  tres  fort,  tout  de  mémel"  Sabi- 
do es  que  M.  Paul  Adam  comenzó  en  el  grupo  de  los  que 
en  un  tiempo  ya  lejano  se  llamaron  simbolistas  y  deca- 
dentes, y  que  escribió  en  unión  de  Moreas  l^es  demoi- 
selles  Coubert  y  Le  thé  chcz  Miranda,  con  un  estilo  ultra- 
exquisito,  jeroglifico  casi  y  quintaesenciado,  obras  en 
que  se  llevaba  al  extremo  un  propósito  intelectiiai,  para 
dejar  mej 01  asentadas  las  doctrinas  ent  nces  flamantes 
que  producirían  en  lo  futuro  muchos  fracasados,  pero 
algunos  nombres  que  ilustran  la  prosa  y  la  poesía  fran- 
cesas contemporáneas,  y  que,  recorriendo  el  mundo,  cau- 
sarían en  todos  los  países  y  lenguas  civilizados  mo- 
vimientos provechosos.  ¿Qaién  reconocería  al  pintor 
extraño  de  aquellas  decoracices  y  al  tejedor  de  aque- 
llas sutiles  telas  de  araña  en  el  musculoso  manejador  de 
mazas  dialécticas,  fundidor  de  ideas  regeneradoras  y  tra- 
bajador triptolémico  de  ahora? 

Amontona  en  la  balanza  del  pensamiento  francés  libro 
sobre  libro,  y  ya  su  obra  pesa  como  la  carga  de  cien  gra- 
neros. Esta  transformación  la  ha  operado  la  voluntad 
guiadora  de  la  labor:  la  labor  oí  denada  que  lleva  su  pro- 
pósito, y  la  conciencia  que  hace  cumplir  con  la  tarea  que 
se  creó  una  obligación,  una  obligación  para  con  su  propia 
personalidad,  que  se  difunde  en  el  bien  de  su  patria,  la 
Francia,  y,  por  lo  tanto,  en  favor  de  toda  la  estirpe  hu- 
mana. 

Desde  Soi,  hasta  sus  novelas  de  alta  psicología  históri- 
ca, una  obra  enorme  atestigua  la  potencia  de  ese  singular 
entendimiento.  Sus  reconstrucciones  bizantinas  son  de  un 
encanto  dominador,  y  junto  a  lo  concreto  de  la  época, 
brilla  el  lujo  de  un  tesoro  verbal  único,  de  un  decir  que 
no  admite  complementos,  total.  Batallista,  arregla,  táctico 

183 


R U^     B      E      N  D^ A      R      I O 

de  estilo,  sus  escenas  y  su  decoración,  con  una  magistra- 
lidad  soberbia  y  matemática.  Y  conciso  en  lo  abuudoso, 
rico  de  perspectivas,  de  líneas  y  colores,  con  dos  o  tres 
pincelazos  planta  su  cuadro  a  la  vista,  neto,  definitivo. 
En  sus  estudios  del  alma  de  las  muchedumbres,  como  en 
sus  análisis  de  tipos  psíquicos,  su  fino  espíritu  ahonda  y 
aclara,  en  súbitos  golpes  de  luz,  los  más  hondos  recodos. 
Y  jamás  el  sordo  nórdico,  la  cosa  germana,  o  la  cosa  es- 
candinava, o  la  cosa  rusa,  le  han  perturbado  o  fascinado 
en  su  camino.  M.  Paul  Adam  peimanece  francés,  nada 
más  que  francés,  y  lleno  del  soplo  de  su  ■ípoca,  cumple 
con  su  deber  actual,  pone  su  contingente  en  la  labor  de 
ahora  y  hace  lo  que  puede  por  ver  si  no  es  imposible  la 
regeneración,  la  consecución  de  un  ideal  de  grandeza  fu- 
tura, humano,  seguro  }•  positivo. 

No  creáis  que  f  orque  su  amor  a  la  justicia  y  su  pasión 
de  belleza  y  de  verdad  le  conduzcan  a  la  exaltación  de 
las  ocultas  fuerzas  populares,  haya  en  él  ni  un  solo  mo- 
mento, un  adulador  de  muchedumbres,  ni  un  político  de 
oportunidades,  ni  un  cantor  de  marsellesas  y  carmañolas. 
Moralmente,  es  un  aristócrata,  y  no  confundirá  jamás  su 
alma  superior,  en  el  mismo  rango  o  en  la  misma  oleada 
que  la  de  los  rebaños  pseudosocialistas.  El  obra  en  pro 
de  los  trabajadores;  lleva  su  utopía  por  el  sendero  en 
que  se  suele  encontrar  el  casi  imposible  sueño  de  la  su- 
presión de  la  mi'-eria  y  del  desaparecimiento  de  los  ejér- 
citos guerreros.  Un  critico  sutil  y  penetrante,  M.  Camille 
Mauciair,  concentra  en  estas  palabras  la  sociología  de 
M.  Paul  Adam: 

"Para  él  no  hay  más  que  un  asunto  en  los  libros  y  en 
la  vida:  la  lucha  de  la  fuerza  y  del  espíritu.  El  opone  la 
fuerza  creadora  a  !a  destrucción,  la  fecundidad  activa  al 
nihilismo  de  la  guerra,  el  internacionalismo  al  "chauvi- 
nismo", los  conflictos  de  clases  a  los  conflictos  de  nacio- 
nes, el  intelectualismo  al  militarismo,  Lucifer  y  Prome- 
teo a  Júpiter  y  a  Jehová,  dioses  de  la  fuerza  brutal." 

M.  Paul  Adam  es  un  intelectual,  en  el  único  sentido 
que  debía  tener  esta  palabra.  El  pone  en  el  intelecto  la 
fuente  del  perfeccionamiento,  y  da  a  la  idea  su  valor  de 

184 


L q_ s n^ A ^ o      s 

multiplicación  vital  y  de  repartidora  de  bienes  en  la  mu- 
chedumbre humana. 

Si  M.  Paul  Adam,  guiado  por  su  voluntad  de  siempre, 
quisiese  un  día  ir  a  la  acción  política,  a  la  lucha  directa, 
sería  un  gran  conductor  de  pueblos;  pero  me  temo  mucho 
que  tuviese  la  suerte  de  un  héroe  ibseniano.  En  las  mu- 
chedumbres no  tienen  éxito  los  cerebrales;  el  sentimenta- 
lismo priva  en  seres  casi  instintivos.  El  puello  oye  y  en- 
tiende con  mayor  placer  y  facilidad  las  tiradas  tricolores 
de  un  Coppée  que  las  altas  palabras  de  quien  se  desinte- 
resa de  las  bajas  aventuras  presentes,  y  desea  formar  ca- 
racteres, hacer  vibrar  noblemente  las  conciencias  y  asen- 
tar y  rehacer  y  solidificar  la  patria. 

Una  de  las  fases  más  simpáticas  y  sobresalientes  de 
M.  Paul  Adam  es  su  faz  de  periodista.  El  Tricmphe  des 
mediocres  es  una  obra  maestra  en  su  género.  Sin  la  es- 
candalosa escatología  páimica  de  León  Bloy,  sin  las  far- 
sas o  compadrerías  de  un  Drumont  o  de  un  Rocheíort, 
ha  blandido  las  más  bien  templadas  ideas,  ha  herido  mu- 
cho y  bien  en  esas  carnes  sociales,  ha  flagelado  costum- 
bres, se  ha  burlado  duramente  de  los  carnavales  políti- 
cos, de  las  paradas  monarquistas,  de  la  caridad  falsa,  de 
la  ciencia  abotonada  y  de  palmares;  ha  denunciado  a 
inicuos,  a  sinvergüenzas  y  mercaderes  de  patriotismo, 
falsos  socialistas,  aristocráticas  fantochesas,  cepilladores 
de  moral  y  remendones  de  la  virginidad  literaria. 

¡Y  qué  hermosa  prosa,  de  un  lirismo  sofrenado,  que  va 
latigueando  a  un  lado  y  otro,  sin  desbocarse,  sin  sobre- 
saltos, sin  caídas,  que  dice  lo  que  hay  que  decir,  y  nada 
más;  que  tiene  el  adverbio  justo,  el  verbo  propio,  y  que 
clava  el  adjetivo  como  un  rejón,  de  manera  que  queda 
vibrante,  a?raigado  y  segurol  No  hay  duda  de  que  M.  Paul 
Adam  es  uno  de  los  maestros  de  la  prosa  contemporánea, 
en  ese  maridaje  estupendo  de  la  claridad  con  la  energía, 
la  vivacidad  con  la  fiereza  y  el  ímpetu  con  la  ponde- 
ración. 

Y  este  vigoroso,  que  tiene  la  medula  de  un  sabio  y  las 
alas  de  un  artista,  llena  su  misión,  con  la  mayor  serenidad 
y  tranquilidad,  no  lejos  del  sonoro  y  ronco  maelstrom  de 

185 


R U_ B      E      N ^_:^ ^    / 2 

París,  Uno  de  los  mayores  bienes  que  su  personalidad  es= 
parce  es  ese  continuo  ejemplo  de  actividad,  esa  incesante 
campaña,  esa  inextinguible  ansia  de  trabajar,  y  de  traba- 
jar bien.  "La  lucha  por  el  pan,  por  el  oficio  de  escritor  y 
de  periodista,  salva  a  los  fuertes  de  la  abstracción  esté- 
ril", dice  M.  Mauclair.  Y  dice  bien.  A  pesar  de  su  aleja- 
miento de  centros  y  camarillas,  o  por  esto  mismo,  creo 
que  se  le  respeta  y  se  le  reconoce  como  el  más  potente  y 
el  más  noble.  Al  verle  así,  en  su  aislada  residencia,  sin 
mezclarse  en  las  locuras  y  chismes  y  revueltas  parisien- 
ses, cultivando  su  vasto  talenío  con  tanta  voluntad  y  tan- 
to tino,  me  suelo  imaginar  a  uno  de  esos  gentiles  hom- 
bres  de  la  campaña,  que  mientras  la  ciudad  danza  y  se 
prostituye,  siembran  sus  campos,  tranquilos  y  laborio- 
sos, y  llenan,  llenan  sus  trojes;  y  cuando  la  peste  llega  y 
llega  el  hambre  a  la  ciudad,  dan  la  limosna  de  sus  grane- 
ros, abren  sus  depósitos,  brindan  sus  almacenes. 
Y  quizá  muy  pronto  tenga  hambre  Francia. 


186 


MAX  NORDAU 


|i  distinguido  colega  en  La  Nación,  Dr.  Schim- 
per,  se  ocupó  el  año  pasado  del   primer  vo- 
lumen de  Eiüartung,   de  Max  Nordau.  Ha 
poco  ha  aparecido  el  segundo:  la  obra  está 
^'¿-■^  ya  completa.  Una  endiablada  y  extraña  Lu- 

crecia Borgia,  doctora  en  medicina,  dice  en 
alemán,  para  mayor  autoridad,  con  clara  y  tranquila  voz, 
a  todos  los  convidados  al  banquete  del  ai  te  moderno: 
"Tengo  que  anunciaros  una  noticia,  señores  míos,  y  es 
que  todos  estáis  locos."  En  verdad,  Max  Nordau  no  deja 
un  solo  nombre,  entre  todos  los  escritores  y  artistas  con- 
temporáneos de  ¡a  aristocracia  intelectual,  al  lado  del  cual 
nos  estriba  la  correspondiente  clasificación  diagnóstica: 
''imbécil",  "idiota",  "degenerado",  "ioco  peligroso".  Re- 
cuerdo que  una  vez,  al  acabar  de  leer  uno  de  los  libros 
de  Lombroso,  quedé  con  la  obsesión  de  la  idea  de  una 
locura  poco  menos  que  universal.  A  cada  persona  de  mi 
conocimiento  le  aplicaba  la  observación  del  doctor  italia- 
no, y  resultábame  que,  unos  por  fas,  otros  por  nefas,  to- 
dos mis  prójimos  eran  candidatos  al  manicomio.  Recien - 

187 


R U_  ^    E      N  D      A      R^J^ O 

teraente  una  obra  nacional  digna  de  elogio,  Pasiones,  de 
Ayarragaray,  llamó  mi  atención  hacia  la  psicología  de 
nuestro  siglo  y  presentó  a  mi  vista  el  tipo  del  médico 
moderno  que  penetra  en  lo  más  íntimo  del  ser  humano. 
Cuando  la  literatura  ha  hecho  suyo  el  campo  de  la  fisio- 
logía, la  medicina  ha  tendido  sus  brazos  a  la  región  obs- 
cura del  misterio. 

Allá  a  lo  lejos  vense  a  Moliere  y  Lesage  atacar  a  jerin- 
gazos a  los  esculapios.  Había  cierta  inquina  de  los  hom- 
bres de  pluma  contra  los  médicos,  y  el  epigrama  y  la  sá- 
tira teatral  no  desperdiciaban  momento  oportuno  para 
caer  sobre  los  hijos  de  Galeno.  Sangredo  había  nacido,  y 
no  todo  él,  del  cerebro  de  su  creador,  pues  sabemos  por 
Mí-x  Simón  que  Sangredo  vivió  en  carne  y  hueso  en  la 
personalidad  del  médico  Hecquet.  El  mismo  Max  Simón 
hace  notar  la  acrimonia  especial  con  que  el  más  ilustre 
de  los  poetas  cómicos  y  el  más  grande  de  los  novelistas 
de  su  época  atacaron  a  los  médicos.  En  uno  y  otro,  dice, 
se  nota  un  verdadero  desprecio  por  el  arte  que  profesan 
aquellos  a  quienes  atacan.  Moliere,  irónico  y  fuerte;  Le- 
sage,  injurioso  y  despreciativo,  están  siempre  listos  con 
sus  aljabas.  Monsieur  Furgón,  formalista,  aparatoso  y  cié- 
go  de  intelecto,  y  los  dos  Tomases  Diafoirus,  aparecieron 
como  encarnaciones  de  una  ciencia  tan  aparatosa  como 
falsa.  Sangredo  fué,  según  Walter  Scott,  el  mismo  Hel- 
vecio. En  resumen,  los  ataques  literarios  se  dirigían  con- 
tra los  doctores  dé  sangría  y  agua  tibia.  Son  los  tiempos 
en  que  Hecquet  publica  Le  Brigandage  de  la  Médecine, 
en  el  cual  están  en  su  base  los  principios  de  Gil  Blas,  y 
en  el  que  eran  más  que  comunes  diálogos  a  la  manera 
del  que  en  una  obra  del  gran  cómico  sostienen  Desfonan- 
drés  y  Tomes. 

Si  los  médicos  del  siglo  xvii  se  enconaron  con  las  bro- 
mas de  Moliere,  los  del  siglo  xviii  no  fueron  tan  quisqui- 
llosos con  las  sátiras  de  Lesage  (i).  En  nuestro  siglo,  la 
última  gran  campaña  literaria,  el  movimiento  naturalista 


(i)     Max  Simón. 
V8 


LOS  RARO S 

dirigido  por  Zola,  tiene  por  padre  a  un  médico,  Claudio 
Bernard.  En  tanto  que  la  literatura  investiga  y  se  deja 
arrastrar  por  el  impulso  científico,  la  medicina  penetra  al 
reino  de  las  letras;  se  escriben  libros  de  clínica  tan  ame- 
nos como  una  novela.  La  psiquiatría  pone  su  lente  prác- 
tico en  regiones  donde  solamente  antes  había  visto  claro 
la  pupila  ideal  de  la  poesía.  Ante  el  profesor  de  ¡a  Salpe- 
triére,  junto  con  ios  estudiantes  han  ido  los  literatos.  Y 
en  el  terreno  crítico,  cierta  crítica  tiene  por  base  estudios 
recientes  sobre  el  genio  y  la  locura:  Lombrcso  y  sus  se- 
guidores. 

Guyau,  ei  admirable  y  joven  sabio,  sacrificó  en  las  aras 
de  los  nuevos  ídolos  científicos.  El  comprobó,  como  un 
profesor  que  toma  el  pulso,  el  estado  patológico  de  su 
edad,  el  progreso  de  fiebre  moral  siempre  en  crecimiento. 
El  juntó  en  un  capítulo  de  un  célebre  libro  a  los  neurópa- 
tas y  delincuentes,  como  invasores,  como  conquistadores 
victoriosos  en  el  reino  de  la  literatura,  "Et  s'y  font  une 
place  to''S  les  jours  plus  grande*'— decía  de  ellos.  Como 
principal  síntoma  dei  mal  del  siglo,  señala  la  manifesta- 
ción de  un  hondo  sufrimiento,  el  impulso  al  dolor,  que 
en  ciertos  e-  píritus  puede  llegar  hasta  el  pesimismo.  El 
tipo  que  el  filósofo  presenta  es  aquel  infeliz  Imbert  Ga- 
lioix,  cu^-a  pálida  figura  pasará  al  porvenir  iluminada  en 
su  dolorosa  expresión  por  un  rayo  piadoso  de  la  gloria 
de  Víctor  Hugo.  ¡Y  bien!,  si  la  desgracia  es  desequilibrio, 
bien  está  señalado  imbert  Galloix.  Ese  gran  talento  gemía 
bajo  la  más  amarga  de  las  desventuras.  Sentirse  poseedor 
del  sagrado  fuego  y  no  poder  acercarse  al  ara;  luchar 
con  la  pobreza,  estar  lleno  de  bellas  ambiciones  y  encon= 
trarse  solo,  abandonado  a  sus  propias  fuerzas  en  un 
campo  donde  la  fortuna  es  la  que  decide,  es  cosa  áspera 
y  dura,  A  propósito  de  un  joven  cubano  poeta  muerto 
recientemente  en  París — ¡Augusto  de  Armas,  uno  de  tan- 
tos Imbertos  Galloix! — dice  con  gran  razón  el  brillante 
Aniceto  Valdivia:  ^Sólo  un  temperamento  de  toro,  como 
el  de  Balzac,  puede  soportar  sin  rajarse  el  peso  de  ese 
mundo  de  desdenes,  de  olvidos,  de  negaciones,  de  injus™ 
tos  silencios  bajo  el  cual  ha  caído  el  adorable  poeta  de 

189 


RUBÉN  D      A      B      I O 

Rimes  Byaantines'.'Lz  autopsia  espiritual  que  del  desgra- 
ciado joven  ginebrino  hace  el  sereno  analizador  sociólo- 
go, me  parece  de  una  impasibie  crueldad. 

Aquí  de  las  comparaciones  que  ofrece  la  nueva  ciencia 
penal,  entre  los  desequilibrados,  locos  y  criminales.  Por- 
que un  cierto  Cimraino,  bandido  napolitano,  se  ha  hecho 
tatuar  en  el  pecho  una  frase  de  desconsuelo,  quedan  con- 
denados a  la  comparación  más  curiosamente  atroz  todos 
los  admirables  melancólicos  que  representan  ia  tristeza 
en  ia  literatura.  El  nombre  de  Leopardi,  por  ejemplo, 
aparecerá  en  Ja  más  infame  promiscuidad  con  el  de  cual- 
quier núvnero  de  penitenciaría  o  de  presidio,  por  obra  de 
tal  razonamiento  de  Lacassegne  o  de  tal  opinión  de  Lom- 
broso.  En  las  especializaciones  de  Max  Nordau  la  falta 
de  justicia  se  hace  notar,  agravándose  con  una  de  las  más 
extrañas  inquinas  que  pueden  caber  en  critico  nacido. 
Bien  trae  a  cuento  Jean  Thorel  un  caso  giacioso,  que 
aquí  citaré  con  las  misraa^i  palabras  del  escritor:  "Recuer- 
do haber  leído  una  vez  en  una  revista  inglesa  un  largo 
estudio,  muy  concienzudo,  de  argumentación  apretada  e 
irrefutable,  que  probaba— que  no  se  contentaba  con  afir- 
mar, sino  que  probaba  con  numerosos  ejemplos — que 
Víctor  Hugo  era  un  esciitor  sin  talento  y  un  execrable 
poeta.  Para  m.ejor  convencer  a  sus  lectores,  el  crítico  que 
se  había  señalado  la  tarea  de  «demoler>  a  Víctor  Hugo, 
había  tenido  cuidado  de  acompañar  cada  una  de  sus  ci- 
tas de  una  notita  c^ue  hacía  conocer  el  título  de  la  obra  de 
que  se  había  extraído  la  cita,  con  todas  sus  indicaciones 
accesorias,  lugar  y  año  de  publicación,  número  de  la  edi- 
ción, cifra  de  la  página  cuyo  era  el  verso  citado,  etc. 
Y  se  tenía  inmediatamente  el  sentimiento  de  que  si  en 
verdad  se  hallaba  en  tal  página  de  tal  libro  el  mal  verso 
que  se  acaba  de  leer  én  la  revista,  Víctor  Hugo  era,  real- 
mente, un  poeta  lastimoso.  Me  decidí  temblando  a  llevar 
a  cabo  este  verificación,  y  encontré  que  cada  vez  que  el 
picaro  verso  estaba  en  realidad  en  el  libro  indicado,  des- 
cubría también  al  mismo  tiempo  que  al  lado  de  ese  había 
diez,  cien  o  mil  versos  que  eran  de  una  completa  belleza.» 
Tiene  razón  Jean  Thorel.  Max  Nordau  condena  el  poema 

190 


LOS RAROS 

entero  por  un  verso  cojo  o  luxado;  y  al  arte  entero,  por 
uno  que  otro  caso  de  raorbosismo  mental.  Para  estimar 
la  obra  de  los  escritores  a  quienes  ataca,  pues  principal- 
mente por  los  frutos  declara  él  la  enfermedad  del  árbol, 
parte  de  las  observaciones  de  los  alienistas  en  sus  casos 
de  los  manicomios.  Al  tratar  Guyau  de  los  desequilibra- 
dos, hablaba  de  *esas  literaturas  de  decadencia  que  pa- 
recen haber  tomado  por  modelos  y  por  maestros  a  los 
locos  y  ios  delincuentes".  Nordau  no  se  contenta  con  di- 
rigir su  escalpelo  hacia  Verlaine,  el  gran  poeta  desven- 
turado, o  a  uno  que  otro  extravagante  de  los  últimos 
cenáculos  de  las  letras  parisienses.  El  sentencia  a  deca- 
dentes y  estetas,  a  parnasianos  y  diabólicos,  a  ibsenistas 
y  neomisticos,  a  prerrafaelistas  y  tolstoístas,  wagnerianos 
y  cultivadores  del  yo;  y  si  no  lleva  su  análisis  implacable 
con  mayor  fuerza  hacia  Zola  y  los  suyos,  no  es  por  falta 
de  bríos  y  deseos,  sino  porque  el  naturalismo  yace  ente- 
rrado bajo  el  árbol  genealógico  de  los  RougonMacquart. 

Una  de  las  cosas  que  señala  en  los  modernos  artistas 
como  signo  inequívoco  de  neuropatía,  es  la  tendencia  a 
formar  escuelas  y  agrupaciones.  Sería  deliciosamente 
peregrino  que  por  ese  solo  hecho  todas  las  escuelas  an- 
tiguas, todos  los  cenáculos,  desde  el  de  Sócrates  hasta  el 
de  N.  S.  Jesucristo  y  desde  el  de  Ronsard  hasta  el  de 
Víctor  Hugo,  mereciesen  la  calificación  inapelable  de  la 
nueva  crítica  científica. 

Otras  causas  de  condenación:  amor  apasionado  del 
color:  fecundidad:  fraternidad  artística  entre  dos;  esta 
afirmación  que  nos  dejará  estupefactos,  gracias  a  la 
autoridad  del  sabio  Sollier:  es  una  particularidad  de  los 
idiotas  y  de  los  imbéciles  tener  gusto  por  la  música.  Tho- 
rel  señala  una  contradicción  del  crítico  alemán  que  apa- 
rece harto  clara.  La  música,  dice  éste,  no  tiene  otro  obje- 
to que  despertar  emociones;  por  tanto,  los  que  se  entregan 
a  ella  son  o  están  próximos  a  ser  degenerados,  por  razón 
de  que  la  parte  del  sistema  nervioso  que  está  dotada  de 
la  fí-cultad  de  emotividad,  es  anterior  atávicamente  a  la 
substancia  gris  del  cerebro,  que  es  la  encargada  de  la 
representación  y  juicio  de  las  cosas;  y  el  progreso  de  la 

191 


R U      B      E      N  D      Á      R      10 

raza  consiste  en  la  superioridad  que  adquiere  esta  parte 
sobre  la  primera.  Entretanto  Nordau  coloca  entre  loa 
grandes  artistas  de  su  devoción  a  un  gran  músico:  Beetbo- 
ven.  De  más  está  decir  que  las  ideas  que  Max  Nordau 
profesa  sobre  el  arte  son  de  una  estética  en  extremo  sin- 
gular y  utilitaria.  El  carro  de  hierro,  la  ciencia,  ha  des- 
truido según  él  los  ideales  religiosos.  No  va  ese  carro 
tirado,  ciertamente,  por  una  cuadriga  de  caballos  de  Atila. 
Y  hoy  miámo,  en  el  campo  de  la  humanidad,  después  del 
paso  del  monstruo  científico,  renacen  árboles,  llenos  de 
flores  de  fe.  Tampoco  el  arte  podrá  ser  destruido.  Los 
divinos  semi-locos  "necesarios  para  el  progreso",  vivirán 
siempre  en  su  celeste  manicomio  consolando  a  la  tierra 
de  sus  sequedades  y  durezas  con  una  armoniosa  lluvia  de 
esplendores  y  una  maravillosa  riqueza  de  ensueños  y  de 
esperanzas. 

Por  de  pronto,  en  Degeneración  los  números  de  hospi- 
tal, entre  otros,  son  los  siguientes:  Tolstoy — puesto  que 
lleno  de  una  santa  pasión  por  el  mujick,  por  el  pobre  cam- 
pesino de  su  Rusia,  se  enciende  en  religiosa  caridad  y  ali- 
via el  sufrimiento  humano,  queda  señalado.  Queda  señala- 
do también  Zola,  ese  búfalo;  Dante  Gabriel  Rossetti  tiene 
su  pareja  en  tal  casa  de  orates,  en  tal  lesionado  que  pa- 
dece de  alalia.  Esto  a  causa  de  los  motivos  musicales  de 
algunos  de  sus  poemas  que  se  repiten  con  frecuencia. 
Deben  acompañar  lógicamente  en  su  desahucio  al  ex- 
quisito prerrafaelista  los  bucólicos  griegos,  los  autores 
de  himnos  medioevales,  ios  romancistas  españoles  y  los 
innumerables  cancioneros  que  han  repetido  por  gala 
rítmica  una  frase  dada  en  el  medio  o  en  el  fin  de  sus 
estrofas.  El  admirado  universalmente  por  su  alta  crítica 
artística,  Ruskin,  queda  condenado:  es  la  causa  de  su 
condenación  el  defender  a  Burne  Jones  y  a  la  escuela 
prerrafaelista.  En  el  proceso  del  libro,  desfilan  los  sim- 
bolistas y  decadentes.  El  ilustre  jefe,  el  extraño  y  caba- 
lístico Mallarmc  con  el  pasaporte  de  su  música  encanta- 
dora y  de  sus  brumas  herméticas,  no  necesita  más  para 
el  diagnóstico.  Charles  Morice,  de  larga  cabellera  y  de 
grandes  ideas,  al  manicomio^  Lo  mismo  Regnier,  el  or- 

192 


L        0___S RAROS 

gulloso  ejecutante  en  el  teclado  del  verso;  Julio  L'^forgue, 
que  con  la  introducción  del  verso  falso  ha  hecho  tantas 
exquisiteces;  Paul  Adam,  que  ya  curado  de  ciertas  exa- 
geraciones de  juventud,  escribe  sus  Princesas  Bizan- 
tinas; Stuart  Merril,  prestigioso  rimador  yanqui-francés; 
Laurent  Tailhade,  que  resucita  a  Rabelais  después  de 
cincelar  sus  joyas  místicas.  No  hay  que  negarle  mucha 
razón  a  Nordau  cuando  trata  de  Verlaine,  con  quien — en 
cuanto  al  poeta  -es  justo.  Mas  el  que  conozca  la  vida  de 
Verlaine  y  lea  sus  obras,  tendrá  que  confesar  que  hay 
en  ese  potente  cerebro,  no  el  grano  de  locura  necesario, 
sino  la  lesión  terrible  que  ha  causado  la  desgracia  de  ese 
«poeta  maldito».  En  cuanto  a  Rimbaud — a  quien  un 
talento  tan  claro  como  el  de  Jorge  Vanor  coloca  entre  los 
genios—,  tan  orate  como  él,  aunque  menos  confuso,  y  a 
Tristan  Corbiere,  a  quien  sus  versos  marinos  salvan... 
Después  Rene  Ghil  y  su  tentativa  de  instrumentación, 
Gustavo  Khan  y  su  apreciación  del  valor  tonal  de  las 
palabras  son  más  bien— a  mi  ver — excéntricos  literarios 
llevados  por  una  concepción  del  arte,  en  verdad  abstrusa 
y  difícil.  Y  por  lo  que  toca  a  Moreas,  cuyo  talento  es 
sólido  e  innegable,  y  a  quien  por  buena  amistad  personal 
conozco  íntimamente,  puedo  afirmar  que  lo  que  menos 
tiene  dañado  es  el  seso.  Risueño,  poeta,  conocedor  de 
su  París,  ha  sabido  cortarle  la  cola  a  su  perro,  y  nada 
más. 

Los  wagnerianos  van  en  montón  ,  con  el  olímpico 
maestro  a  la  cabeza.  No  oye  el  médico  de  piedra  el  eco 
soberbio  de  la  floresta  de  armonías.  Mientras  Max  Nor- 
dau escribe  su  diagnóstico,  van  en  fuga  visionaria  Sig- 
frido  y  Brunhilda,  Venus  desnuda,  guerreros  y  sirenas, 
Wotan  formidable,  el  marino  del  barco -fantasma;  y,  lle- 
vado por  el  blanco  cisne,  alada  góndola  de  viva  nieve, 
rubio  como  un  Dios  de  la  Walhalla,  el  bello  caballero 
Lohengrin. 

Pláceme  la  dureza  del  clínico  para  con  el  grupo  de  fal- 
sos místicos  que  trastruecan  con  extravagantes  parodias 
los  vuelos  de  la  fe  y  las  obras  de  religión  pura . 

Así  también  a  los  que,  sin  ver  el  gran  peligro  de  las 

13  193 


7^^ U      B      E      N.  DARÍO 

posesiones  satánicas  que  en  el  vocabulario  de  la  ciencia 
atea  tienen  también  su  nombre — penetran  en  las  obscu- 
ridades escabrosas  del  ocultismo  y  de  la  magia,  cuando 
no  en  las  abominables  farsas  de  la  misa  negra.  No  hay 
duda  de  que  muchos  de  los  magos,  teósofos  y  hermetistas 
están  predestinados  para  una  verdadera  alineación. 

Todos  los  médicos  pueden  testificar  que  el  espiritismo 
ha  dado  muchos  habitantes  a  las  celdas  de  los  manico- 
mios. 

Por  la  puerta  del  egoísmo  entran  los  parnasianos  y 
diabólicos,  los  decadentes  y  estetas,  los  ibsenistas,  y  un 
hombre  ilustre  que,  desgraciadamente,  se  volvió  loco: 
Federico  Nietzsche.  ¿El  egoísmo  es  un  producto  de  este 
siglo?  Un  estudio  de  la  historia  del  espíritu  humano, 
demostrará  que  no. 

No  ha  habido  mejor  defensor  del  egoísmo  bien  enten- 
dido, en  este  fin  de  siglo,  que  Mauricio  Barres.  Ya  Saint- 
Simón,  en  la  aurora  de  estos  cien  años,  combatía  el  patrio- 
tismo en  nombre  del  egoísmo.  Y  en  el  estado  actual  de 
la  sociedad  humana,  ¿quién  podrá  extrañar  el  aislamiento 
de  ciertas  almas  estilistas,  de  pie  sobre  su  columna  moral, 
que  tienen  sobre  sí  la  mirada  del  ojo  de  los  bárbaros? 

Entre  los  parnasianos,  si  no  cita  a  todos  los  clientes  de 
Lemerre,  que  con  el  oro  de  la  rima  le  repletarán  su  caja 
de  editor  millonario,  señala  al  soberbio  Theo,  que  va  a 
su  celda,  agitando  la  cabellera  absalónica  y  junto  con  él 
Banville,  el  mejor  tocador  de  lira  de  los  anfiones  de 
Francia.  ¿Y  Mendés? 

On  y  recontre  aussi  Mendés 
A  qui  nul  rythme  ne  resiste, 
Qu'il  chante  TOlimpe  ou  l'Ades. 

También  se  encuentra  allí  Mendés,  entre  los  degenera- 
dos, a  causa  de  sus  versos  diamantinos  y  de  sus  floridas 
priapeas.  Y  al  paso  de  los  estetas  y  decadentes,  lleva  la 
insignia  de  capitán  de  los  primeros  Osear  Wilde.  Sí, 
Dorian  Gray  es  loco  rematado,  y  allá  va  Dorian  Gray  a 
su  celda.  No  puede  escribirse  con  la  masa  cerebral  com- 

194 


LOS RAROS 

pletamente  sana  el  libro  Inteniions...  Y  lo  que  son  los 
decadentes — jNordau,  como  todos  los  que  de  ello  tratan, 
desbarra  en  la  clasificación! — ,  van  representados  por 
Villiers  de  l'Isle-Adam,  el  hermano  menor  de  Poe,  por 
el  católico  Barbey  d'Aureville...  por  el  turanio  Richepin; 
por  Huyssmans,  en  fin,  lleno  de  músculos  y  de  fuerzas 
de  estilo,  que  personificara  en  Des  Esseintes  el  tipo 
finisecular  del  cerebral  y  del  quintaesenciado,  del  manojo 
de  vivos  nervios  que  vive  enfermo  por  obra  de  la  prosa 
de  su  tiempo.  Si  sois  partidarios  de  Ibsen,  sabed  que  el 
autor  de  Reda  Gabler  está  declarado  imbécil.  No  citaré 
más  nombres  de  la  larga  lista. 

Después  de  la  diagnosis,  la  prognosis;  después  de  la 
prognosis,  la  terapia.  Dada  la  enfermedad,  el  proceso  de 
ella;  luego,  la  manera  de  curarla.  La  primera  indicación 
terapéutica  es  el  alejamiento  de  aquellas  ideas  que  son 
causa  de  la  enfermedad.  Para  los  que  piensan   honda- 
mente en  el  misterio  de  la  vida,  para  los  que  se  entregan 
a  toda  especulación  que  tenga  por  objeto  lo  desconocido, 
"no  pensar  en  ello".  Cuando  Ayarragaray  entre  nosotros 
señala  el  campo,  la  quietud,  el  retiro,  "Cantaclaro"    pro- 
testa. Nordau,  pasando  sobre  el  hegelianismo  y  el  idea- 
lismo trascendental  de  Ficht  en  persecución  del  "egoísmo 
morboso",  explica  etiológicamente  la  degeneración  como 
un  resultado  de  la  debilidad  de  los  centros  de  percepción 
o  de  los  nervios  sensitivos;  cuando  trata  de  la  curación 
debe  permitir  que  sus  lectores  abran  la  boca  en  forma 
de  O.  Receta:  prohibición  de  la  lectura  de  ciertos  libros, 
y,  respecto  a  los  escritores  "peligrosos",  que  se  les  aleje 
de  los  centros  sociales,  ni  más  ni  menos  como  a  los  laza- 
rinos y  coléricos.  Y  "¡horresco  reíerensl"    que   de  no 
tomar  tal  medida,  se  les  trate  exactamente  como  ao  s 
perros  hidrófobos.  Este  seráfico  sabio  trae  a  la  memoria 
al  autor  de  la  "Modesta  proposición  para  impedir  que 
los  niños  pobres  sean  una  carga  para  sus  padres  v  s  u 
país,  y  medio  de  hacerles  útiles  para  el  público".  Ya  se 
sabe  cuál  era  ese  medio  que  Swift  proponía  "with  the 
tread  and  gaiety  of  an  ogre",  que  dice  Trackeray:  comerse 
a  los  chicos.  Mas  cuando  Max  Nordau  habla  del  arte  con 

195 


R_     U      B      E      N DARÍO 

el  mismo  tono  con  que  hablaría  de  la  fiebre  amarilla  o 
del  tifus;  cuando  habla  de  los  artistas  y  de  los  poetas 
como  de  "casos",  y  aplica  la  thanathoterapia,  quien  le 
sonríe  fraternalmente  es  el  perilustre  Dr.  Tribulat  Bon- 
homet,  "profesor  de  diagnosis",  que  gozaba  voluptuosa- 
mente apretándoles  el  pescuezo  a  los  cisnes  de  los  estan- 
ques. El,  antes  de  la  indicación  del  autor  de  Entartung, 
había  hecho  la  célebre  "Moción  respecto  a  la  utilización 
de  los  terremotos".  El  odiaba  científicamente  a  "ciertas 
gentes  toleradas  en  nuestros  grandes  centros,  a  título  de 
artistas",  "esos  viles  alineadores  de  palabras,  que  son 
una  peste  para  el  cuerpo  social".  "Es  preciso  matarlos 
horriblemente",  decía.  Y  para  ello  proponía  que  se  cons- 
truyese en  lugares  donde  fuesen  frecuentes  los  temblores 
de  tierra  grandes  edificios  de  techos  de  granito;  y  «allí 
invitaremos  para  que  se  establezca  a  toda  la  inspirada 
«ribambelle  de  ees  pretendus  Reveurs»,  que  Platón  que- 
ría, indulgentemente,  coronar  de  rosas  y  arrojarlos  de 
su  República».  Ya  instalados  los  poetas,  los  «soñadores>, 
un  terremoto  vendría  y  el  efecto  sería  el  que  caracterizaba 
Bonhomet  con  esta  inquietante  onomatopeya: 

lüKrrraaaakü! 

Pero  el  viejo  Tribulat  no  era  tan  cruel,  pues  ofrecía 
dar  a  sus  condenados  a  aplastamiento  horizontes  bellos, 
aires  suaves,  músicas  armoniosas.  Por  tanto,  yo,  que  ado- 
ro al  amable  coro  de  las  musas  y  el  azul  de  los  sueños, 
preferiría,  antes  que  ponerme  en  manos  de  Max  Nordau, 
ir  a  casa  del  médico  de  Clara  Lenoir,  quien  me  enviaría 
al  edificio  de  granito^  en  donde  esperaría  labora  de  mo- 
rir saludando  a  la  primavera  y  al  amor,  cantando  las  ro- 
sas y  las  liras  y  besando  en  sus  rojos  labios  a  Cloe,  Ca- 
latea o  Cidalisal 


196 


IBSEN 


o  hace  mucho  tiempo  han  comenzado  las  ex- 
ploraciones intelectuales  al  Polo.  Ya  Lecon- 
te  de  Lisie  había  ido  a  contemplar  la  Natu- 
raleza y  aprender  el  canto  de  las  runoyas; 
Mendés  a  ver  el  sol  de  media  noche  y  a  ha- 
cer dialogar  a  Snorr  y  Snorra,  en  un  poema 
de  sangre  y  de  hielo.  Después,  los  Nordenskjold  del  pen- 
samiento descubrieron  en  las  lejanas  regiones  boreales 
seres  extraños  e  inauditos:  poetas  inmensos,  pensadores 
cósmicos.  Entre  todos,  hallaron  uno,  en  la  Noruega;  era 
un  hombre  fuerte  y  raro,  de  cabellos  blancos,  de  sonrisa 
penosa,  de  miradas  profundas,  de  obras  profundas.  ¿Es- 
taba acaso  en  él  el  genio  ártico?  Acaso  estaba  en  él  el 
genio  ártico.  Parecería  que  fuese  alto  como  un  pino.  Es 
chico  de  cuerpo.  Nació  en  su  país  misterioso;  el  alma  de 
la  tierra  en  sus  más  enigmáticas  manifestaciones,  se  le 
reveló  en  su  infancia.  Hoy,  es  ya  anciano;  ha  nevado  mu- 
cho sobre  él;  la  gloria  le  ha  aureolado,  como  una  magni- 

197 


RUBÉN  parí O 

fícente  aurora  boreal.  Vive  allá,  lejos,  en  su  tierra  de 
fjords  y  lluvias  y  brumas,  bajo  un  cielo  de  luz  caprichosa 
y  esquiva.  El  mundo  le  mira  como  a  un  legendario  habi- 
tante del  reino  polar.  Quiénes,  le  creen  un  extravagante 
generoso,  que  grita  a  los  hombres  la  palabra  de  su  sue- 
ño, desde  su  frío  retiro;  quiénes,  un  apóstol  huraño; 
quiénes,  un  loco.  ¡Enorme  visionario  de  la  niet^e!  Sus  ojos 
han  contemplado  las  largas  noches  y  el  sol  rojo  que  en- 
sangrienta la  obscuridad  invernal:  luego  miró  la  noche 
de  la  vida,  lo  obscuro  de  la  humanidad.  Su  alma  estará 
amargada  hasta  la  muerte. 

Maurice  Bigeon,  que  le  ha  conocido  íntimamente,  nos 
le  pinta:  "La  nariz  es  fuerte,  los  pómulos  rojos  y  salien- 
tes, la  barbilla  vigorosam.ente  marcada;  sus  grandes  ante- 
ojos de  oro,  su  barba  espesa  y  blanca  donde  se  hunde  lo 
bajo  del  rostro,  le  dan  "l'air  brave  homme",  la  aparien- 
cia de  un  magistrado  de  provincia,  envejecido  en  el  car- 
go. Toda  la  poesía  del  alma,  todo  el  esplendor  de  la  inte- 
ligencia, se  han  refugiado,  aparecen  en  los  labios  finos  y 
largos,  un  tanto  sensuales,  que  forman  en  las  comisuras 
una  mueca  de  altiva  ironía;  en  la  mxirada,  velada  y  como 
abierta  hacia  adentro,  ya  dulce  y  melancólica,  ya  ágil  y 
agresiva,  mirada  de  místico  y  luchador,  mirada  turbado- 
ra, inquietante,  atormentada,  bajo  la  cual  se  tiembla,  y 
que  parece  escrutar  las  conciencias.  Y  la  frente,  sobre 
todo,  es  magnífica,  cuadrada,  sólida,  de  potentes  contor- 
nos, frente  heroica  y  genial,  vasta  como  el  mundo  de 
pensamientos  que  abriga.  Y  dominando  el  conjunto, 
acentuando  todavía  más  esta  impresión  de  animalidad 
ideal  que  se  desprende  de  su  fisonomía  toda,  una  crina- 
da cabellera  blanca,  fogosa,  indomable... 

...  Un  hombre,  en  resumen,  de  esencia  especial,  de  tipo 
extraño,  que  inquieta  y  subyuga,  cuyo  igual  es  inencon- 
trable— un  hombre  que  no  se  podría  olvidar  aunque  se 
viviese  cien  años." 


Pues  todo  hombre  tiene  un  mundo  interior,  y  los  varo- 
nes superiores  tiénenlo  en  grado  supremo,  el  gran  es- 

198 


LOS  RAROS 

candinavo  halló  su  tesoro  en  su  propio  mundo.  "Todo  lo 
he  buscado  en  mí  mismo,  todo  ha  salido  de  mi  corazón." 

Es  en  sí  propio  donde  encontró  el  mejor  venero  para 
estudiar  el  principio  humano.  Hizo  la  propia  vivisección. 
Puso  el  oído  a  su  propia  voz  y  los  dedos  al  propio  pulso. 
Y  todo  salió  de  su  corazón.  ¡Su  corazón! 

El  corazón  de  un  sensitivo  y  de  un  nervioso.  Palpitaba 
por  el  mundo.  Estaba  enfermo  de  humanidad. 

Su  organización  vibradora  y  predispuesta  a  los  cho- 
ques de  lo  desconocido,  se  templó  más  en  el  medio  de  la 
naturaleza  fantasmal,  de  la  atmósfera  extraña  de  la  pa- 
tria nativa.  Una  mano  invisible  le  asió  en  las  tinieblas. 

Ecos  misteriosos  le  llamaron  en  la  bruma.  Su  niñez  fué 
una  flor  de  tristeza.  Estaba  ansioso  de  ensueños,  había 
nacido  con  la  enfermedad.  Yo  me  lo  imagino,  niño  silen- 
cioso y  pálido,  de  larga  cabellera,  en  su  pueblo  de  Skien, 
de  calles  solitarias,  de  días  nebulosos.  Me  lo  imagino  en 
los  primeros  estremecimientos  producidos  por  el  espíritu 
que  debía  poseerle,  en  un  tiempo  perpetuamente  cre- 
puscular, o  en  el  silencio  frío  de  la  noche  noruega.  Su 
pequeña  alma  infantil,  apretada  en  un  hogar  ingrato,  los 
primeros  golpes  morales  en  esa  pequeña  alma  frágil  y 
cristalina,  las  primeras  impresiones  que  le  hacen  com- 
prender la  maldad  de  la  tierra  y  lo  áspero  del  camino  por 
recorrer.  Después,  en  los  años  de  la  juventud,  nuevas  as- 
perezas. El  comienzo  de  la  lucha  por  la  vida  y  la  visión 
reveladora  de  la  miseria  social.  ¡Ah,  él  comprendió  el 
duro  mecanismo;  y  el  peligro  de  tanta  rueda  dentada;  y 
el  error  de  la  dirección  de  la  máquina;  y  la  perfidia  de  los 
capataces  y  la  universal  degradación  de  la  especie.  Y  su 
alrna  se  hizo  su  torre  de  nieve.  Apareció  en  él  el  lucha- 
dor, el  combatiente.  Acorazado,  casqueado,  armado,  apa- 
reció el  poeta.  Oyó  la  voz  de  los  pueblos.  Su  espíritu  sa- 
lió de  su  restringido  círculo  nacional;  cantó  las  luchas 
extranjeras;  llamó  la  unión  de  las  naciones  del  Norte;  su 
palabra,  que  apenas  se  oía  en  su  pueblo,  fué  callada  por 
el  desencanto;  sus  compatriotas  no  le  conocieron;  hubo 
para  él,  eso  sí,  piedras,  sátira,  envidia,  egoísmo,  estupi- 
dez: su  patria,  como  todas  las  patrias,  fué  una  espesa  co- 

199 


RUBÉN  DARÍO 

madre  que  dio  de  escobazos  a  su  profeta.  De  Skien  a 
Grimstad,  a  Cristianía.  De  la  mano  de  Welhaven  su  espí- 
ritu penetra  en  el  mundo  de  una  nueva  filosofía.  Después 
del  desencanto,  halla  otra  vez  su  joven  musa  cantos  de 
entusiasmo,  de  vida,  de  amor.  En  los  tiempos  de  las  pri- 
meras luchas  por  la  vida  había  sido  farmacéutico.  Fué 
periodista  después.  Luego,  director  de  una  errante  com- 
pañía dramática.  Viaja,  vive.  De  Dinamarca  vuelve  a  la 
capital  de  su  país,  y  se  ocupa  también  en  cosas  de  teatro. 
En  su  trato  con  los  cómicos — tal  Guillermo  Shakespea- 
re— comienza  a  entrever  el  mundo  de  su  obra  teatral. 
Está  pobre,  no  le  importa;  ama.  Se  enloquece  de  amor: 
tanto  se  enloquece,  que  se  casa.  Una  dulce  hija  del  pas- 
tor protestante  fué  su  mujer.  Imaginóme  que  la  buena 
Daé  Thoresen  debe  de  haber  tenido  los  cabellos  del  más 
lindo  oro,  y  los  ojos  divinamente  azules. 


Después  de  su  Catilina,  simple  ensayo  juvenil,  el  autor 
dramático  surge.  La  antigua  patria  renace  en  La  Caste- 
llana de  Ostroett)  los  que  conocéis  la  obra  ibseniana, 
oiréis  siempre  el  grito  final  de  Dame  Ingegerd,  agonizan- 
te: "¿Lo  que  yo  quiero?  Un  ataúd,  un  ataúd  cerca  del  de 
mi  hijo."  Después  Los  Guerreros  de  Helgelandy  esa  rara 
obra  de  visionario.  Recordad: 

"Hjordis. — El  lobo,  allí  está,  ¿lo  ves?  allí.  No  me  deja 
nunca;  me  tiene  clavados  sus  ojos  rojos,  incandescentes. 
¡Ah,  Sigurd,  es  un  presagio!  Tres  veces  se  me  ha  apare- 
cido, y  seguramente  eso  quiere  decir  que  moriré  esta 
noche. 

Sigurd. — ¡HjordisI  ¡Hjordis! 

Hjordis.— Acaba  de  desaparecer  allá,  en  el  suelo. 
Ahora,  ya  lo  sé. 

Sigurd.— ¡Oh,  Hjordis,  ven,  estás  enfermo!  Volvamos 
a  casa. 

Hjordis. — No;  esperaré  aquí.  Tengo  muy  poco  tiempo 
de  vida. 

Sigurd. — ¿Pero  qué  tienes? 

Hjordis.— ¿Qué  tengo?  No  sé.  Pero  ya  lo  ves,  tú  has 

200 


LOS R        A         R O S 

dicho  la  verdad  hoy.  Gunuar  y  Daquy  están  allí,  entre 
nosotros.  Dejémosles.  Dejemos  esta  vida;  así  podemos 
vivir  juntos. 

Sigurd. — ¿Podemos?  ¿Tú  lo  crees? 

Hjordis.  — Desde  el  día  en  que  has  tomado  otra  mujer, 
yo  estoy  sin  patria  en  este  mundo»,  etc. 

Los  pretendientes  a  la  corona,  donde  hay  el  admira- 
ble diálogo  entre  el  Poeta  y  el  Rey,  y  el  cual  tiene  que 
haber  influido  muy  directamente  en  la  forma  dialogal  ca- 
racterística de  Maeterlinck,  en  sus  dramas  simbólicos, 
seguida  en  parte  por  Eugenio  de  Castro  en  su  suntuoso 
Belkiss.  Véase: 

El  rey  Skule. — Me  hablarás  de  eso  dentro  de  peco. 
Pero  dime,  Skalda,  que  has  errado  tanto  por  países  ex- 
tranjeros, ¿has  visto  una  mujer  que  ame  al  hijo  de  otra? 
Y  cuando  digo  amar,  entiendo  amar  no  con  un  senti- 
miento pasajero,  sino  amar  con  todas  las  ternuras  del 
alma. 

El  poeta  Jatgeir.— Eso  no  acontece  sino  a  las  mujeres 
que  no  tienen  hijos. 

El  rey.  —¿A  ellas  solamente? 

El  poeta. — Sobre  todo  a  las  que  son  estériles. 

El  rey. — ¿Sobre  todo  a  las  que  son  estériles?  ¿Aman 
entonces  a  los  hijos  de  otra,  con  todas  las  ternuras  de  su 
alma? 

El  poeta.-  Sí,  a  menudo. 

El  rey.— Y,  ¿no  es  cierto?  Sucede  que  esas  mujeres 
estériles  matan  a  los  hijos  de  otra,  despechadas  de  no 
haber  tenido  ellas. 

El  poeta. — Sí.  Pero  eso  no  es  obrar  prudentemente. 

El  rey. — ¿Prudentemente? 

El  poeta. — No,  no  es  obrar  prudentemente,  porque  dan 
a  aquellos  cuyos  hijos  matan  el  don  del  sufrimiento. 

El  rey. — Pero,  ¿crees  tú  que  el  don  del  sufrimiento  sea 
una  buena  cosa? 

El  poeta.  —  Sí,  señor. 

El  rey. — Islandés,  hay  como  dos  hombres  en  ti.  Estás 
entre  la  muchedumbre,  en  algún  alegre  festín,  y  pones  un 
manto  sobre  tus  pensamientos.  Se  está  a  solas  contigo,  y 

201 


RUBÉN D^    ARIO 

te  asemejas  a  los  raros  a  quienes  voluntariamente  se  es- 
cogería por  amigos.  ¿Por  qué  es  así? 

El  poeta.  — Señor,  cuando  os  queréis  bañar  en  el  río, 
no  os  desvestís  cerca  de  donde  pasan  los  que  van  a  la 
iglesia,  sino  que  buscáis  un  lugar  solitario... 

El  rey. — Naturalmente. 

El  poeta. — ¡Y  bien!  yo  también  tengo  el  pudor  del  alma, 
y  por  eso  es  que  no  me  desvisto  cuando  hay  tanta  gente 
en  la  sala. 

El  rey. — ¿Eh?  Cuéntame,  Jatgeir,  cómo  has  llegado  a 
ser  poeta  y  quién  te  ha  enseñado  la  poesía. 

El  poeta. — Señor,  la  poesía  no  se  aprende. 

El  rey. — ¡La  poesía  no  se  aprende!  Entonces,  ^cómo 
has  hecho? 

El  poeta.— He  recibido  el  don  del  sufrimiento  y  así  he 
he  llegado  a  ser  poeta. 

El  rey. — Así,  pues,  ¿el  don  del  sufrimiento  es  necesario 
al  poeta? 

El  poeta.— Para  mí  fué  necesario;  pero  hay  otros  a 
quienes  ha  sido  concedida  la  alegría,  la  fe  o  la  duda. 

El  rey. — ¿Aun  la  duda? 

El  poeta. — Sí;  pero  es  preciso  que  sea  la  duda  de  la 
fuerza  y  de  la  salud. 

El  rey. — ¿Y  cuál  es  la  duda  que  no  sea  la  de  la  fuerza 
y  de  la  salud? 

El  poeta. — Es  la  duda  que  d  ida  aun  de  su  duda. 

El  rey. — Paréceme  que  eso  debe  ser  la  muerte. 

El  poeta. — Es  más  horrible  que  la  muerte  misma:  son 
las  tinieblas  profundas»,  etc. 

La  Comedia  del  Amor  marca  el  humor  fino  que  hay 
también  en  Ibsen,  siempre  a  propósito  de  errores  socia- 
les; y  es  una  puerta  de  libertad,  abierta  al  santo  instinto 
humano  de  amor. 

Con  la  hostilidad  de  los  cómicos  cuya  dirección  tenía, 
y  el  clamor  de  odio  y  de  villanía  que  contra  él  alzaron 
unos  cuantos  periodistas,  tuvo  que  mostrar  hombros  de 
hierro,  cabeza  resistente,  puños  firmes.  Su  tierra  le  des- 
conocía, le  desdeñaba,  le  odiaba,  le  calumniaba.  Entonces 
sacudió  el  polvo  de  sus  zapatos.  Se  va,  mordiendo  versos 

202 


LOS RARO _S 

contra  el  rebaño  de  tontos;  se  va,  desterrado  por  la  fosili- 
zada familia  de  retardatarios  y  de  puritanos.  Así,  más  se 
ahonda  en  su  corazón  el  sentimiento  de  la  redención  social. 

El  revolucionario  fué  a  ver  el  sol  de  oro  de  las  nacio- 
nes latinas. 

Después  de  este  baño  solar  nacieron  las  otras  obras 
que  debían  darle  el  imperio  del  drama  moderno,  y  co- 
locarle al  lado  de  Wagner,  en  la  altura  del  arte  y  del 
pensamiento  contemporáneo.  El  había  sido  el  escultor 
en  carne  viva,  en  su  propia  carne.  Animó  después  sus 
extraños  personajes  simbólicos  por  cayos  labios  saldría 
la  denuncia  del  mal  inveterado,  en  la  nueva  doctrina.  Los 
pobres  tendrán  en  él  un  gran  defensor.  Es  un  propósito 
de  redención  el  que  le  impulsa.  Es  un  gigantesco  arqui- 
tecto que  desea  erigir  su  construcción  monumental,  para 
salvar  las  almas  por  la  plegaria  en  la  altura,  de  cara  a  Dios. 

El  hombre  de  las  visiones,  el  hombre  del  país  de  los 
kobolds,  encuentra  que  hay  mayores  misterios  en  lo  co- 
mún de  la  vida  que  en  el  reino  de  la  fantasía:  el  mayor 
enigma  está  en  el  propio  hombre.  Y  su  sueño  es  ver  la 
vida  mejor,  el  hombre  rejuvenecido,  la  actual  máquina 
social  despedazada.  Nace  en  él  el  socialista;  es  una  espe- 
cie de  nuevo  redentor. 

Así  surgen  El  pato  salvaje,  Nora,  Los  aparecidos.  El 
enemigo  del  pueblo,  Rosmersliolví,  Hedda  Gabler.  Escribía 
para  la  muchedumbre,  para  la  salvación  de  la  muchedum- 
bre. La  máquina  recibía  rudos  golpes  de  su  enorme  mar- 
tillo de  dios  escandinavo.  Su  martilleo  se  03'e  por  todo  el 
orbe.  La  aristocracia  intelectual  está  con  él.  Se  le  saluda 
como  a  uno  de  los  grandes  héroes.  Pero  su  obra  no  pro- 
duce lo  que  él  desea.  Y  su  esfuerzo  se  vela  de  una  som- 
bra de  pesimismo. 

Fué  a  ver  el  sol  de  las  naciones  latinas. 

Y  en  las  naciones  latinas  encuentra  luchas  y  horrores, 
desastres  y  tristezas:  su  alma  padece  por  la  amargura  de 
Francia.  Llega  un  momento  en  que  juzga  muerta  el  alma 
de  la  raza.  Mas  no  se  va  del  todo  la  esperanza  de  su  co- 

203 


RUBÉN D      A R      I      O 

razón.  Cree  en  la  resurrección  futura:  "¿Quién  sabe  cuán- 
do la  paloma  traerá  en  su  pico  el  ramo  precursor?  Lo 
veremos.  Por  lo  que  a  mí  toca,  hasta  ese  día,  permanece- 
ré en  mi  habitáculo  enguatado  de  Suecia,  celoso  de  la 
soledad,  ordenando  ritmos  distinguidos.  La  multitud  va- 
gabunda se  enojará  sin  duda  alguna,  y  me  tratará  de  re- 
negado; pero  esa  muchedumbre  rae  espanta,  no  quiero 
que  el  lodo  me  salpique;  y  deseo,  en  traje  de  himeneo, 
sin  mancha,  aguardar  la  aurora  que  ha  de  venir."  ¡Ah,  la 
pobre  humanidad  perdida!  Ese  extraño  redentor  quiere 
salvarla,  encontrar  para  ella  el  remedio  del  mal  y  la  sen- 
da que  conduce  al  verdadero  bien.  Pero  cada  instante 
que  pasa  le  da  la  muerte  a  una  ilusión.  Los  hombres  es- 
tán originalmente  viciados.  Su  mismo  organismo  es  un 
foco  infectivo;  su  alma  está  sujeta  al  error  y  al  pecado. 
Se  va  sobre  lozadales  o  sobre  cambroneras.  La  existen- 
cia es  el  campo  de  la  mentira  y  el  dolor.  Los  malos  son 
los  que  logran  conocer  el  rostro  de  la  felicidad,  en  tanto 
que  el  inmenso  montón  de  los  desgraciados  se  agita  bajo 
la  tabla  de  plomo  de  una  fatal  miseria.  Y  el  redentor  pa- 
dece con  la  pena  de  la  muchedumbre.  Su  grito  no  se 
escucha,  su  torre  no  tiene  el  deseado  coronamiento.  Por 
eso  su  agitado  corazón  está  de  luto,  por  eso  brotan  de 
los  labios  de  sus  nuevos  personajes  palabras  terribles, 
condenaciones  fulminantes,  ásperas  y  flagelantes  verda- 
des. Es  pesimista  por  cbra  de  la  fuerza  contraria.  El  ha 
entrevisto  el  ideal,  como  un  miraje.  Ha  caminado  tras  él, 
ha  despedazado  sus  pies  en  las  piedras  del  camino,  no 
ha  logrado  sino  cosechas  de  decepciones,  su  fata-morgana 
se  ha  convertido  en  nada. 

Y  su  progenie  simbólica  está  animada  de  una  vida 
maravillosa  y  elocuente.  Sus  personajes  son  seres  que 
viven  y  se  mueven  y  obran  sobre  la  tierra,  en  medio  de 
la  sociedad  actual.  Tienen  la  realidad  de  la  existencia 
nuestra.  Son  nuestros  vecinos,  nuestros  hermanos.  A  ve- 
ces nos  sorprende  oir  salir  de  sus  bocas  nuestros  propios 
íntimos  pensamientos.  Y  es  que  Ibsen  es  el  hermano  de 
Shakespeare.  El  proceso  shakespeareano  de  León  Daudet 
tendría  mejor  aplicación  si  se  tratase  del  gran  escandi- 

204 


LOS RAROS 

navo.  Los  tipos  son  observados,  tomados  de  la  vida 
común.  La  misma  particularidad  nacional,  el  escenario 
de  la  Noruega,  le  sirve  para  acentuar  mejor  los  rasgos 
universales.  Después,  él,  el  creador,  ha  exprimido  su 
corazón:  ha  sondeado  su  océano  mental;  ha  penetrado  en 
su  obscura  selva  interior;  es  el  buzo  de  la  conciencia 
general,  en  lo  profundo  de  su  propia  conciencia.  Y  había 
habido  un  día  en  que  desde  el  vientre  materno  su  alma 
se  llenara  de  la  virtud  del  arte.  Su  dolencia  debía  de  ser 
la  sublime  dolencia  del  genio;  de  un  genio  peregrino,  en 
que  se  juntarían  las  ocultas  energías  psíquicas  de  países 
remotos  en  los  cuales  parece  que  se  encontrase,  en  cier- 
tas manifestaciones,  la  realidad  del  Ensueño.  Y  ese 
"aristo",  ese  excelente,  ese  héroe,  ese  casi  superhombre, 
había  de  hacer  de  su  vida  un  holocausto;  había  de  ser  el 
apóstol  y  el  mártir  de  la  verdad  inconquistable,  un  in- 
menso trueno  en  el  desierto,  un  prodigioso  relámpago 
en  un  mundo  de  ciegas  pupilas.  Y  buscó  los  ejemplos 
del  mal  por  ser  el  ambiente  del  mal  el  que  satura  el 
mundo.  Desde  Job  a  nuestros  días,  jamás  el  diálogo  ha 
sentido  en  su  carne  verbal  los  sacudimientos  del  espíritu 
que  en  las  obras  de  Ibsen .  Habla  todo,  los  cuerpos  y  las 
almas.  La  enfermedad,  el  ensueño,  la  locura,  la  muerte 
toman  la  palabra;  sus  discursos  vienen  impregnados  de 
más  allá.  Hay  seres  ibsenianos  en  que  corre  la  esencia 
de  los  siglos.  Nos  hallamos  a  muchos  miles  de  leguas 
distantes  de  la  literatura,  esa  agradable  y  alta  rama  de 
las  Bellas  Artes.  Es  un  mundo  distinto  y  misterioso,  en 
que  el  pensador  tiene  la  estatura  de  los  arcángeles.  Se 
siente,  en  lo  obscuro  vecino,  una  brisa  que  sopla  de  lo 
infinito,  cuyo  sordo  oleaje  oímos  de  tanto  en  tanto. 

Su  lenguaje  está  construido  de  lógica  y  animado  de 
misterio.  Es  Ibsen  uno  de  los  que  más  hondamente  han 
escrutado  el  enigma  de  la  psique  humana.  Se  remonta  a 
Dios.  Parte  la  fuente  de  su  pensar  de  la  montaña  de  las 
ideas  primordiales.  Es  el  héroe  moral.  ¡Potente  solitario! 
Sale  de  su  torre  de  hielo  para  hacer  su  oficio  de  doma- 
dor de  razas,  de  regenerador  de  naciones,  de  salvador 
humano,  su  oficio,  ay,  ímprobo,  porque  cree  que  no 

205 


RUBÉN     DARÍO 

será  él  quien  verá  el  día  de  la  transfiguración  ansiada. 

No  os  extrañéis  de  que  sobre  su  obra  titánica  floten 
brumas  misteriosas.  Como  en  todos  los  espíritus  sobera- 
nos, como  en  todos  los  jerarcas  del  pensamiento,  su 
verbo  se  vela  de  humareda  cual  las  fisuras  de  las  solfa- 
taras  y  los  cráteres  de  los  volcanes. 

Consagrado  a  su  obra  como  a  un  sacerdocio,  es  el  ejem- 
plo más  admirable  que  puede  darse  en  la  historia  de  la 
idea  humana,  de  la  unidad  de  la  acción  y  del  pensamiento. 

Es  el  misionero  formidable  de  una  ideal  religión,  que 
predica  con  inaudito  valor  las  verdades  de  su  evangelio 
delante  de  las  civiHzadas  flechas  de  los  bárbaros  blancos. 

Si  Ibsen  no  fuera  un  sublevado  titán,  sería  un  santo, 
puesto  que  la  santidad  es  el  genio  en  el  carácter,  el  genio 
moral.  Y  ha  sentido  sobre  su  faz  el  soplo  de  lo  descono- 
cido, de  lo  arcano;  a  ese  soplo  ha  obedecido  su  autoin- 
vestigación  en  las  tinieblas  del  propio  abismo.  Y  va  por 
la  tierra  en  medio  de  los  dolores  de  los  hombres,  siendo 
el  eco  de  todas  las  quejas.  Los  versos  al  cisne,  recorda- 
dos por  Bigeon,  cantan  así:  "Cisne  candido,  siemp-re 
mudo,  en  calma  siempre!  Ni  el  dolor  ni  la  alegría  pueden 
turbar  la  serenidad  de  tu  indiferencia;  protector  majes- 
tuoso del  Elfo  que  se  aduerme,  tú  te  has  deslizado  sobre 
las  aguas  sin  jamás  producir  un  murmullo,  sin  jamás  lan- 
zar un  cántico. 

Todo  lo  que  juntamos  en  nuestros  pasos,  juramentos 
de  amor,  miradas  angustiosas,  hipocresías,  mentiras,  ¡qué 
te  importaban!  ¿Qué  te  importaban? 

Y,  sin  embargo,  la  mañana  de  tu  muerte  suspiraste  tu 
agonía,  murmuraste  tu  dolor... 

¡Y  eras  un  cisnel" 

El  olímpico  pájaro  de  nieve  cantado  tan  melancólica- 
mente por  el  Poeta  ártico — y  que  en  su  ciclo  surgiera  de 
manera  tan  mágica  y  armoniosa  por  obra  del  dios 
Wagner — es  para  Ibsen  nuncio  del  ultraterrestre  Enigma. 

He  ahí  que  la  inviolada  Desconocida  aparecerá  siem- 
pre envuelta  en  su  impenetrable  nube,  fuerte  y  silenciosa; 
su  fueiza,  el  fin  de  todas  las  fuerzas,  y  su  silencio,  la 
aleación  de  todas  las  armonías. 

206 


LOS  R        A         R O S 

¿Cuál  sería  el  poeta  que,  apoyado  en  el  muro  kantiano, 
ordenase  con  mayor  soberanía  el  himno  de  la  Voluntad? 
¿Quién  diría  la  voluntad  del  Mundo  y  el  mundo  de  la  Vo- 
luntad? Necesitaríase  un  Pitágoras  moral.  El  Noruego  ha 
comprendido  esa  armonía,  y  sus  cantos  han  sido  seres 
vivos.  Ha  sido  un  intérprete  de  esa  representación  de 
Dios.  Ha  sido  un  incansable  minador  de  prejuicios  y  ha 
ido  a  perseguir  el  mal  en  sus  dos  principales  baluartes,  la 
carne  y  el  espíritu.  La  carne,  que  en  su  infierno  contiene 
los  indomables  apetitos  y  las  tormentosas  consecuciones 
del  placer,  y  el  espíritu,  que,  presa  de  vacilaciones  o  es- 
clavo de  la  mentira  o  arrebatado  del  pecado  luciferino,  cae 
también  en  su  infierno. 

Autoridad,  constitución  social,  convenciones  de  los 
hombres  engañados  o  perversos,  religiones  amoldadas  a 
usos  viciados,  injusticias  de  la  ley  y  leyes  de  la  injusticia; 
todo  el  viejo  conjunto  del  organismo  ciudadano;  todo  el 
aparato  de  cultura  y  de  progreso  de  la  colectividad  mo- 
derna; toda  la  grande  y  monstruosa  Jericó  oye  sonar  el 
desusado  clarín  del  luminoso  enemigo;  pero  sus  muros 
no  se  conmueven,  sus  fábricas  no  caen.  Por  las  ventanas 
y  almenas  adviértese  cómo  las  caras  rosadas  de  las  mu- 
jeres que  habitan  la  ciudad  ríen,  y  los  hombres  se  enco- 
gen de  hombros.  Y  el  clarín  enemigo  suena  contra  los  en- 
gaños sociales;  contra  los  contrarios  del  ideal;  contra  los 
fariseos  de  la  cosa  pública;  contra  la  burguesía,  cuyo 
principal  representante  será  siempre  Pilatos;  contra  los 
jueces  de  la  falsa  justicia,  los  sacerdotes  de  los  falsos 
sacerdocios;  contra  el  capital,  cuyas  monedas,  si  se  rom- 
piesen, como  la  hostia  del  cuento,  derramarían  sangre  hu- 
mana; contra  la  explotación  de  la  miseria;  contra  los  erro- 
res del  Estado;  contra  las  ligas  arraigadas  desde  siglos 
de  ignominia  para  mal  del  hombre  y  aun  en  daño  de  la 
misma  naturaleza;  contra  la  imbécil  canalla  apedreadora 
de  profetas  y  adoradora  de  abominables  becerros;  contra 
lo  que  ha  deformado  y  empequeñecido  el  cerebro  de  la 
mujer,  logrando  convertirla,  en  el  transcurso  de  un  inme- 
morial tiempo  de  oprobio,  en  ser  inferior  y  pasivo;  contra 
las  mordazas  y  grillos  de  los  sexos;  contra  el  comercio 

207 


RUBÉN  parí O 

infame,  la  política  fangosa  y  el  pensamiento  prostituido: 
así  en  Los  aparecidos,  así  en  Hedda  Gablert  así  en  El 
enemigo  del  pueblo,  así  en  Solness,  así  en  Las  columnas  de 
la  sociedad,  así  en  Los  pretendientes  a  la  corona,  así  en  La 
Unión  de  los  jóvenes,  así  en  El  pequeño  Eyolf. 

El  arcángel  de  la  guarda  del  enorme  Escandinavo  tiene 
por  nombre  Sinceridad.  Otros  hay  que  le  escoltan,  y  se 
llaman  Verdad,  Nobleza,  Bondad,  Virtud.  Suele  también 
acompañarle  el  querubín  Eironeia.  Al  final  de  Las  colum- 
nas de  la  sociedad,  Lona  proclama  la  grandeza  de  la  Li- 
bertad y  de  la  Sinceridad.  Camille  Mauclair  decía,  al  fina- 
lizar su  conferencia  sobre  Solness,  cuando  Lugne-Poe 
hacía  a  París  el  servicio  que  acaba  de  hacer  a  Buenos 
Aires  Alfredo  de  Sanctis:  "Seamos  sinceros  delante  de 
nosotros  mismos,  cuidémonos  del  demonio  tonto."  ¡Cuan 
elevado  y  provechoso  consejo  intelectuall  Y  Laurent 
Tailhade,  al  predicar  a  su  vez  las  excelencias  de  El  ene- 
migo del  pueblo,  decía:  "Si  algo  puede  hacer  perdonar  al 
público  de  las  primeras  representaciones,  mundanos  y 
bolsistas,  pilares  de  club  y  folicularios,  bobos  y  snobs  de 
todo  pelaje,  la  asombrosa  impericia  que  le  distingue,  el 
apetito  monstruoso  que  muestra  comúnmente  para  toda 
especie  de  chaturas,  es  la  acogida  que  ha  hecho  desde 
hace  tres  años  a  los  dos  genios,  cuya  amargura  parece 
caber  menos  en  lo  que  se  llama  tan  justamente  *el  gusto 
francés";  me  refiero  a  Ricardo  Wagner  y  a  Henrik  Ib- 
sen."  Si  esto  ha  sido  aplicado  a  París,  pongan  oído  atento 
los  centros  pensantes  de  otras  naciones.  Surjan  las  exce- 
lencias del  gusto  nacional  y  asciéndase  a  las  altas  cimas 
de  la  Idea  y  del  Arte;  escúchese  la  doctrina  de  los  seña- 
lados maestros  conductores,  exorcícese  con  ideal  agua 
bendita  al  tonto  demonio. 

Ibsen  no  cree  en  el  triunfo  de  su  causa.  Por  eso  la  iro- 
nía le  ha  cincelado  su  especial  sonrisa.  Pero  ¿quién  po- 
dría afirmar  que  no  pueden  llegar  todavía  a  ser  dorados 
por  el  fulgor  de  la  esperada  aurora  los  cabellos  blancos 
e  indomables  de  ese  soberbio  y  hecatonquero  Precursor 
del  Porvenir? 


208 


José  Martí 


14 


JOSÉ  MARTI 


fúnebre  cortejo   de   Wagner  exigiría  los 
truenos    solemnes    del     Tantihauser;    para 
F"  acompañar  a  su  sepulcro  a  un  dulce  poeta 

r^iLsá^ííí^,^^!  bucólico,  irían,  como  en  los  bajos  relieves, 
" ''"  '"^  flautistas  que  hiciesen  lamentarse  a  sus  me- 
lodiosas dobles  flautas;  para  los  instantes  en  que  se  que- 
mase el  cuerpo  de  Melesígenes,  vibrantes  coros  de  liras; 
para  acompañar — ¡oh!  permitid  que  diga  su  nombre  delan- 
te de  la  gran  Sombra  épica;  de  todos  modos,  malignas 
sonrisas  que  podáis  aparecer,  ya  está  muerto...! — ;  para 
acompañar,  americanos  todos  que  habláis  idioma  español, 
el  entierro  de  José  Martí,  necesitaríase  su  propia  lengua, 
su  órgano  prodigioso  lleno  de  innumerables  registros,  sus 
potentes  coros  verbales,  sus  trompas  de  oro,  sus  cuerdas 
quejosas,  sus  oboes  sollozantes,  sus  flautas,  sus  tímpa- 
nos, sus  liras,  sus  sistrcs.  Sí,  americanos,  hay  que  decir 
quién  fué  aquel  grande  que  ha  caído!  Quien  escribe  estas 
líneas  que  salen  atropelladas  de  corazón  y  de  cerebro,  no 
es  de  los  que  creen  en  las  riquezas  esistentes  de  Améri- 
ca... Somos  muy  pobres...  Tan  pobres,  que  nuestros  espí- 

211 


RUBÉN  DARÍO 

ritus,  si  no  viniese  el  alimento  extranjero,  se  morirían  de 
hambre.  Debemos  llorar  mucho  por  esto  al  que  ha  caído! 
Quien  murió  allá  en  Cuba,  era  de  lo  mejor,  de  lo  poco 
que  tenemos  nosotros  los  pobres;  era  millonario  y  dadi- 
voso: vaciaba  su  riqueza  a  cada  instante,  y  como  por  la 
magia  del  cuento,  siempre  quedaba  rico;  hay  entre  los 
enormes  volúmenes  de  la  colección  de  La  Nación  tanto 
de  su  metal  fino  y  piedras  preciosas,  que  podría  sacarse 
de  allí  la  mejor  y  más  rica  estatua.  Antes  que  nadie,  Mar- 
tí hizo  admirar  el  secreto  de  las  fuentes  luminosas.  Nunca 
la  lengua  nuestra  tuvo  mejores  tintas,  caprichos  y  biza- 
rrías. Sobre  el  Niágara  castelariano,  milagrosos  iris  de 
América.  ¡Y  qué  gracia  tan  ágil,  y  qué  fuerza  natural  tan 
sostenida  y  magnífica! 

Otra  verdad  aún,  aunque  pese  más  al  asombro  sonrien- 
te: eso  que  se  llama  el  genio,  fruto  tan  solamente  de  ár- 
boles centenarios— ese  majestuoso  fenómeno  del  intelecto 
elevado  a  su  mayor  potencia,  alta  maravilla  creadora,  el 
Genio,  en  fin,  que  no  ha  tenido  aún  nacimiento  en  nues- 
tras repúblicas,  ha  intentado  aparecer  dos  veces  en  Amé- 
rica: la  primera  en  un  hombre  ilustre  de  esta  tierra,  la 
segunda  en  José  Martí.  Y  no  era  Martí,  como  pudiera 
creerse,  de  los  semi-genios  de  que  habla  Mendés,  incapa- 
ces de  comunicar  con  los  hombres,  porque  sus  alas  les 
levantan  sobre  la  cabeza  de  éstos,  e  incapaces  de  subir 
hasta  los  dioses,  porque  el  vigor  no  les  alcanza  y  aun 
tiene  fuerza  la  tierra  para  atraerles.  El  cubano  era  "un 
hombre".  Más  aún:  era  como  debería  ser  el  verdadero 
super-hombre,  grande  y  viril;  poseído  del  secreto  de  su 
excelencia,  en  comunión  con  Dios  y  con  la  naturaleza. 

En  comunión  con  Dios  vivía  el  hombre  de  corazón 
suave  e  inmenso;  aquel  hombre  que  aborreció  el  mal  y  el 
dolor;  aquel  amable  león  de  pecho  columbino,  que  pu- 
diendo  desjarretar,  aplastar,  herir,  morder,  desgarrar,  fué 
siempre  seda  y  miel  hasta  con  sus  enemigos.  Y  estaba  en 
comunión  con  Dios,  habiendo  ascendido  hasta  él  por  la 
más  firme  y  segura  de  !as  escalas:  Ja  escala  del  Dolor.  La 
piedad  tenía  en  su  ser  un  tem^plo;  por  ella  diríase  que  si- 
guió su  alma  los  cuatro  ríos  de  que  habla  Rusbrock  el 

212 


LOS R A         ROS 

Admirable:  el  río  que  asciende,  que  conduce  a  la  divina 
altura;  el  que  lleva  a  la  compasión  por  las  almas  cautivas; 
los  otros  dos  que  envuelven  todas  las  miserias  y  pesa- 
dumbres del  herido  y  perdido  rebaño  humano.  Subió  a 
Dios,  por  la  compasión  y  por  el  dolor.  ¡Padeció  mucho 
Martí! — desde  las  túnicas  consumidoras,  del  temperamen- 
to y  de  la  enfermedad,  hasta  la  inmensa  pena  del  señala- 
do que  se  siente  desconocido  entre  la  general  estolidez 
ambiente;  y  por  último,  desbordante  de  amor  y  de  patrió- 
tica locura,  consagróse  a  seguir  una  triste  estrella,  la  es- 
trella solitaria  de  la  Isla,  estrella  engañosa  que  llevó  a 
ese  desventurado  rey  mago  a  caer  de  pronto  en  la  más 
negra  muerte! 

Los  tambores  de  la  mediocridad,  los  clarines  del  pa- 
trioterismo  tocarán  dianas  celebrando  la  gloria  política 
del  Apolo  armado  de  espada  y  pistolas  que  ha  caído, 
dando  su  vida,  preciosa  para  la  humanidad  y  para  el 
Arte  y  para  el  verdadero  triunfo  futuro  de  América,  com- 
batiendo entre  el  negro  Guillermón  y  el  general  Martínez 
Campos! 

¡Oh  Cuba!  Eres  muy  bella,  ciertamente,  y  hacen  glorio- 
sa obra  los  hijos  tuyos  que  luchan  porque  te  quieren  li- 
bre; y  bien  hace  el  español  de  no  dar  paz  a  la  mano  por 
temor  de  perderte,  Cuba  admirable  y  rica  y  cien  veces 
bendecida  por  mi  lengua;  mas  la  sangre  de  Martí  no  te 
pertenecía;  pertenecía  a  toda  una  raza,  a  todo  un  conti- 
nente; pertenecía  a  una  briosa  juventud  que  pierde  en  él 
quizá  al  primero  de  sus  maestros;  pertenecía  al  porvenir! 


Cuando  Cuba  se  desangró  en  la  primera  guerra,  la 
guerra  de  Céspedes;  cuando  el  esfuerzo  de  los  deseosos 
de  libertad  no  tuvo  más  fruto  que  muertes  e  incendios  y 
carnicerías,  gran  parte  de  la  intelectualidad  cubana  partió 
al  destierro.  Muchos  de  los  mejores  se  expatriaron,  dis- 
cípulos de  don  José  de  la  Luz,  poetas,  pensadores,  educa- 
cionistas. Aquel  destierro  todavía  dura  para  algunos  que 
no  han  dejado  sus  huesos  en  patria  ajena  o  no  han  vuel- 
to ahora  a  la  manigua.  José  Joaquín  Palma,  que  salió  a  la 

213 


R      U      B      E      N DARÍO 

edad  de  Lohengrín  con  una  barba  rubia  como  la  de  él,  y 
gallardo  como  sobre  el  cisne  de  su  poesía,  después  de 
arrullar  sus  décimas  "a  la  estrella  solitaria"  de  república 
en  república,  vio  nevar  en  su  barba  de  oro,  siempre  con 
ansias  de  volver  a  su  Bayamo,  de  donde  salió  al  campo  a 
pelear  después  de  quemar  su  casa.  Tomás  Estrada  Palma, 
pariente  del  poeta,  varón  probo,  discreto  y  lleno  de  luces, 
y  hoy  elegido  presidente  de  los  revolucionarios,  vivió  de 
maestro  de  escuela  en  la  lejana  Honduras;  Antonio  Zam- 
brana,  orador  de  fama  justa  en  las  repúblicas  del  Norte 
que  a  punto  estuvo  de  ir  a  las  Cortes,  en  donde  habría 
honrado  a  los  americanos,  se  refugió  en  Costa  Rica,  y  allí 
abrió  su  estudio  de  abogado;  Eizaguirre  fué  a  Guatemala; 
el  poeta  Sellen,  el  celebrado  traductor  de  Heine,  y  su 
hermano,  otro  poeta,  fueron  a  Nueva  York,  a  hacer  al- 
manaques para  las  pildoras  de  Lamman  y  Kemp,  si  no 
mienten  los  decires;  Martí,  el  gran  Martí,  andaba  de  tierra 
en  tierra,  aquí  en  tristezas,  allá  en  los  abominables  cui- 
dados de  las  pequeñas  miserias  de  la  falta  de  oro  en  suelo 
extranjero;  ya  triunfando,  porque  a  la  postre  la  garra  es 
garra  y  se  impone,  ya  padeciendo  las  consecuencias  de  su 
antagonismo  con  la  imbecilidad  humana;  periodista,  pro- 
fesor, orador;  gastando  el  cuerpo  y  sangrando  el  alma; 
derrochando  las  esplendideces  de  su  interior  en  lugares 
en  donde  jamás  se  podría  saber  el  valor  del  altísimo  in- 
genio y  se  le  infligiría  además  el  baldón  del  elogio  de  los 
ignorantes — tuvo  en  cambio  grandes  gozos:  la  compre- 
sión de  su  vuelo  por  los  raros  que  le  conocían  honda= 
mente;  el  satisfactorio  aborrecimiento  de  los  tontos,  la 
acogida  que  Télite"  de  la  prensa  americana — en  Buenos 
Aires  y  Méjico — tuvo  para  sus  correspondencias  y  ar- 
tículos de  colaboración. 

Anduvo,  pues,  de  país  en  país,  y  por  fin,  después  de 
una  permanencia  en  Centro  América,  partió  a  radicarse 
a  Nueva  York, 

Allá,  a  aquella  ciclópea  ciudad,  fué  aquel  caballero  del 
pensamiento  a  trabajar  y  a  bregar  más  que  nunca.  Des- 
alentado, él  tan  grande  y  tan  fuerte,  ¡Dios  mío!,  desalen- 
tado en  sus  ensueños  de  Arte,  remachó  con  triples  clavos 

214 


LOS RARO ^ 

dentro  de  su  cráneo  la  imagen  de  su  estrella  solitaria,  y 
dando  tiempo  al  tiempo,  se  puso  a  forjar  armas  para  la 
guerra,  a  golpe  de  palabra  y  a  fuego  de  idea.  Paciencia, 
la  tenía;  esperaba  y  veía  como  una  vaga  fatamorgana,  su 
soñada  Cuba  libre.  Trabajaba  de  casa  en  casa,  en  los 
muchos  hogares  de  gentes  de  Cuba  que  en  Nueva  York 
existen;  no  desdeñaba  al  humilde:  al  humilde  le  hablaba 
como  un  buen  hermano  mayor,  aquel  sereno  e  indomable 
carácter,  aquel  luchador  que  hubiera  hablado  como  Elciis, 
los  cuatro  días  seguidos,  delante  del  poderoso  Otón  ro- 
deado de  reyes. 

Su  labor  aumentaba  de  instante  en  instante,  como  si 
activase  más  la  savia  de  su  energía  aquel  inmenso  her- 
vor metropolitano.  Y  visitando  al  doctor  de  la  Quinta 
Avenida,  al  corredor  de  la  Bolsa  y  al  periodista  y  al  alto 
empleado  de  La  Equitativa,  y  al  cigarrero  y  al  negro  ma- 
rinero, a  todos  los  cubanos  neoyorkinos,  para  no  dejar 
apagar  el  fuego,  para  mantener  el  deseo  de  guerra,  lu- 
chando aún  con  más  o  menos  claras  rivalidades,  pero,  es 
lo  cierto,  querido  y  admirado  de  todos  los  suyos,  tenía 
que  vivir,  tenía  que  trabajar,  entonces  eran  aquellas  cas- 
cadas literarias  que  a  estas  columnas  venían  y  otras  que 
iban  a  diarios  de  Méjico  y  Venezuela.  No  hay  duda  de 
que  ese  tiempo  fué  el  más  hermoso  tiempo  de  José  Martí. 
Entonces  fué  cuando  se  mostró  su  personalidad  intelec- 
tual más  bellamente.  En  aquellas  kilométricas  epístolas, 
si  apartáis  una  que  otra  ramazón  sin  flor  o  fruto,  hallaréis 
en  el  fondo,  en  lo  macizo  del  terreno,  regentes  y  ko-hi- 
noores. 

Allí  aparecía  Martí  pensador,  Martí  filósofo,  Martí  pin- 
tor, Martí  músico,  Martí  poeta  siempre.  Con  una  magia 
incomparable  hacía  ver  unos  Estados  Unidos  vivos  y  pal- 
pitantes, con  su  sol  y  sus  almas.  Aquella  Nación  colo- 
sal, la  "sábana"  de  antaño,  presentaba  en  sus  columnas, 
a  cada  correo  de  Nueva  York,  espesas  inundaciones  de 
tinta.  Los  Estados  Unidos  de  Bourget  deleitan  y  divier- 
ten; los  Estados  Unidos  de  Groussac  hacen  pensar;  los 
Estados  Unidos  de  Martí  son  estupendo  y  encantador 
diorama  que  casi  se  diría  aumenta  el  color  de  la  visión 

215 


R      V      B      B      N  DARÍO 

real.  Mi  memoria  se  pierde  en  aquella  montaña  de  imáge- 
nes, pero  bien  recuerdo  un  Gran  marcial  y  un  Sherman 
heroico  que  no  he  visto  más  bellos  en  otra  parte;  una  lle- 
gada de  héroes  del  Polo;  un  puente  de  Brooklin  literario 
igual  al  de  hierro;  una  hercúlea  descripción  de  una  expo- 
sición agrícola,  vasta  como  los  establos  de  Augías;  unas 
primaveras  floridas  y  unos  veranos,  ;oh,  sí!,  mejores  que 
los  naturales;  unos  indios  sioux  que  hablaban  en  lengua 
de  Martí,  como  si  Manitu  mismo  les  inspirase;  unas  neva- 
das que  daban  frío  verdadero,  y  un  Walt  Whitmaii  pa- 
triarcal, prestigioso,  líricamente  augusto,  antes,  mucho 
antes  de  que  Francia  conociera  por  Sarrazin  al  bíblico 
autor  de  las  Hojas  de  hierba. 

Y  cuando  e!  famoso  congreso  panamericano,  sus  car- 
tas fueron  sencillamente  un  libro.  En  aquellas  correspon- 
dencias hablaba  de  los  peligros  del  yanqui,  de  los  ojos 
cuidadosos  que  debía  tener  la  América  latina  respecto  a 
la  Hermana  mayor;  y  del  fondo  de  aquella  frase  que  una 
boca  argentina  opuso  a  la  frase  de  Monroe. 


Era  Martí  de  temperamento  nervioso,  delgado,  de  ojos 
vivaces  y  bondadosos.  Su  palabra  suave  y  delicada  en  el 
trato  familiar,  cambiaba  su  raso  y  blandura  en  la  tribuna, 
por  los  violentos  cobres  oratorios.  Era  orador,  y  orador 
de  grande  influencia.  Arrastraba  muchedumbres.  Su  vida 
fué  un  combate.  Era  blandílocuo  y  cortesísimo  con  las 
damas;  las  cubanas  de  Nueva  York  teníanle  en  justo 
aprecio  y  cariño,  y  una  sociedad  femenina  había  que  lle- 
vaba su  nombre. 

Su  cultura  era  proverbial,  su  honra  intacta  y  cristalina; 
quivn  se  acercó  a  él  se  retiró  queriéndole. 

Y  era  poeta;  y  hacía  versos. 

Sí;  aquel  prosista  que,  siempre  fiel  a  la  Castalia  clási- 
ca, se  abrevó  en  ella  todos  los  días,  al  propio  tiempo  que 
por  su  constante  comunión  con  todo  lo  moderno  y  su  sa- 
ber universal  y  políglota,  formaba  su  manera  especial 
y  pecuUarísima,  mezclando  en  su  estilo  a  Saavedra  Fa- 
jardo con  Gautier,  con  Goncourt — con  el  que  gustéis, 

216 


LOS R        'A        R        OS 

pues  de  todo  tiene;  usando  a  la  continua  de  hipérbaton 
inglés,  lanzando  a  escape  sus  cuadrigas  de  metáforas,  re- 
torciendo sus  espirales  de  figuras;  pintando  ya  con  minu- 
cia de  pre-rafaelista  las  más  pequeñas  hojas  del  paisaje, 
ya  a  manchas,  a  pinceladas  súbitas,  a  golpes  de  espátu- 
la, dando  vida  a  las  figuras;  aquel  fuerte  cazador  hacía 
versos,  y  casi  siempre  versos  pequeñitos,  versos  senci- 
llos— ¿no  se  llamaba  así  un  librito  de  ellos? — ,  versos  de 
tristezas  patrióticas,  de  duelos  de  amor,  ricos  de  rima  o 
armonizados  siempre  con  tacto;  una  primera  y  rara  co- 
lección está  dedicada  a  un  hijo  a  quien  adoró  y  a  quien 
perdió  por  siempre:  "Ismaelillo". 

Los  Versos  sencillos,  publicados  en  Nueva  York,  en 
linda  edición,  en  forma  de  eucologio,  tienen  verdaderas 
joyas.  Otros  versos  hay,  y  entre  los  más  bellos  Los  za- 
páticos  de  Rosa.  Creo  que  como  Banville  la  palabra  "lira" 
y  Leconte  de  Lisie  la  palabra  "negro",  Martí  la  que  más 
ha  empleado  es  "rosa". 

Recordemos  algunas  rimas  del  infortunado: 


¡Oh,  mi  vida  que  en  la  cumbre 
Del  Ajusco  hogar  buscó, 

Y  tan  fría  se  moría 

Que  en  la  cumbre  halló  calor! 
¡Oh,  los  ojos  de  la  virgen 
Que  me  vieron  una  vez; 

Y  mi  vida  estremecida 

En  la  cumbre  volvió  a  arder! 


II 


Entró  la  niña  en  el  bosque 
Del  brazo  de  su  galán, 

Y  se  oyó  un  beso,  otro  beso, 

Y  no  se  oyó  nada  más. 

217 


U      B      EN  DARÍO 

Una  hora  en  el  bosque  estuvo^ 
Salió  al  fin  sin  su  galán: 
Se  oyó  un  sollozo;  un  sollozo, 
Y  después  no  se  oyó  más. 

III 

En  la  falda  del  Turquino 
La  esmeralda  del  camino 
Los  incita  a  descansar: 
El  amante  campesino 
En  la  falda  del  Turquino 
Canta  bien  y  sabe  amar. 

Guajirilla  ruborosa, 
La  mejilla  tinta  en  rosa 
Bien  pudiera  denunciar 
Que  en  la  plática  sabrosa, 
Guajirilla  ruborosa, 
Callar  fué  mejor  que  hablar. 

IV 

Allá  en  la  sombría, 
Solemne  Alameda, 
Un  ruido  que  pasa, 
Una  hoja  que  rueda, 
Parece  al  malvado 
Gigante  que  alzado 
El  brazo  le  estruja, 
La  mano  le  oprime, 

Y  el  cuello  le  estrecha 

Y  el  alma  le  pide — 

Y  es  ruido  que  pasa 

Y  es  hoja  que  rueda; 
Allá  en  la  sombría, 
Callada,  vacía, 
Solemne  Alameda... 


218 


o        S RARO S 

V 

— ¡Un  beso! 

— ¡Esperal 

Aquel  día 
AI  despedirse  se  amaron. 


—  ¡Un  beso! 

— Toma. 

Aquel  día 
Al  despedirse  lloraron. 

VI 

La  del  pañuelo  de  rosa, 
La  de  los  ojos  muy  negros, 
No  hay  negro  como  tus  ojos 
Ni  rosa  cual  tu  pañuelo. 

La  de  promesa  vendida, 
La  de  los  ojos  tan  negros, 
Más  negras  son  que  tus  ojos 
Las  promesas  de  tu  pecho. 


Y  este  primoroso  juguete: 


De  tela  blanca  y  rosada 
Tiene  Rosa  un  delantal, 

Y  a  la  margen  de  la  puerta, 
Casi,  casi  en  el  umbral, 

Un  rosal  de  rosas  blancas 

Y  de  rojas  un  rosal. 

Una  hermana  tifene  Rosa 
Que  tres  años  besó  abril; 

Y  le  piden  rojas  flores, 

Y  la  niña  va  al  pensil, 


219 


RUBÉN  DA      R      I      O 

Y  al  rosal  de  rosas  blancas 
Blancas  rosas  va  a  pedir. 

Y  esta  hermana  caprichosa 
Que  a  las  rosas  nunca  va, 
Cuando  Rosa  juega  y  vuelve 
En  el  juego  el  delantal, 

Si  ve  el  blanco  abraza  a  Rosa, 
Si  ve  el  rojo  da  en  llorar. 

Y  si  pasa^caprichosa 
Por  delante  del  rosal, 
Flores  blancas  pone  a  Rosa 
En  el  blanco  delantal. 

Un  libro,  la  Obra  escogida  del  ilustre  escritor,  debe 
ser  idea  de  sus  amigos  y  discípulos. 

Nadie  podría  iniciar  la  práctica  de  tal  pensamiento, 
como  el  que  fué,  no  solamente  discípulo  querido, sino  ami- 
go del  alma,  el  paje,  o  más  bien  "el  hijo"  de  Martí:  Gon- 
zalo de  Quesada,  el  que  le  acompañó  siempre  leal  y 
cariñoso,  en  trabajos  y  propagandas,  allá  en  Nueva  York 
y  Cayo  Hueso  y  Tarapa.  ¡Pero  quién  sabe  si  el  pobre 
Gonzalo  de  Quesada,  alma  viril  y  ardorosa,  no  ha  acom- 
pañado al  jefe  también  en  la  muerte  1 

Los  niños  de  América  tuvieron  en  el  corazón  de  Martí 
predilección  y  amor.- 

Queda  un  periódico  único  en  su  género — los  pocos 
números  de  un  periódico  que  redactó  especialmente  para 
los  niños.  Hay  en  uno  de  ellos  un  retrato  de  San  Martín, 
que  es  obra  maestra.  Quedan  también  la  colección  de 
Patria  y  varias  obras  vertidas  del  inglés,  pero  eso  todo 
es  lo  menor  de  la  obra  literaria  que  servirá  en  lo  futuro. 

Y  ahora,  maestro  y  autor  y  amigo,  perdona  que  te 
guardemos  rencor  los  que  te  amábamos  y  admirábamos, 
por  haber  ido  a  exponer  y  a  perder  el  tesoro  de  tu  talen- 
to. Ya  sabrá  el  mundo  lo  que  tú  eras,  pues  la  justicia  de 
Dios  es  infinita  y  señala  a  cada  cual  su  legítima  gloria. 
Martínez  Campos,  que  ha  ordenado  exponer  tu  cadáver, 

220 


LOS  B        'A        R        O        S 

sigue  leyendo  sus  dos  autores  preferidos:  "Cervantes..." 
y  "Ohnet".  Cuba  quizá  tarde  en  cumplir  contigo  como 
debe.  La  juventud  americana  te  saluda  y  te  llora;  pero 
¡oh  Maestrol  ¿qué  has  hecho...? 

Y  paréceme  que  con  aquella  voz  suya,  amable  y  bon- 
dadosa, me  reprende,  adorador  como  fué  hasta  la  muerte 
del  ídolo  luminoso  y  terrible  de  la  Patria;  y  me  habla  del 
sueño  en  que  viera  a  los  héroes:  las  manos  de  piedra,  los 
ojos  de  piedra,  los  labios  de  piedra,  las  barbas  de  piedra, 
la  espada  de  piedra... 

Y  que  repite  luego  el  voto  del  verso: 

]Yo  quiero,  cuando  me  muera, 
Sin  patria,  pero  sin  amo, 
Tener  en  mi  losa  un  ramo 
De  flores  y  una  bandera! 


221 


EUGENIO  DE  CASTRO 

(Conferencia  leída  en  el  Ateneo  de  Buenos  Aires.) 


EÑOR  presidente,  señoras,  señores:  Os  saludo 
al  comenzar  esta  conferencia  sobre  el  poeta 
Eugenio  de  Castro  y  la  literatura  portugue- 
sa. Es  el  asunto  para  mí  gratísimo.  Mi  deseo 
es  que  al  acabar  de  escuchar  mis  palabras, 
llevéis  con  vosotros  el  encanto  de  un  nuevo 
y  peregrino  conocimiento:  el  del  joven  ilustre  que  hoy  re- 
presenta una  de  las  más  brillantes  fases  del  renacimiento 
latino,  y  que,  como  su  hermano  de  Italia— el  Ermete  ma- 
ravilloso— ,  se  mantiene  en  la  consagración  de  su  ideal 
"en  la  sede  del  arte  severo  y  del  silencio",  allá  en  la  no- 
ble y  docta  ciudad  de  Coimbra.  Este  nombre  os  despier- 
ta, desde  luego,  el  recuerdo  de  una  antigua  vida  escolar, 
los  estudiantes  tradicionales,  la  Fuente  de  los  Amores,  el 
Mondego,  celebrado  en  los  versos,  y  la  figura  dulce  y 
trágica  de  aquella  adorable  señora  que  tuvo  el  mismo 
apellido  que  nuestro  poeta:  Inés  de  Castro,  tan  bella  cuan- 
to sin  ventura.  Es  en  aquella  ciudad  universitaria  en  don- 
de ha  surgido  el  admirable  lírico  que  había  de  represen- 


RUBÉN  DARÍO 

tar,  el  primero,  a  la  raza  ibérica,  en  el  movimiento  inte- 
lectual contemporáneo,  que  ha  dado  al  arte  espacios  nue- 
vos, fuerzas  nuevas  y  nuevas  glorias.  Vogüe,  que  antes 
mirara  el  vuelo  simbólico  de  las  cigüeñas,  anunciaba  no 
hace  mucho  tiempo,  a  propósito  de  la  obra  de  Gabriele 
d'Annunzio,  una  resurrección  del  espíritu  latino.  Las 
arpas  y  las  flautas  sonaban  del  lado  de  Italia.  Hoy  la  ar- 
monía se  oye  del  lado  de  Iberia.  Ya  es  un  conjunto  de 
músicas  orientales;  ya  un  son  melodioso  de  siringa,  seme- 
jante a  los  que  la  muerte  ha  venido  a  suspender  en  los 
labios  del  divino  Panida  de  Francia,  Paul  Verlaine;  ya  un 
heráldico  trueno  de  trompetas  de  plata,  que  avisa  el  paso 
de  una  caravana  salomónica.  ¿Conocéis  al  prestigioso 
Gama  que  corona  Camoens  de  esplendorosas  gemas  poé- 
ticas en  los  triunfos  de  sus  Lusiadas?  Es  el  viajero  casi 
mitológico  que  vuelve  de  los  países  recónditos  adonde  su 
valor  y  su  se-d  de  cosas  desconocidas  le  han  llevado.  A 
semejanza  de  aquellos  antiguos  atrevidos  navegantes 
portugueses  que  iban  a  las  playas  distantes  de  las  tierras 
asiáticas  y  africanas  en  busca  de  tesoros  prodigiosos  y 
volvían  con  las  perlas  arábigas,  los  diamantes  de  Golcon- 
da,  las  resinas  y  aromas  y  ámbares  recogidos  en  los  mis- 
teriosos continentes  y  en  los  hechiceros  archipiélagos, 
trayendo  al  propio  tiempo  la  impresión  de  sus  visiones 
en  la  realidad  de  las  leyendas,  en  las  visitas  a  islas  raras 
y  penínsulas  de  encantamiento,  Eugenio  de  Castro,  biza- 
rro y  mágico  Vasco  ,de  Gama  de  la  lira,  vuelve  de  sus 
incursiones  a  un  Oriente  de  ensueño,  de  sus  expediciones 
a  los  fantásticos  imperios,  a  países  del  pasado,  lleno  de 
riquezas,  dueño  de  raras  piedras  preciosas,  conquistador 
y  argonauta,  vestido  de  suntuosos  paramentos  e  impreg- 
nado de  exóticos  perfumes. 

Señores:  Mientras  nuestra  amada  y  desgraciada  madre 
patria,  España,  parece  sufrir  la  hostilidad  de  una  suerte 
enemiga,  encerrada  en  la  muralla  de  su  tradición,  aislada 
por  su  propio  carácter,  sin  que  penetre  hasta  ella  la 
oleada  de  la  evolución  mental  de  estos  últimos  tiempos, 
el  vecino  reino  fraternal  manifiesta  una  súbita  energía;  el 
alma  portuguesa  llama  la  atención  del  mundo,  la  patria 

224 


L        O        S RAROS 

portuguesa  encuentra  en  el  extranjero  lenguas  que  la  ce- 
lebran y  la  levantan,  la  sangre  de  Lusitania  florece  en 
armoniosas  flores  de  arte  y  de  vida:  nosotros,  latinos, 
hispanoamericanos,  debemos  mirar  con  orgullo  las  ma- 
nifestaciones vitales  de  ese  pueblo  y  sentir  como  pro- 
pias las  victorias  que  consigue  en  honor  de  nuestra 
raza. 

Es  digno  de  todas  nuestras  simpatías  ese  bello  y  glo- 
rioso país  de  guerreros,  de  descubridores  y  de  poetas. 
Una  de  las  más  gratas  impresiones  de  mi  vida  ha  sido  la 
que  produjo  esa  tierra  en  que  florecen  los  naranjos.  Lis- 
boa, hermosa  y  real,  frente  a  su  soberbia  bahía,  un  cielo 
generoso  de  luz,  una  tierra  perfumada  de  jardines,  una 
delicia  natural  esparcida  en  el  ambiente,  una  fascinación 
amorosa  que  invita  a  la  vica,  altivez  nativa,  nobleza  in- 
génita en  sus  caballeros,  y  en  sus  damas  una  distinción 
gentilicia  como  corona  de  la  belleza.  Y  consideraba,  al 
hollar  aquella  tierra,  las  proezas  de  tantos  hijos  suyos 
famosos:  Magallanes,  cuyo  nombre  quedó  para  los  siglos 
en  el  extremo  surargentino;  Alburquerque,  el  que  fué  a 
la  lejana  Goa;  Bartolomé  Díaz  y  la  figura  dominante, 
aureolada  de  fuegos  épicos,  del  gran  Vasco. 

Y  evocaba  la  obra  de  la  lira,  los  ingenuos  balbuceos  en 
la  corte  de  Alfonso  Henríquez,  en  donde  la  linda  Doña 
Violante  antojábaseme  harto  cruel  ron  el  pobre  Egas 
Moniz,  agonizante  de  amor  por  aquel  "corpo  d'oiro";  los 
trovadores,  formando  sus  ramilletes  de  serranillas;  Don 
Diniz,  el  rey  poeta  y  sapiente,  semejante  a  Alfonso  de 
España,  y  a  quien  Camoéns  compara  con  el  grande  Ale- 
jandro: 

Ei  despois  vem  Diniz,  que  bem  parece 
Do  bravo  Affonso,  estirpe  nolbe  e  dina; 
Con  quen  a  fama  grande  se  escurece 
Da  liberalidade  Alexandrina: 
Com  este  o  reino  próspero  florece 
(Alcanzada  já  a  paz  áurea  divina) 
En  constitui^oes,  leis  e  costumes, 
Na  terraja  tranquilla  claros  lumes. 

15  225 


RUBÉN  parí O 

Fez  primeiro  em  Coimbra  exercitar-se 
O  valeroso  officio  de  Minerva; 
E  de  Helicona  as  Musas  fez  passar-se 
A  pizar  do  Mondego  a  fértil  herva. 
Quanto  pode  de  Athenas  desejsr  se, 
Tudo  o  soberbo  Apollo  aqui  reserva: 
Aqui  as  capellas  dá  tecidas  de  ouro, 
Do  bacharo  e  do  serapre  verde  louro. 

"Y  después  viene  Dionisio,  que  bien  parece  del  bravo 
Alfonso  estirpe  noble  y  digna;  por  quien  la  fama  grande 
se  obscurece  de  la  liberalidad  Alejandrina.  Con  éste  el 
reino  próspero  florece  (ya  alcanzada  la  áurea  paz  divina) 
en  constituciones,  leyes  y  costumbres,  e  iluminan  claras 
luces  la  ya  tranquila  tierra.  Hizo  primero  en  Coimbra  que 
se  ejercitase  el  valeroso  oficio  de  Minerva;  y  las  musas 
del  Helicón  por  él  fueron  a  pisar  la  fértil  hierba  del  Mon- 
dego. Cuanto  puede  de  Atenas  desearse,  todo  el  sober- 
bio Apolo  aquí  reserva:  Aquí  da  las  coronas  tejidas 
de  oro  y  de  siempre  verde  laurel."  Y  luego  los  roman- 
ceros, el  Amadís  que  despierta  el  Quijote;  Mascías  que 
muere  por  el  amor,  y  tanto  porta-lira  que  en  tiempos 
propicios  a  las  Musas  las  glorificaron  en  el  suelo  lu- 
sitano. 

No  había  llegado  aún  a  mis  oídos  el  nombre  de  Euge- 
nio de  Castro,  ni  a  mi  mente  el  resplandor  de  su  arte 
aristocrático.  La  literatura  portuguesa  ha  sido  hasta  hace 
poco  tiempo  escasamente  conocida.  Existe  cerca  de  nos- 
otros un  gran  país,  hijo  de  Portugal,  cuyas  manifestacio- 
nes espirituales  son  en  el  resto  del  continente  completa- 
mente ignoradas;  y  hay,  señores,  en  Portugal,  y  hay  en  el 
Brasil  una  literatura  digna  de  la  universal  atención  y  del 
estudio  de  los  hombres  de  pensamiento  y  de  arte.  En 
nuestra  América  española,  el  conocimiento  de  la  litera- 
tura de  lengua  portuguesa  se  reduce  al  escaso  número  de 
los  que  han  leído  a  Comoens,  la  mayor  parte  en  malas 
traducciones,  y  vaya  por  lo  antiguo.  En  cuanto  a  lo  mo- 
derno, se  sabe  que  ha  existido  un  Herculano  gracias  a  los 
versos  de  Núñez  de  Arce,  y  un  E<;a  de  Queiroz,  por  un 

226 


L O        S RAROS 

Primo- Basilio,  que  ha  esparcido  a  los  cuatro  vientos,  en 
castellano,  unn  feroz  casa  editora  peninsular. 

No  era  poco  el  triste  asombro  del  eminente  Pinheiro 
Chagas,  cuando  en  Madrid,  en  la  hospitalaria  casa  del 
conde  de  Peralta,  oía  de  mis  labios  la  lamentación  de  se- 
mejante indiferencia.  ¡Pero  qué  mucho,  si  en  España  mis- 
ma, a  pesar  del  esfuerzo  de  propagandistas  como  la  Par- 
do Bazán  y  Sánchez  Moguel,  el  alma  lusitana  es  tanto  o 
más  desconocida  que  entre  nosotros!  Y  de  Gil  Vicente  a 
nuestros  días,  hay  un  teatro  vario  y  rico.  De  Sa  de  Mi- 
randa y  Camoéns,  a  Joáo  de  Deus,  el  camino  lírico  está 
lleno  de  arcos  triunfales.  De  Duharte  Galvao  a  Alejandro 
Herculano,  la  historia  levanta  monumentales  y  fuertes 
construcciones;  !a  filosofía  y  la  filología  y  la  erudición  es- 
tán representadas  por  más  de  un  nombre  ilustre  en  ¡os 
anales  de  la  civilización  humana;  su  lengua,  que  ha  pa- 
sado por  evoluciones  distintas,  ha  llegado  a  ser  en  ma- 
nos de  Eugenio  de  Castro  y  de  sus  seguidores  el  armo- 
niof-o  instrumento  que  nos  da  esas  puras  joyas  de  arte 
moderno,  como  Sagramor  y  Belkiss. 

Este  siglo  tuvo  mal  comienzo  para  el  pensamiento  por- 
tugués. Sus  alas  no  se  abrieron  en  el  aire  angustioso  que 
esparciera  la  tempestad  napoleónica.  ¿Qué  figuras  vemos 
aparecer  en  esa  agitada  época?  Una  especie  de  Quintana, 
José  Agustín  de  Macedo,  que  sopla  su  hueca  trompa;  una 
especie  de  Ponsard,  Aguiar  Leitao,  que  se  pavonea  en- 
tre la  pobreza  y  sequedad  de  sus  tragedias;  y  el  curioso 
y  desjuicido  José  Daniel,  que  a  falta  de  Terencio  y  Plau- 
to,  se  iba  solo,  po»-  una  senda  poco  envidiable.  Manuel  de 
Nascimiento,  arrojado  por  una  tormenta  política,  estaba 
en  París.  El  obispo  Lobo,  a  quien  se  ha  comparado  con 
De  Maistre,  señala  el  principio  de  una  nueva  era.  Almeida 
Garret,  que  como  Nascimiento  había  ido  a  París  y  había 
sido  ungido  por  Hugo,  llevó  a  su  país  la  iniciación  ro- 
mántica. Eugenio  de  Castro  reconoce  en  uno  de  su  escri- 
tos cómo  el  fondo  del  alma  portuguesa  está  impregnado 
de  melancolía.  Ciertamente,  ese  pueblo  viril  siente  de 
modo  hondo  y  particular  el  soplo  de  la  tristeza.  Los  por- 
tugueses tienen  esa  palabra  que  indica  una  enfermiza  y 

227 


R      U      B      E      N  DARÍO 

especial  nostalgia,  un  sentimiento  único,  lleno  de  la  más 
melancólica  dulzura:  "saudade".  Tal  sentimiento  forma 
gran  parte  del  espíritu  de  la  poesía  de  Almeida  Garret, 
que  había  llevado  su  barca  sobre  las  mansas  y  sonoras 
olas  del  lago  lamartiniano.  El  es  uno  de  los  precursores 
del  nuevo  movimiento.  El  marca  un  nuevo  rumbo  a  la 
generación  literaria,  afianzando  en  un  sólido  fundamento 
clásico,  pero  con  largas  vistas  hacia  el  futuro.  El  prefa- 
cio de  Doña  Branca,  que  Loiseau  parangona  con  el  de 
Cromvell,  fué  un  manifiesto  que  señaló  definitivamente  la 
renovación.  El  sentimentalismo  de  los  románticos  y  las 
caballerescas  aventuras  están  de  triunfo.  Doña  Branca 
está  en  el  castillo  morisco  con  una  hada,  y  Adozinda, 
pura  como  un  lirio  de  nieve,  es  perseguida,  cual  la  me- 
morable italiana,  por  el  incestuoso  fuego  paternal.  Almei- 
da Garret  — sin  que  intente  defender  la  perfección  de  su 
obra — ha  quedado  como  uno  de  los  grandes  románticos, 
que  a  comienzos  de  esta  centuri  ^  han  iniciado  una  revo- 
lución en  formas  e  ideas  en  el  arte  de  escribir.  Antonio 
Feliciano  de  Castilho  se  presenta,  "enfant  sublime",  con 
su  áulico  Eptcedion  a  los  quince  años;  su  obra  posterior, 
si  es  de  un  romántico  declarado,  como  que  procede  in- 
mediatamente de  Nascimiento,  arranca  en  su  fondo  de 
antiguas  fuentes  clásicas,  a  punto  de  que  se  haya  nom- 
brado, a  propósito  de  su  Primavera,  a  Safo,  Anacreonte  y 
Ovidio.  Y  se  yergue  luego,  altiva  y  majestuosa,  la  talla  de 
quien,  cuando  cayo  en  la  tumba,  hizo  brotar  de  la  más 
bien  templada  lira  castellana  un  célebre  canto  fúnebre: 
comprenderéis  que  me  refiero  a  Alejandro  Herculano.  El 
gran  historiador  fué  asimismo  aficionado  a  las  musas. 
Cuando  vayáis  por  su  jardín  lírico,  no  dejéis  de  observar 
que  por  ahí  ha  pasado  el  Lamartine  de  las  Meditaciones. 
Pero  era  un  vigoroso,  era  un  fuerte,  y  en  la  piedra  fina  y 
duradera  de  su  prosa  supo  construir  más  de  un  soberbio 
monumento.  Si  sus  novelas  y  los  que  podíamos  llamar, 
con  Galdós,  episodios  nacionales,  son  de  notable  valer, 
su  fama  se  sienta  sobre  el  pedestal  de  su  obra  histórica, 
al  cual  su  violento  liberalismo  no  alcanzó  a  producir  raja 
alguna.  Castello  Branco  dejó  una  producción  copiosísima 

228 


LOS RAROS 

en  donde  se  pueden  encontrar  algunos  granos  de  oro. 
Nos  hallamos  en  pleno  período  contemporáneo.  La  voz 
de  Pinheiro  Chagas  resuena.  Magalhaes  Lima  va  a  agitar 
a  París  la  bandera  porcuguesa;  brillan  los  nombres  de  Ca- 
sal Ribeiro,  Machado,  Oliveira  Martins  y  tantos  otros, 
entre  los  cuales  despide  excepcional  luz  el  del  noble  y 
egregio  Teófilo  Braga.  Conocemos  algunas  poesías  de 
Antero  de  Quental.  Doña  Emilia  nos  informa  desde  Ma- 
drid, de  cuando  en  cuando,  que  existen  tales  o  cuales  li- 
ras lusitanas. 

Leopoldo  Díaz,  hábil  husmeador  de  elegantes  noveda- 
des, nos  traduce  una  que  otra  poesía  portuguesa;  nos 
comienzan  a  llegar  los  ecos  de  un  renacimiento  en  las 
letras  brasileras  y  en  notables  revistas  jóvenes;  y  de 
pronto  un  clamor  doloroso  nos  anuncia,  al  mismo  tiempo 
que  la  muerte  de  Verlaine,  la  del  gran  poeta  Joáo  de 
Deus. 

El  viejo  Joao  de  Deus,  "el  poeta  del  amor",  a  quien 
Louis  Pítate  de  Brinn  Gaubast  no  ha  vacilado  en  llamar 
"un  Verlaine — con  la  pureza  de  un  Lamartine",  fué  tam- 
bién un  precursor  de  los  artistas  exquisitos  que  hoy  han 
colocado  a  tan  gran  altura  las  letras  portuguesas.  Como 
en  España,  como  entre  nosotros,  la  exageración  románti- 
ca, el  lacrimoso,  falso  y  grotesco  lirismo  personal  que 
tuvo  la  fecundidad  de  una  epidemia,  halló  en  Portugal  su 
falange  en  los  seguidores  de  Palnieirim  y  Joao  de  Lemos. 
Contra  ésos  se  opuso  Joao  de  Deus,  ayudado  por  el 
triste  y  malogrado  Soares  de  Passos,  que  iniciaron  algo 
semejante  a  la  labor  parnasiana  de  Francia,  pero  ponien- 
do en  el  fondo  del  vaso  buen  vino  de  emoción.  La  obra 
de  Joáo  de  Deus,  condénsala  en  pocas  palabras  Teófilo 
Braga:  "volvió  a  la  elocución  más  ideal  por  la  naturalidad; 
dio  al  verso  la  armonía  indefectible  por  la  concordancia 
de  los  acentos  métricos  con  la  acentuación  de  las  pala- 
bras; hizo  de  la  rima  una  sorpresa  y  al  mismo  tiempo  un 
colorido  vivo;  combinó  nuevas  formas  estróficas,  reno- 
vando también  el  soneto  y  el  terceto  camonianos,  con  jn 
tinte  de  gracia  de  los  modismos  populares.  En  la  fábula 
de  la  Cabra  o  Carjuiro  e  o  Cebado,  resolvió  magistral- 

229 


R U ^    ^ N D^     A R /      O 

mente  el  problema  presentido  por  los  llamados  nepheli- 
batas,  de  la  remodelación  de  la  estructura  del  verso;  en- 
contró que  el  verso  puede  quebrarse  en  los  hemistiquios 
más  caprichosos,  y  aun  sin  sílabas  definidas,  pero  siem- 
pre cayendo  dentro  de  la  armonía  fundamental  y  orgánica 
del  verso  tal  como  el  oído  romántico  lo  estableció.  La 
perfección  de  la  forma  no  bastaba  para  que  Joao  de  Deus 
ejerciese  un  influjo  inmediato;  sería  admirado  como  artis- 
ta, pero  no  tendría  el  invencible  poder  de  sugestión  en 
los  espíritus  Además  de  esa  perfección  parnabista,  sus 
versos  expresan  estados  de  alma,  la  pasión  íntima,  vaga 
y  casi  timorata  de  los  antiguos  trovadores;  aspiraciones 
indefinidas,  como  las  de  los  neoplatónicos  o  petrarquistas 
del  Renacimiento;  la  unción  mística,  como  la  de  los  ver- 
sos de  los  poetas  extáticos  españoles;  y,  finalmente,  la 
sátira  mordiente,  como  la  de  los  "goliaraos"  y  estudian- 
tes de  la  tuna  de  las  universidades  medioevales,  cuyo 
espíritu  se  advierte  en  las  estrofas  de  Dn.heido,  la  Lata 
y  la  Marmelada.  La  impresión  que  produjo  cuando  la 
poesía  caía  desacreditada  por  las  exageraciones  ultra- 
románticas,  fué  grande,  se  hizo  sentir  en  una  rápida 
transformación  de  gusto  y  esmero  en  los  nuevos  poetas. 
Con  verdad  y  justicia,  Joao  de  Deus  fué  proclamado  el 
maestro  de  todos  nosotros". 

Muerto  ese  maestro  ilustre,  a  quien  con  tanto  amor 
celebra  Teófilo  Braga,  y  cuyos  despojos  se  habían  cu- 
bierto de  blancas  rosas  frescas  y  de  laureles,  un  joven  le 
despide  con  un  saludo  glorioso,  como  se  saluda  a  un 
pabellón,  en  el  instituto  de  Coimbra.  Ese  joven  era  el 
mismo  que  enviara  al  féretro  del  consagrado  cantor  de 
amores  una  corona  de  violetas  y  crisantemos,  con  esta 
leyenda:  "A  Joáo  de  Deus,  Eugenio  de  Castro."  Le  des- 
pide con  nobleza  y  orgullo  principales,  salvando  la  esen- 
cia lírica  del  maestro.  Su  ofrenda  fué  la  presentación 
verdadera  de  la  obra  de  Joao  de  Deus,  libre  de  las  tachas 
y  aglomeraciones  perturbadoras  que  impone  la  crítica 
indocta  y  fácil  en  la  incompetencia  de  sus  admiraciones. 
Lamento  con  una  honda  voz  de  artista  puro  la  belleza 
poluta  por  la  brutahdad  de  la  moderna  vida,  por  las  bajas 

230 


LOS RARO S 

conquistas  de  interés  y  de  la  utilidad.  "El  americanismo 
reina  absolutamente:  destruye  las  catedrales  para  levan- 
tar almacenes:  derrumba  palacios  para  alzar  chimeneas, 
no  siendo  de  extrañar  que  transforme  brevemente  el 
monasteiio  de  Batalha  en  fábrica  de  conservas  o  tejidos, 
y  los  Jerónimos  en  depósito  de  carbón  de  piedra  o  en 
club  democrático,  como  ya  transformó  en  cuartel  el  mo- 
numental convento  de  Mafra.  Las  multitudes  triunfantes 
aclaman  al  progreso;  Edison  es  el  nuevo  Mesías;  las  Bol- 
sas son  los  nuevos  templos.  El  humo  de  las  fábricai  ya 
obscurece  el  aire;  en  breve  dejaremos  de  ver  el  cielol" 
Tal  es  la  queja;  es  la  misma  de  Huysman  en  Francia,  la 
queja  de  todos  los  artistas,  amigos  del  alma;  y  considerad 
si  se  podría  lanzar  con  justicia  ese  Clamor  de  Coimbra, 
en  este  gran  Buenos  Aires  que  con  los  ojos  fijos  en  los 
Estados  Unidos,  al  llegar  a  igualar  a  Nueva  York,  podrá 
levantar  un  gigantesco  Sarmiento  de  bronce,  como  la 
libertad  de  Bartholdi,  la  frente  vuelta  hacia  el  país  de  los 
ferrocarriles. 

Ese  artista  que  de  tal  manera  exclama  "¡en  breve  deja- 
remos de  ver  el  cielo!",  es  uno  de  los  más  exquisitos  con 
que  hoy  cuenta  la  moderna  literatura  europea,  o  mejor 
dicho,  la  moderna  literatura  cosmopolita.  Pues  existe  hoy 
ese  grupo  de  pensadores  y  de  hombres  de  arte  que  en 
distintos  climas  y  bajo  distintos  cielos  van  guiados  por 
una  misma  estrella  a  la  m.orada  de  su  ideal;  que  trabajan 
mudos  y  alentados  por  una  misma  ii.isteriosa  y  potente 
voz,  en  lenguas  distintas,  con  un  impulso  único.  ¿Simbolis- 
tas? ¿Decadentes?  Oh,  ya  ha  pasado  el  tiempo,  felizmente, 
de  la  lucha  por  sutiles  clasificaciones.  Artistas,  nada  más, 
artistas  a  quienes  distingue  principalmente  la  consagra- 
ción exclusiva  a  su  religión  mental,  y  el  padecer  la  per- 
secución de  los  Domicianos  del  utilitarismo;  la  aristocra- 
cia de  su  obra,  que  aleja  a  los  espíritus  superficiales,  o 
esclavos  de  límites  y  reglamentos  fijos.  Entre  las  acusa- 
ciones que  han  padecido,  ha  sido  la  de  la  obscuridad.  Se 
les  adjudicó  el  imperio  de  las  tinieblas.  Las  gentes  que 
se  nutren  en  los  periódicos  les  declararon  incomprensi- 
sibies.  En  los  países  del  sol,  se  dijo:  "Son  cosas  de  los 

231 


RUBÉN  parí O 

países  del  Norte.  Esos  hombres  trabajan  en  las  nieblas; 
sigamos  nuestras  tradiciones  de  claridad."  Y  resulta,  por 
fin,  que  la  luz  también  pertenece  a  esos  hombres,  y  que 
los  palacios  sospechosos  de  encantamiento  que  se  divisa- 
ban entre  las  brumas  de  Escandinavia  y  en  tierras  donde 
sueñan  seres  de  cabellos  dorados  y  ojos  azules,  alzan 
también  sus  cúpulas  entre  las  fragancias  y  esplendores 
del  mediodía,  y  en  tierras  en  que  los  divinos  sueños  y 
las  prodigiosas  visiones  penetran  también  por  las  pupilas 
negras. 

En  los  tiempos  que  corren,  dice  De  Castro,  el  diletan- 
tismo literario,  ese  joyero  de  piedras  falsas,  dejó  de  ser 
un  monopolio  de  los  burgueses,  ha  pasado  hasta  las  más 
bajas  clases  populares.  Cuando  las  otras  ocupaciones  in- 
telectuales, la  filosofía  y  el  derecho,  las  matemáticas  y  la 
química,  por  ejemplo,  son  respetadas  por  el  vulgo,  no 
hay  por  ahí  "boni  frate"  que  no  se  juzgue  con  derecho 
de  invadir  el  campo  literario,  exponiendo  opiniones,  dis- 
tribuyendo diplomas  de  valer  o  de  mediocridad. 

Lo  cierto  es,  sin  embargo,  que  la  literatura  es  sólo  para 
los  literatos,  como  las  matemáticas  son  sólo  para  los  ma- 
temáticos y  la  química  para  ios  químicos.  Así  como  en 
religión  sólo  valen  las  fes  puras,  en  arte  sólo  valen  las 
opiniones  de  conciencia,  y  para  tener  una  concienzuda 
opinión  artística  es  necesario  ser  un  artista. 

¿Ha  tenido  que  luchar  Eugenio  de  Castro?  Indudable- 
mente, sí.  No  conozco  los  detalles  de  su  campaña  intelec- 
tual; pero  no  impunemente  se  llega  a  tan  justa  gloria  a  su 
edad,  ni  se  producen  tan  admirables  poemas.  La  gloria 
suya,  la  que  debe  satisfacer  su  alma  de  excepción,  no  es 
por  cierto  la  ciega  y  panúrgica  fama  popular,  tan  lisonje- 
ra con  las  medianías;  es  la  gloria  de  ser  comprendido 
por  aquellos  que  pueden  comprenderle;  es  la  gloria  en  la 
comunidad  de  los  "aristos".  Su  nombre  no  resuena  sino 
desde  hace  poco  tiempo  en  el  mundo  de  los  nuevos.  Su 
Oaristos  apareció  hace  apenas  seis  años.  Después  se  su- 
cedieron Horas,  Sylva,  Interlunios.  No  he  leído  sus 
obras  sino  después  que  conocí  al  poeta  por  la  crítica  de 
Italia  y  Francia,  Abonado   por  Remy  de  Gourmont  y 

232 


LOS RARO S 

Vittorio  Pica,  encontró  abiertas  de  par  en  par  las  puer- 
tas de  mi  espíritu.  Leí  sus  versos.  Desde  el  primer  mo- 
mento reconocí  su  iniciación  en  el  nuevo  sacerdocio  es- 
tético y  la  influencia  de  maestros  com.o  Verlaine.  Y  en 
veces  su  voz  era  tan  semejante  a  la  voz  verleniana,  que 
junté  en  mi  imaginación  el  recuerdo  de  De  Castro  al  del 
amado  y  malogrado  Julián  del  Casal,  un  cubano  que  era 
por  cierto  el  hijo  espiritual  de  "Pauvre  Lelian".  Eran 
versos  de  la  carne  y  versos  del  alma,  versos  caldeados 
de  pasión  o  de  fe:  ya  reflejos  de  la  roja  hoguera  swin- 
borniana  o  de  los  incensarios  y  cirios  de  Sagesse. 

Oíd: 

"Tu  frialdad  acrece  mi  deseo:  cierro  los  ojos  para  ol- 
vidarte, y  cuanto  más  procuro  no  verte,  cuanto  más  cie- 
rro los  ojos,  más  te  veo. 

Humildemente  tras  de  ti  sigo,  humildemente,  sin  con- 
vencerte, cuanto  siento  por  mí  crecer  el  gélico  cortejo  de 
tus  desdenes. 

Sé  que  jamás  te  poseeré,  sé  que  "otro"  feliz  venturoso 
como  un  rey  abrazará  tu  virginal  cuerpo  en  flor. 

Mi  corazón  entretanto  no  se  detiene:  aman  a  medias 
los  que  aman  con  esperanza — amar  sin  esperanzas  es 
el  verdadero  amor." 

Ya  en  Horas  el  tono  cambia. 

"No  perpetuemos  el  dolor,  seamos  castos  de  una  cas- 
tidad elevada.  Tú  cotuo  Inés  la  santa  de  los  tupidos  ca- 
bellos, yo  como  el  purísimo  San  Luis  Gonzaga. 

¡La  Pureza  convieae  a  almas  como  las  nuestras,  las 
mucosas  tientan  solamente  a  las  almas  vulgares,  la  son- 
risa con  que  me  encantas  sea  rosa  mística!  y  sean  las  mi  - 
radas  tuyas  el  argentino  "pax  tecum". 

No  son  ya  tus  gráciles  granas  de  doncella  las  que  me 
cautivan.  Del  Arcángel  la  espada  reluciente  decapitó  a 
la  Lujuria  que  hiere  y  que  hiela:  lo  que  adoro  es  tu  co- 
razón." 

233 


RUBÉN  DARÍO 


Después  llegó  a  mis  manos,  en  el  Mercure  de  F ranee, 
un  poema  simbólico  y  extraño,  de  un  sentimiento  pro- 
fundamente pagano,  hondo  y  audaz.  Sagramor  y  Belktss 
me  hechizaron  luego. 

Sagramor  comienza  en  prosa,  en  la  prosa  musical  y  ar- 
tística de  De  Castro.  Sagramor  es  un  pastor  al  principio. 
Luego,  caballero,  recorrerá  todas  las  cimas  de  la  vida,  en 
busca  de  la  felicidad.  Goza  del  amor,  de  las  grandezas 
mundanas,  de  la  variedad  de  paisajes  y  cielos,  de  las  vic- 
torias de  la  fama.  Como  un  eco  del  Ecíesiastés  debía  re- 
petirle a  cada  instante  la  vanidad  de  las  cosas  humanas. 
¿Qué  le  consolará  de  la  desesperanza,  cuando  ha  hallado 
polvo  y  ceniza?  Ni  la  ciencia,  ni  la  luz  del  creyente,  ni  la 
voz  de  la  triste  Naturaleza.  Hay  una  virgen  fiel  que  po- 
dría salvarle  y  acogerle:  la  Muerte;  pero  la  Muerte  no  le 
abre  sus  brazos.  A  través  de  soberbios  episodios,  en  má- 
gicos versos,  desfila  una  sucesión  de  visiones  y  de  símbo- 
los que  va  a  parar  al  obscuro  reino  de  la  invencible  Des- 
ilusión, a  la  fatal  miseria  del  Tedio.  En  lo  más  amargo 
del  desencanto,  Sagramor  quiere  consolarse  con  el  re- 
cuerdo de  su  primera  y  dulce  pasión,  Cecilia,  que  ape- 
nas surge  un  instante,  "creatura  bella  blanco  vestita",  y 
desaparece.  Oíd  las  voces  que  llegan  de  tanto  en  tanto,  a 
invitarle  al  goce  de  la  existencia: 

PRIMERA  voz 

Oh  viandante  que  estás  llorando,  ¿por  qué  lloras?  Ven 
conmigo;  reiremos  cantando  ¡as  horas.  ¡Ven,  no  tardes; 
3'o  soy  el  Amor;  quiero  dar  alas  a  tus  deseos!  ¡De  lindas 
bocas,  copas  en  flor,  beberás  dulces,  suaves  besos! 

SAGRAMOR 

¿Besos...?  Los  besos,  hojas  vertiginosas,  son  venenos. 
Deshojan  rosas  sobre  las  bocas,  pero  abren  llagas  en  el 
corazón... 

234 


LOS R        ARO S 

SEGUNDA   VOZ 

He  aquí  oro,  llénate  de  oro,  toma,  no  llores.. .  Con  los 
ducados  de  este  tesoro,  tendrás  palacios,  gemas  y  flo- 
res... Mira,  ve  cuan  rubio  es  el  oro  y  cómo  resplandece... 

SAGRAMOR 

¿Oro,..?  ¿y  para  qué?  La  Felicidad  no  la  vende  nadie. 

TERCERA   voz 

¿Por  qué  lanzas  tan  lamentables  quejas,  con  tan  tétri- 
co y  angustioso  tono?  ¡ViajemoslGozaremos  bellos  días... 

SAGRAMOR 

£1  mundo  es  pequeño.  Lo  he  recorrido  ya  todo. 

CUARTA  voz 

Soy  la  Gloria,  alegre  genio  de  un  radioso  país  solar... 
¡Tú  serás  el  mayor  poeta  del  mundo! 

SAGRAMOR 

Dicen  que  el  mundo  está  para  concluir... 

QUINTA    voz 

Serás  un  sabio:  desde  mi  albergue  verás  pronto  acla- 
rado todo. 

^SAGRAMOR 

Si  hubiera  conservado  mi  ignorancia,  no  me  habría 
sentido  tan  desventurado... 

235 


RUBÉN  DARÍO 

SEXTA   VOZ 

Yo  soy  la  muerte  victoriosa,  madre  del  misterio,  madre 
del  secreto... 

SAGRAMOR 

¡Oh,  no  me  toques!  ¡Vete!  ¡Tengo  miedo  de  ti! 

SÉPTIMA  voz 

¡Yo  soy  la  vida!  Ya  que  el  morir  te  da  miedo,  te  daré 
mil  años. 

SAGRAMOR 

¡No,  Dios  mío!  ¡No  he  sufrido  ya  tantos  atroces  desen- 
gaños! 

MUCHAS   VOCES 

¿Q  neres  los  más  raros,  los  más  dulces  placeres? 
¿Quieres  ser  estrella,  quieres  ser  rey?  Responde.  ¿Qué 
quieres? 

SAGRAMOR 

No  Sé...  No  Sé... 

Un  delicado  poema  suyo — La  Monja  y  el  Ruiseñor, 
que  dedicó  a  su  amigo  el  conde  Robert  de  Montesquiou- 
Fezensac  —  otro  exquisito  de  Francia.  Os  traduciré  fiel' 
mente  esos  preciosos  versos. 

De  los  argentinos  plátanos  a  la  sombra 
La  linda  monja,  que  antes  fuera  princesa^ 
Deja  vagar  sus  ojos  por  el  paisaje... 
Vese  el  monasterio,  a  lo  lejos,  entre  las  hojas... 

Allá,  en  un  balcón  que  domina  las  aguas, 
Las  otras  monjas  ríen,  contemplando 

236 


o         S R AROS 

El  polífono  mar,  tan  agitado, 
Que  de  las  olas  los  límpidos  aljófares 
Sobre  la  tela  de  los  hábitos  cintilan, 
Dando  a  aquellas  pobrecillas  el  aspecto 
De  reinas  que  se  divierten  en  una  boda. 

La  princesa  real,  que  se  hizo  monja, 
Que  una  corona  trocó  por  cilicios, 
Y  las  fiestas  por  la  dulce  paz  del  claustro, 
Lejos  de  las  compañeras  sonrientes 
Jamás  a  las  diversiones  de  ellas  se  junta. 
Cuando  no  duerme  o  reza,  su  vida 
Es  vagar  por  el  encierro, 
Tan  ajena  a  sí  misma,  tan  suspensa 
Cual  si  las  nieblas  de  un  sueño  atravesase... 

La  monja  piensa... 

Un  día,  siendo  novicia, 
Al  despertar,  sus  claros  ojos  vieron 
Cerca  de  sí  un  ruiseñor  dulcísimo 
Que  le  dijo: 

"Soy  yo,  el  alma  tuya, 
Que  esta  forma  tomé,  para,  volando, 
Recorrer  distantes,  luminosos  países, 
Cuyos  prodigios  mil  y  mil  encantos 
Vendré  a  contarte  en  las  serenas  noches..." 

Entonces,  el  ruiseñor  batió  las  alas; 
Pero  nunca  más  volvió  a  su  dueña. 
Que  por  volverle  a  ver  se  desespera, 
Sufriendo  tanto  que  llorosa  juzga 
riaber  tenido  quizá  dos  almas. 
Porque,  huyendo  la  una,  no  sentiría 
Tales  penas,  si  no  le  quedase  otra. 

Apágase  el  día... 

He  aquí  que  al  nacer  la  luna 
Entre  las  aves  que  vuelven  a  sus  nidos 

237 


RUBÉN  parí O 

A  la  esbelta  monja  se  acerca  u"  ruiseñor 
Mirándola  y  remirándola,  hasta  que  rompe 
En  un  argentino  cantar: 

"¿No  me  conoces? 
Soy  yo,  tu  alma...  ten  paciencia 
Si  de  ti  me  he  apartado  por  tanto  tiempo. 
jAhl  Pero  tú  no  calculas,  amiga  mía, 
Cuan  lindas  cosas  he  visto,  qué  lindas  cosas 
Traigo  que  contarte..." 

La  paz  de  la  noche 
Se  aterciopela  por  los  tranquilos  prados; 

Y  entonces  la  monja  que  en  transporte  lánguido 
Parece  oír  allí  celestes  coros, 

A  la  linda  monja  cuyos  ojos  mansos 
Se  van  cerrando  en  mística  voluptuosidad, 
Ei  airoso  ruiseñor  cuenta  los  viajes 
Que  hizo  por  las  estrellas  diamantinas... 

¡Oh!  ¡Qué  dulce  cantar!  Cantar  tan  lindo 
Que  el  sol  nació,  subió,  y  en  fin  hundióse. 
Sin  que  ia  monja  en  su  curso  reparase, 
Toda  abstraída  al  oir  el  divino  canto... 
¡Y  el  canto  no  termina!  Y  la  luna  blanca 
De  nuevo  surge  en  el  aire,  de  nuevo  expira, 
Nuevamente  el  sol  brilla  y  palidece, 

Y  siempre  el  canto  encanta  a  la  monja. 

El  canto  celestial  la  va  llevando 
Por  divinos  jardines  maravillosos 
Donde  los  pálidos  ángeles  sonrientes, 
Con  aéreos  vestidos  de  perfumes, 
Andan  curando  heridas  mariposas. 

Llévala  el  canto  por  la  vía  láctea. 

Donde  hay  floresta,  blancas,  todas  blancas, 

Y  donde  en  lagos  de  leche  pasan  cisnes 
Arrastrando  de  los  serafines  extáticos 
Las  barcas  de  cristal  llenas  de  lirios... 

233 


os  RAROS 

\Y  el  ruiseñor  no  cesa!  Cuenta,  cuenta 
Maravillas,  prodigios,  esplendores... 

Y  la  linda  monja,  al  oirlo,  sueña,  sueña... 
Sin  comer  ni  dormir,  días  y  días... 
Muere  por  fin  el  otoño,  liega  el  invierno. 
Cae  nieve,  el  frío  corta;  mas  la  monja 
Sólo  oye  ai  ruiseñor...  y  nada  siente... 

Muere  el  invierno,  llega  la  primavera, 
Retorna  el  verano  y  pasan  meses, 
Pasan  años,  ciclones,  tempestades, 
¡Y  el  ruiseñor  no  cesa!  cuenta...  canta... 

Y  la  linda  monja,  al  oirlo,  sueña,  sueña... 
¡Oh,  que  delicia  aquella!  ¡Qué  delicia! 

De  sus  compañeras  queda  apenas 
ti  frío  polvo  en  las  frías  sepulturas, 

Y  el  fuego  destruyó  todo  el  convento 

— ¡Y  sin  embargo,  la  monja  no  sabe  nada! 
Oyendo  al  ruiseñor  no  vio  el  incendio 
Ni  los  dobles  oyó  que  anunciaran 
De  las  otras  monjas  la  distante  muerte... 

Nuevos  años  se  extinguen... 

Una  guerra 
Tuvo  lugar  allí,  muy  cerca  de  ella, 
Que  nada  oyó  ni  vio,  escuchando  el  canto: 
Ni  el  funesto  estridor  de  las  granadas, 
Ni  los  suspiros  vanos  de  los  moribundos. 
Ni  la  sangre  que  a  sus  pies  iba  corriendo... 

¡Un  día,  al  fin,  el  ruiseñor  se  calló! 
De  los  argentinos  plátanos  a  la  sombra 
La  monja  despertó,  suavemente 

Y  murió,  como  un  niño  que  se  duerme, 
Mientras  el  ruiseñor  volaba,  ledo, 
Para  el  país  que  tanto  le  deslumhrara... 

239 


RUBÉN  DAR      I      O 

El  ruiseñor  había  cantado  trescientos  años... 

Si  no  habéis  podido  juzgar  de  la  melodía  original  del 
verso,  de  seguro  os  habrá  complacido  esa  deliciosa  fábu- 
la. Si  os  fijáis  bien,  podréis  encontrar  que  ese  ruiseñor 
es  hermano  de  aquel  que  oyó  e'  monje  de  la  leyenda;  pero 
confesaréis  qu¿  ambos  pájaros  paradisíacos  cantan  uná- 
nimes con  igual  divina  gracia. 

Y  he  aquí  que  llegamos  a  la  obra  principal  de  Eugenio 
de  Castro,  Belkiss,  traducida  ya  a  varios  idiomas  y  cele- 
brada como  una  verdadera  obra  maestra. 

Léese  en  el  Libro  de  ¡os  Reyes,  en  la  parte  del  reinado 
de  Salomón:  "Et  ingressa  Jerusalem  multo  cum  comitatu, 
et  divitiis,  cameüs  portantibus  aromata,  et  aurum  infini- 
tuní  nimis,  et  gemmas  pretiosas,  venit  ad  regem  Salomo- 
nen,  et  locuta  e&t  ei  universa  quae  habebat  in  corde  sao." 
Y  más  adelante:  "Rex  autem  Salomón,  dedit  reginae  Saba 
omnia  quae  voluit  et  petivit  ab  eo;  exceptis  his,  quse  ultro 
obtulerat  ei  numere  regio.  Quae  reserva  est,  et  abiit  in 
terram  suara  cum  servis  suis."  Es  esa  reina  de  Saba,  la 
Makheda  de  la  Etiopía,  de  cuya  descendencia  se  gloria  el 
negus  Meneük  la  Be)kiss  arábiga.  Al  solo  nombrar  a  la 
reina  de  Saba  sentiréis  como  un  soplo  perfumado  de  un- 
güentos bíblicos,  miraréis  en  vuestra  imaginación  un  es- 
pectáculo suntuoso  de  poderío  oriental:  tiendas  regias, 
camellos  enjaezados  de  oro,  desnudas  negras  adolescen- 
tes con  flabeles  de  plumas  de  pavos  reales;  piedras  pre- 
ciosas y  telas  de  incomparable  riqueza.  ¡Y  bien!  Eugenio 
de  Castic  ha  evocado  mágicamente  la  misteriosa  y  bella 
persona.  La  reina  de  Saba  de  Axum  y  del  Hymiar  se 
anima,  llena  de  una  vida  ardiente,  en  fabulosas  decora- 
ciones, imperiosa  de  amor,  simbólica  victima  de  una  fata- 
lidad irreductible. 

Es  un  poema  dialogado  en  prosa  martillada  por  un 
Flaubert  nervioso  y  soñador,  y  en  donde  la  reminiscen- 
cia de  Maeterlinck  queda  inundada  eii  un  torbellino  de  luz 
milagrosa  y  en  una  armonía  musical,  cálida  y  vibiante. 
Lo  pintoresco,  las  acotaciones,  en  su  elegancia  arqueoló- 
gica, nos  llevan  a  recordar  ciertas  páginas  de  Herodías  o 
de  La  tentación  de  San  Antonio.  Belkiss,  en  sus  suntuo- 

240 


LOS  R        A        R O 5 

sos  triunfos,  habrá  de  padecer  después  el  ineludible  do- 
lor. Para  que  David  nazca,  eila  pasará  sobre  la  experien- 
cia y  sabiduría  de  Jophe.samin,  su  mentor  o  ayo;  y  sen- 
tirá primero  la  tempestad  de  amor  en  su  sexo  y  en  su 
corazón;  y  hará  el  viaje  a  Jerusalera,  entre  prodigios  y 
misterios,  y  sentirá  por  fin  el  beso  del  adorado  rey,  y 
temblará  cuando  contemple  bajo  sus  pies  las  azucenas 
sangrientas. 

Una  sucesión  de  escenas  fastuosas  se  desarrolla  al  eco 
de  una  wagneriana  orquestación  verbal.  Puede  asegurar- 
.se,  sin  temor  a  equivocación,  que  los  primeros  "músi- 
cos", en  el  sentido  pitagórico  y  en  el  sentido  wagneriano, 
del  arte  de  la  palabra  son  boy  Gabriel  d'Aununzio  y 
Eugenio  de  Castro. 

Quisiera  daros  una  idea  de  ese  poema — que  ha  rendido 
la  indiferencia  oncial  en  Portugal  ,  donde  a  los  veinti- 
siete años  ha  sido  su  autor  elegido  miembro  de  la  Real 
Academia  de  Lisboa,  y  que  ha  arrancado  aplausos  fra- 
ternales en  todos  los  puntos  del  globo  en  que  existen  cul- 
tivadores del  arte  puro.  Mas  tendría  que  ser  demasiado 
profuso,  y  prefiero  aconsejaros,  como  quien  recomienda 
una  especie  rara  de  floro  un  delicioso  licor  exótico,  que 
leáis  Belkiss,  en  la  versión  de  Picea,  en  italiano,  que  es 
de  todo  punto  admirable,  o  en  el  bello  librito  arcaico  im- 
preso en  Coimbra  por  Francisco  Franca  Amado.  Y  tened 
presente  que  hay  que  acercarse  a  nuestro  autor  con  de- 
seo, sinceridad  y  nobleza  estéticas.  Os  lepetiré  las  pala- 
bras del  crítico  italiano:  "Ciertamente  la  poesía  de  Euge- 
nio de  Castro  es  poesía  aristocrática,  es  poesía  decadente 
y,  por  lo  tanto,  no  puede  gustar  sino  a  un  público  restric- 
to y  selecto  que,  en  los  refinamientos  de  las  ideas  y  de 
las  sensaciones,  en  la  variedad  sabia  y  musical  de  los 
ritmos,  halla  una  singular  voluptuosidad  del  espíritu.  El 
común  de  los  lectores,  acostumbrados  a  los  azucarados 
jarabes  de  los  poetitas  sentimentales,  o  solamente  de 
gusto  austero  y  que  no  aprecian  sino  la  leche  y  el  vino 
vigoroso  de  los  autores  clásicos,  vale  más  que  no  acer- 
quen los  labios  a  las  ánforas  curiosameí.te  arabescadas  y 
pomposamente  geniadas  de  los  cantos  ya  amorosos,  ya 

16  241 


RUBÉN 


D 


R 


O 


místicos,  ya  desesperados  del  poeta  de  Coimbra,  ya  que 
en  ellos  está  contenido  un  violento  licor  que  quema  y 
disgusta  a  quien  no  está  hecho  a  las  fuertes  drogas  de 
cierta  refinada  y  excepcional  literatura  modernísima.* 

Se  trata,  pues,  de  un  "raro"  .  Y  será  asombro  curioso 
el  de  aquellos  que  lean  a  Eugenio  de  Castro  con  la  pre- 
ocupación de  moda  de  los  que  creen  que  toda  obra  sim- 
bolista es  un  pozo  de  sombra.   Belkiss  está  lleno  de  luz. 

Señores:  He  concluido  esta  conferencia  sobre  el  poeta 
Eugenio  de  Castro  y  la  literatura  portuguesa. 


242 


Índice 


Páginas. 

Prólogo 7 

El  arte  en  silencio 9 

Edgar  Alian  Poe <7 

Leconte  de  Lisie , 31 

Paul  Verlaine 49 

El  conde  Matías  Augusto  de  Villiers  de  l'Isle  Adam. . .  57 

León  Bloy 69 

Jean  Richepin 83 

Jean  Moreas 93 

Rachilde 11 1 

George  d'Esparbés 1 23 

Augusto  de  Armas 131 

Laurent  Tailhade 135 

Fra  Domenico  Cavalca 143 

Eduardo  Dubus 1 53 

Teodoro  Hannon 165 

El  conde  de  Lautréamont 173 

Paul  Adam 181 

Max  Nordau 187 

Ibsen 197 

José  Martí 211 

Eugenio  de  Castro 92$ 


ACABÓSE 

DE    IMPRIMIR 

ESTE   LIBRO    EN 

MADRID,     EN     LA 

IMP.  DE  JUAN  PUEYO, 

EL   DÍA    XXI  DEL 

MES  DE  JUNIO 

DEL   AÑO 

MCMXX 


Лучший частный хостинг